XXIII

Va el muchacho a reunirse con el mensajero y con sus escuderos, y los alcanza a la entrada del bosque. Cabalgan juntos hasta la hora de nona, en que hacía mucho calor. El muchacho se quita el yelmo y se lo entrega a un escudero, y luego se queda meditabundo. El caballero, que iba delante, se salió del camino y tomó un sendero estrecho; al cabo de un rato, una rama golpeó en el rostro al muchacho, que abandona sus pensamientos y ve que están fuera del camino.

—¿Qué significa esto? ¿No era el camino más bello y más recto que este sendero?

—Sí, pero no era tan seguro.

—¿Por qué, señor?

—No os lo voy a decir, si no quiero.

—Por Dios, sí que lo vais a hacer, pues me habéis causado un daño y una molestia mayor de lo que pensáis al tomar este camino.

—¿Qué molestia?

—Una que no podréis reparar. Pero decidme por qué no es seguro el otro camino.

—No os lo diré.

Entonces Lanzarote toma la espada que le llevaba un escudero y vuelve al lado del caballero rápidamente.

—Ahora me lo vais a decir y si no, daos por muerto.

—¿Muerto? ¿Creéis —le pregunta riendo— que me vais a matar tan fácilmente?

—Sí, daos por muerto si no me lo decís de inmediato.

—No se me puede matar con tanta facilidad como pensáis, pero os lo diré para que no tengáis que luchar contra mí, pues flaco servicio le rendiría yo a mi señora si me enfrentara con vos. Volvamos por el camino y os enseñaré por qué nos hemos desviado.

Regresaron por el mismo sitio todos, hasta que vuelven a encontrar el camino principal. No habían cabalgado mucho por él cuando se encontraron a la derecha un poyo junto a una fuente muy hermosa. El muchacho se acerca y desde allí ve a cierta distancia un bellísimo pabellón en medio de un gran prado.

—Buen señor —le dice el caballero al muchacho— ahora os voy a decir, si queréis, por qué abandoné el camino principal.

—Hablad.

—En ese pabellón hay una doncella guardada por un caballero que es más de medio pie mayor que cualquiera, y es más fuerte y más corpulento que nadie; es traidor y cruel con los vencidos, es decir, con todos los que han combatido contra él, pues tiene tal fuerza que nadie puede resistirle; por eso os desvié del camino.

—Quiero ir a verlo.

—No lo hagáis, creedme.

—Sí que lo voy a hacer.

—Por mi fe, me pesa; no obraréis con prudencia, y no pienso seguir avanzando con vos.

—Si queréis acompañarme, hacedlo; si no, no lo hagáis, pues lo mismo me da una cosa que otra.

Entonces desmonta, toma la espada en una mano y el yelmo en otra y deja al caballero y a sus escuderos en el poyo de la fuente, mientras que él va al pabellón con la espada desenvainada en la mano. Iba a abrir la puerta del pabellón, pero el gran caballero estaba sentado delante en un sillón muy rico, y le dice al muchacho en cuanto lo ve:

—En mala hora lo haréis, buen señor; no debéis entrar.

—¿Quién, yo? Sí que voy a entrar, pues quiero ver a una doncella que hay dentro.

—No está abandonada para que la vean todos los que lo deseen.

—No sé a qué está abandonada, pero la voy a ver.

Y se dispone a entrar a la fuerza.

—Deteneos, buen señor, no entréis, pues la doncella está dormida y yo no querría que se despertara si no lo desea. Ya que estáis tan dispuesto a verla, no me voy a enfrentar con vos, pues no me honraría mucho dándoos muerte, pero os dejaré que la veáis cuando se despierte.

—¿Por qué no os honraría mi muerte?

—Porque sois demasiado joven y yo soy mucho más grande y más fuerte que vos.

—Me da igual por qué lo hacéis, si prometéis dejarme ver a la doncella cuando se despierte.

—Así os lo prometo.

