XXXIV
Cuando el caballero de la litera se separó de mi señor Galván, cabalgó hasta una hermosísima landa que apenas estaba a tres leguas de allí. En aquel lugar manaba una fuente de gran belleza bajo uno de los sicómoros más grandes que se han visto. El caballero descendió para dormir y descansar un poco; y desde allí envió a dos escuderos a una ciudad para que le prepararan el alojamiento. Al despertarse era ya la hora de vísperas. Volvió a subir en la litera y en ese momento pasó por delante de él un escudero montado en un rocín, al galope. El caballero oyó el ruido y levantó la cortina de seda para preguntarle que a dónde iba tan deprisa.
—Voy en busca de ayuda, pues el rey de los Cien Caballeros acaba de apresar a la Dama de Nohaut.
Entonces, el caballero hace que den la vuelta con la litera, diciendo que quería ayudar. Después de cabalgar un rato, se encontró con la dama, que le preguntó a sus escuderos quién iba en aquella litera.
—Señora —le responden—, es un caballero herido que había oído que estabais prisionera e iba en vuestra ayuda.
Entonces levanta ella misma la cortina, pero el caballero se cubre muy bien para que no lo reconozca.
—Señor, ¿ibais a ayudarme?
—Sí, señora.
—Os lo agradezco. Quedaos conmigo.
—Señora, no lo haré, pues vos iréis más rápidamente que yo, que estoy impedido.
La dama se va sin reconocer al caballero, mientras que la litera sigue despacio su camino, hasta que al caer la tarde llega a la ciudad de Orkenise. En esa ciudad tomó un escudo rojo, dejando el suyo, pues no quería ser reconocido en la asamblea, que tendría lugar a menos de una jornada de distancia. Por la noche le miraron las heridas con atención, pues lo hizo un caballero viejo que sabía mucho. Faltaban cinco días para la asamblea, y el caballero los pasó en la ciudad por consejo del anciano, y sus heridas se mejoraron mucho. El quinto día se puso en marcha en la misma litera, y llegó al final de la tarde a Godosaire. Estaba todo tan lleno de gente que no se podía encontrar alojamiento, pero a las afueras había un monasterio en el que lo albergaron porque estaba enfermo; le dieron una habitación grande y espaciosa.
Por la mañana, después de oír misa, se hizo armar. El rey Arturo había llegado a marchas forzadas y no pudo alojarse en el castillo, sino que tuvo que quedarse fuera; al amanecer hizo saber a los de su hueste y a los que le habían acompañado que no debían llevar armas durante todo el día.
Mucho lo sintieron numerosos buenos caballeros de su hueste, aunque había abundantes caballeros que no habían acudido con él ni en su hueste, sino que unos habían ido buscando fama y otros riquezas. Todos ellos se armaron por la mañana y fueron a la liza.
El rey de Más Allá de las Marcas salió de la tienda dispuesto a combatir, pero cuando vio que el rey Arturo no llevaba armas, se volvió atrás. Muchos de los jóvenes bachilleres de su hueste fueron a participar en las justas frente a los que estaban esperando en la liza. Empiezan el torneo que estuvo muy bien porque en la parte del rey Arturo había muchos caballeros valientes que no se habían dado a conocer para poder combatir: mi señor Galván fue uno de ellos, y Helís el Rubio, el bueno y el bello, su hermano, Gales el Alegre, Tors hijo de Ares, y muchos otros buenos caballeros; por la otra parte estaban Malaguine, rey de los Cien Caballeros, Helaín el Dragón y el duque Galos de Yberge, y muchos otros que eran muy valientes. Así empiezan las justas. La reina entra en el castillo y sube a las murallas para ver desde allí los combates; con ella había damas y numerosas doncellas, y caballeros, contemplando a los que luchan muy bien.
Llega entonces el caballero de la litera con el escudo rojo al cuello; pasa delante de la reina y después se pone en la fila dispuesto a combatir contra un caballero: se golpean con tanta fuerza que las lanzas vuelan en pedazos y chocan con cuerpos y rostros. El caballero de la litera se mantiene en los arzones, pero el otro vuela por encima de la grupa de su caballo.
—Ahora he visto —admiten la mayoría— a un caballero novel realizando una hermosa justa.
Regresa el caballero y toma otra lanza que le da su escudero; luego vuelve a la fila y derriba a otro y empieza a vencer a caballeros, a quitarles del cuello los escudos, y a romper lanzas. Lo hace tan bien que todos se admiran y le dicen a mi señor Galván:
—¿Conocéis a ese caballero?
—No, pero lo hace tan bien que he dejado de combatir por verlo, pues realiza hazañas muy dignas, a mi parecer.