El muchacho se aleja del pabellón y se vuelve hacia una cabaña galesa que estaba a menos de un tiro de arco de allí; ante ella estaban sentadas dos doncellas muy bien vestidas. Se dirige hacia ellas con la espada en la mano derecha y el yelmo en la izquierda; no se movieron al verlo, pero una le dijo a la otra:

—¡Dios, qué hermoso caballero es el que viene!

—Ciertamente, el más bello del mundo; sea en mala hora por lo cobarde que es.

—Por Dios, tenéis razón, y no es caballero ya que no se atrevió a ver a mi señora, que es la más hermosa del mundo, por miedo a su guardián.

El muchacho oye perfectamente lo que están diciendo, se detiene y les responde:

—Es cierto, tenéis razón.

Entonces se vuelve al pabellón que estaba en el lindero del bosque y al llegar a la puerta no encuentra al caballero. Abre, pero dentro no hay ni hombre ni mujer. Se queda sorprendido y con admiración se pregunta a dónde puede haber ido; mira a su alrededor sin encontrar nada. Vuelve a donde estaban las doncellas, pero no las ve. Entonces se siente afligido y encolerizado, y regresa al poyo en el que se habían quedado el mensajero y sus escuderos. El caballero le pregunta que cómo le ha ido.

—No he hecho nada —le responde—, pues la doncella se me ha ido muy a pesar mío.

A continuación le cuenta todo, «pero no cejaré hasta haber visto a la doncella».

Vuelve a montar y entrega la espada y el yelmo al escudero.

—¿Qué ocurre, buen señor? ¿Vais a seguir a la doncella?

—Sí, la buscaré hasta encontrarla.

—¿Cómo? Debéis prestar socorro a mi señora.

—Y lo voy a hacer; llegaré a tiempo, antes del día del combate.

—¿Qué sabéis de cuándo va a ser?

—Sé, porque se lo dijisteis a mi señor el rey, que aún no se había fijado, la fecha, ni el número de caballeros. Id a vuestra dama, saludadla de mi parte y decidle que voy en su ayuda, y que llegaré pronto.

—A Dios os encomiendo. Me voy, pero en cuanto hayáis visto a la doncella venid a Nohaut.

—Así lo haré.

Se va el caballero por una parte y el muchacho por otra, con sus escuderos. Poco después de la hora de vísperas, se encontró con un caballero completamente armado, que le pregunta que a dónde va.

—Voy de viaje —contesta el muchacho— a un lugar en el que tengo trabajo.

—Decidme a dónde.

—No lo haré.

—Yo sé a dónde vais.

—¿A dónde?

—Vais en busca de una doncella a la que guarda un caballero.

—Así es. ¿Quién os lo dijo?

—Yo lo sé.

—Yo también lo sé.

—¿Quién?

—Un caballero que se acaba de ir de mi lado y se dirige a las tierras de la Dama de Nohaut.

—Quienquiera que haya sido, veis que lo sé y os conduciría a ella, si quisiera.

—Llevadme a donde está.

—No lo haré esta noche, pues no llegaríamos hasta el amanecer; mañana iremos y también os llevaré a que veáis a una de las doncellas más hermosas de cuantas habéis visto: no está lejos de aquí y está en el camino de la que buscáis.

—Me parece bien.

—Pero sólo os llevaré con una condición.

—¿Cuál?

—Os la voy a decir: la doncella está prisionera en un lago, en un prado que hay bajo un sicómoro; allí está todo el día en una isla tranquila, sin ninguna compañía. Al anochecer van allí dos caballeros armados, con el yelmo puesto; la sacan de la isla y se la llevan, y por la mañana la vuelven a dejar en el mismo sitio. Si hubiera dos caballeros que quisieran luchar contra sus guardianes, la doncella quedaría libre, si los vencían. Yo seré uno de los que combatan, si vos queréis ser el otro.

—Con mucho gusto, con la condición de que por la mañana me llevéis al lugar donde está el caballero grande que tiene a la doncella del pabellón.

—Ya que ponéis condiciones, yo os pondré otra. Si conquistamos a la doncella que hay en el lago, será mía.

—Lo acepto.

—Yo también acepto vuestra petición.

Así se van los dos cabalgando hacia el lago. Cuando llegaron allí estaba anocheciendo y vieron llegar a los dos caballeros que venían del otro lado.

—Ahí están los dos caballeros que quieren llevarse a la doncella. Tomad el escudo y la lanza, ataos el yelmo y ceñid la espada.

El muchacho tenía tal deseo de emprender el combate que no se acordó del escudo, aunque el yelmo sí que se lo ató uno de sus escuderos. Empuñó una lanza y se dirigen contra los otros dos. Eran ágiles y llevaban buenos caballos, de forma que se dieron grandes golpes en el escudo quienes lo llevaban; uno de los caballeros que guardaba a la doncella alcanzó al muchacho en la cota, rompiéndosela en el hombro izquierdo y clavándole entera la punta de la lanza en la carne; pero el muchacho, a su vez, lo golpeó derribándolo al suelo y rompiendo la lanza. Los otros dos también estaban combatiendo mientras tanto.

El muchacho desmonta y cuando el caballero que lo había llevado allí vio que no llevaba ni lanza, ni escudo, ni espada, se quedó sorprendido y se preguntaba qué haría. Se acerca a él y le dice:

—Dadme vuestra espada, pues mis escuderos están demasiado lejos.

—Con mucho gusto.

Entonces le dice el muchacho a los otros:

—Ahora entregadme vuestras espadas y rendíos.

Cuando el caballero que lo había herido lo oyó, comenzó a reír, se acercó a él y le dijo:

—Buen señor, os entrego mi espada, si queréis; no combatiré más contra vos.

—Ni yo.

—Por la Santa Cruz, ahora dejaréis libre a la doncella.

—Así lo haremos; ¿sabéis por qué? Porque vemos que tenéis un corazón demasiado grande y llegaréis a realizar notables proezas. Pero estáis tan malherido que moriréis si os agraváis un poco. Por eso os hacemos este favor.

—No me importa por qué lo hacéis, sino que la doncella quede libre. Entregádmela, pues así lo deseo.

—Con mucho gusto.

Uno de ellos saca una llave, la arroja al prado y dice:

—Doncella, soltad esa barca y venid en ella, pues este caballero os ha conquistado.

Ella lo hace así, soltando la cadena que tenía atada a la barca y sale del lago. Los dos guardianes se marchan sin más. En esto, llegan cuatro criados con un pabellón cargado en una acémila: lo montan cerca de allí y preparan abundante comida; eran servidores del caballero que había acompañado al muchacho. Cenaron y, después, la doncella ordenó que prepararan tres camas. El muchacho la mira y le pregunta que por qué manda que haga tres camas.

—Para vos, para este caballero y para mí.

—¿Para mí? Yo me acostaré a vuestro lado.

—No.

—Sí.

—Bueno, si queréis.

—Os dejo libre.

Se acuestan y duermen hasta el día siguiente.

Por la mañana, después de levantarse, le dice el muchacho al caballero:

—Buen señor, llevadme a donde me tenéis que llevar.

—Con gusto, con la condición de que si la conquistáis, que sea para mí.

—De acuerdo.

Montan ambos y llevan también a la doncella; de este modo llegan al poyo.

—Ahí está el pabellón, pero tenéis que hacer una cosa que os ruega esta doncella y yo también os suplico.

—¿Qué es?

—Que os ciñáis la espada y os pongáis el escudo al cuello, y que empuñéis la buena lanza que esta doncella le ha entregado a uno de vuestros escuderos.

—Con gusto llevaré el escudo y la lanza, pero no puedo ni debo ceñirme la espada hasta que reciba tal encargo de otra persona.

—Permitid al menos que la cuelgue del arzón de vuestra silla, y así la podréis desenvainar si la necesitáis, pues os vais a enfrentar con un hombre muy cruel.

El caballero y la doncella se lo ruegan hasta que acepta: cuelga del arzón la espada, se pone el escudo al cuello y toma la lanza; después se dirige hacia el pabellón y allí encuentra al caballero grande, como la otra vez.