Los de la muralla dicen que el de las armas rojas supera a todos los demás. El rey de los Cien Caballeros pregunta quién es, y le dicen que es un caballero que está venciendo a todos y que tiene armas rojas. El rey toma su escudo, pide una lanza y galopa a lo largo de la divisoria del campo hasta que encuentra al del escudo rojo: se golpean con fuerza, rompiendo en pedazos las lanzas, pero no llegan a derribarse. Mucho sintió el rey no haberlo tirado al suelo y a él también le pesó mucho no haber derribado al rey. Vuelven a tomar lanzas y galopan el uno contra el otro; los caballos corren veloces, y se golpean con violencia. El caballero del escudo rojo alcanza al rey atravesándole su escudo, los dobleces de la cota y el costado, pero no lo hirió gravemente. El rey lo hiere al descubierto, directamente sobre la cota, entre la tetilla y el hombro, y le mete por ahí la punta de la lanza. Se quiebran las lanzas, chocan los cuerpos y los caballos, y caen ambos al suelo. El rey se vuelve a poner en pie, se coloca el escudo delante y desenvaina la espada. Al caer el caballero, la punta de la lanza le atraviesa y le sale por la espalda: empieza a sangrar por esta herida y a la vez se le abre la herida vieja, sangrando también. Cuando ve que el rey embraza el escudo y que desenvaina la espada, se pone en pie y hace lo mismo, se dirige hacia el rey y se dan grandes golpes.
El caballero de las armas rojas sangra abundantemente; las gentes del rey se dirigen a ellos y también mi señor Galván y los suyos obligando a que se retiren los caballeros del rey; después le dan al del escudo rojo su caballo para que monte, y cuando va a hacerlo cae desmayado. Al ver la sangre que hay a su alrededor, se dicen todos: «Ha muerto». Descabalgan y le arrancan la punta de la lanza, y entonces ven que tiene dos heridas muy grandes.
Al rey de los Cien Caballeros le llega la noticia de que ha dado muerte al buen caballero, y lo siente mucho; arroja el escudo y la lanza diciendo que no volverá a llevar armas en todo el día y nunca más, pues ha sido una gran desgracia la suya al dar muerte a un caballero semejante.
Mientras tanto, desarman al caballero que estaba desmayado, y le vendan las heridas. La reina y todos los que están con ella se dan cuenta de que ha cesado el combate por el caballero que estaba herido, y decide ir a verlo; monta y sale del castillo, y a su paso levanta un murmullo, porque todos dicen:
—Volveos, aquí viene la reina.
El caballero vuelve en sí y oye lo que dicen, abre los ojos y ve a la reina: se esfuerza hasta que consigue incorporarse y quedarse sentado.
—Buen señor —le dice la reina—, ¿qué tal estáis?
—Señora, muy bien; no tengo ningún dolor.
Mientras hablaba así, se le rompen las vendas, le empiezan a sangrar otra vez las heridas y él se vuelve a desmayar.
—Ha muerto, dicen de nuevo.
La reina se va al campamento de su hueste, donde los caballeros le preguntan por el albergue del herido, los escuderos les dicen que estaba alojado «en una casa de religión». Buscan un buen médico y se lo mandan allí.
El médico le examina las heridas y dice que no morirá, pero prohíbe que vayan a verlo, pues necesita tranquilidad. Se marchan todos, menos Galván, que piensa que no ha tenido noticias de lo que busca y esperaba haberlas tenido en esta asamblea:
—No he visto ni oído nada, a excepción de este caballero que ha superado a todos; debo quedarme a su lado para averiguar si sabe algo de lo que busco.
Vuelve al hostal y le pregunta al médico qué tal está el enfermo:
—Pienso que se curará, aunque han sangrado mucho sus heridas.
—¿Sus heridas? ¿Cuántas tiene?
—Tiene dos muy grandes, una de hoy y otra anterior.
Cuando mi señor Galván oye hablar de la otra herida, piensa un poco y le dice al médico:
—¿Estáis seguro de que tiene dos?
—Sí, sin lugar a dudas.
—Maestro, enteraos cómo llegó aquí.
Se lo pregunta a sus escuderos, que no se atreven a ocultárselo; le confiesan que fue en una litera; él se lo dice a mi señor Galván. Éste ruega entonces que le permitan hablar con él, y lo llevan a su presencia.
—Señor —le dice el médico—, aquí está mi señor Galván, que os viene a ver.
Mi señor Galván se sienta delante de él y le pregunta si tiene noticias del caballero que hizo entrar al rey Arturo en la Dolorosa Guardia. El herido le habla poco, y dice sin cesar:
—Buen señor, estoy enfermo y poco me importa lo que me preguntáis.
Cuando mi señor Galván se da cuenta de que podrá enterarse de poco, se levanta y se va, pues lo ve tan enfermo que no puede mantener una conversación con él; pero piensa volver mañana y le seguirá preguntando. Regresa a su alojamiento.
Cuando anocheció, el caballero herido llamó a su médico y le dijo:
—Maestro, no puedo quedarme aquí durante más tiempo, pues si alguien me reconociera me causaría un gran daño: os ruego por Dios que os vengáis conmigo; si no queréis, decidme qué debo hacer, pues pienso irme esta misma noche.
—¿Os quedaríais por algo?
—No.
—¿Cómo os pensáis marchar?
—En litera, pues tengo una buena y bella.
—Me iré con vos, pues si no fuera os moriríais pronto y sería una gran desgracia.
Se alegra mucho, y se preparan lo más rápido que pueden, yéndose en secreto.
Pero ahora se calla la historia un poco por lo que a él y a su compañía se refiere, y habla del rey Arturo y de mi señor Galván.