—Vengo a que me mostréis a la doncella, según me prometisteis ayer.

El guardián le responde que no la verá sin combatir.

—Si tengo que luchar, lo haré antes de verla; armaos, pues me tengo que ir pronto.

Entonces se pone en pie el caballero y empieza a reír porque el muchacho le había dicho que se armara.

—Hijo —le dice—, ¿por vos me voy a armar?

Salta sobre un caballo que había cerca de allí, toma un escudo y una lanza, y el muchacho hace lo mismo.

Van el uno contra el otro al galope de los caballos, y se dan grandes y pesados golpes en los escudos. El caballero rompió la lanza y las astillas volaron. El muchacho le da con tal fuerza que le rompe el cuero del escudo, abre los ejes y la punta lo atraviesa, golpeando al caballero en el costado izquierdo: le quiebra una costilla y le empuja con tal fuerza que las riendas se le quedan en la mano y rompe el arzón trasero, derribándolo de forma que lo deja aturdido, y al caer, se le quiebra la lanza. El caballero se desmaya, pues está malherido, aunque el muchacho piensa que está muerto. Al poco, se reincorpora el joven le dice:

—Ahora voy a ver a la doncella.

—Hacedlo, buen señor; yo os la entrego. Maldita sea la hora en que la vi. Me doy por muerto.

Así le entregó a la doncella, pero antes de que el muchacho lo deje ir, le hace prometer que no combatirá con ningún caballero, si no es para defenderse. Se acerca entonces el caballero que había acompañado al muchacho, que estaba sorprendido con las proezas realizadas por el joven. Éste entra en el pabellón, toma a la doncella —que acababa de levantarse— por la mano y se la entrega al caballero.

—Tomad —le dice—, señor caballero, ahora tenéis dos.

—Señor, no me las quedaré, pues son demasiado hermosas y no he sido yo quien las ha conquistado, sino vos; deben ser vuestras.

—Yo no las quiero, pues acordamos que os quedaríais con las dos.

—Señor, si no las queréis, decidme qué debo hacer con ellas, pues cumpliré vuestra voluntad.

—¿Sí?

—Sí, os lo prometo lealmente.

—Llevadlas a la corte de mi señor el rey Arturo y decidle a mi señora la reina que se las envía el muchacho que va a socorrer a la Dama de Nohaut; decidle que para ganarme para siempre, que me haga caballero y que me envíe una espada, como corresponde a quien va a ser caballero suyo, pues mi señor el rey no me la ciñó al armarme caballero.

Al oír que era caballero novel, se quedó sorprendido:

—Señor, ¿dónde os encontraré al regresar?

—En Nohaut; venid directamente allí.

El caballero va a la corte llevando su mensaje; le cuenta a la reina las maravillas que ha visto hacer al muchacho, y ella se alegra mucho; le envía una espada muy buena y muy rica, con su vaina y tahalí. El caballero regresa con la espada y va directamente a Nohaut, pues conocía bien el camino. Cuando ya estaba cerca de la ciudad, alcanzó al muchacho, que aún no había llegado a ella; le entrega la espada de parte de la reina, y «os ordena que la ciñáis».

El muchacho lo hace con mucho gusto, y da al caballero la espada que llevaba colgada del arzón, y añade que ya es caballero, gracias a Dios y a su señora. Por eso la historia lo ha llamado «muchacho» hasta aquí.

El caballero que había ido a buscar socorro para la Dama de Nohaut había llegado hacía tres días y había alabado tanto al caballero novel ante su señora, que ésta lo espera con gran expectación y no quiere que nadie libre la batalla, si no es él. Cuando llegó le manifestaron gran alegría, pues el caballero que lo acompañaba se adelantó para dar la noticia de su llegada. La dama y muchas de sus gentes montaron y fueron a su encuentro, haciéndole todas las muestras de alegría que se pueden hacer a un caballero que no se conoce. Cuando él vio a la dama no se sorprendió por su gran belleza, ni se preocupó demasiado de si era bella, pues en su corazón no caben todas las beldades.

—Señora —le dice—, mi señor el rey Arturo me envía a vos para que libre vuestra batalla; estoy dispuesto a combatir cuando queráis.

—Señor, bendito sea mi señor el rey; sed bienvenido, os recibo de muy buen grado.

Se detiene entonces a contemplarlo y ve su cota rota en el hombro, en el sitio en que había sido herido cuando conquistó a la doncella del lago; la herida se le había empeorado mucho, pues no le había prestado ninguna atención.

—Señor, estáis herido.

—Señora no tengo ninguna herida que me impida cumplir con mi deber en el momento que queráis; os propongo que sea ahora mismo o mañana.

La dama ordena que lo desarmen y ve que la herida era muy grande y profunda; entonces le dice:

—Por Dios, no es necesario que combatáis hasta que estéis curado; puedo aplazar la batalla.

—Señora, tengo mucho que hacer en otros sitios; debemos darnos prisa.

Le responde que en modo alguno permitiría que combatiera en tal estado; hace que vengan varios médicos y lo acuesta en una habitación; así lo retiene durante quince días, hasta que se repuso totalmente.

Al cabo de este tiempo llegó a la corte del rey Arturo la noticia de que la Dama de Nohaut no había sido liberada aún. Keu, el senescal, le dijo entonces al rey:

—¿Creéis que un hombre tan joven puede cumplir con su deber en una situación tan apremiante? Enviadme a mí, pues es necesario un hombre valiente y esforzado.

El rey se lo concede y Keu cabalga hasta llegar a Nohaut, a donde envía por delante a un escudero. Al enterarse de su llegada, la dama y sus gentes montan, salen a su encuentro y lo reciben con mucha alegría. El caballero novel iba también en la comitiva, ya completamente restablecido.

—Señora, mi señor el rey me envía para que entre en combate por vos; me hubiera enviado a mí o a otro hace tiempo, pero un caballero novel le pidió ese don y él tuvo que concedérselo. Cuando el rey se enteró de que vuestra situación seguía igual, me envió para que yo la resolviera.

—Señor, muchas gracias a mi señor el rey, al caballero que envió antes y a vos. El otro caballero no abandonó su deber; al contrario, lo hubiera cumplido el primer día, pero a mí no me corría prisa, pues él estaba herido y ya está curado. Ahora cumplirá con su deber.

—Señora, eso no puede ser; ya que he venido, seré yo quien combata, si no me consideraré afrentado y el rey mi señor no se tendrá por honrado.

Cuando la dama lo oye, se queda muy preocupada y no sabe qué hacer, pues deseaba que fuera el caballero novel el que librara el combate, pero no se atreve a rechazar al senescal porque estaba muy vinculado al rey, y podía perjudicarla o ayudarla. Entonces, toma la palabra el caballero novel y le dice al senescal:

—Señor Keu, yo hubiera combatido el primer día, si mi dama me hubiera dejado hacerlo; estoy dispuesto a luchar ahora mismo y así se lo pido, antes de que nadie libre la batalla en mi puesto, pues yo vine el primero.

—Buen amigo, eso no puede ser así, porque yo he venido.

—Sería una gran calamidad que mi dama fuera engañada y que no combatiera el mejor.

—Tenéis razón, le contesta Keu.

—Entonces, lucharemos los dos, y el que venza librará el combate.

—Estoy de acuerdo.

—Por Dios —interviene la dama—, si Dios quiere no será así; pondré paz en honor de mi señor el rey, que os ha enviado, y para mayor honra de vosotros dos: por mí pueden combatir un caballero, dos o cuantos yo desee. Iré a hablar con el rey de Northumberland, y le diré que librarán la batalla dos caballeros.

De este modo los apacigua la dama, como mujer de gran prudencia.

Por la mañana fueron, del castillo en el que estaban, el rey y su gente a un prado, cerca de Nohaut, en el que se iba a librar el combate. Por su parte, acudieron la dama, los dos caballeros y todos los demás. Tras recordar las condiciones ante todas las gentes, se retiraron. Los cuatro combatientes se alejaron y después fueron unos al encuentro de los otros. Mi señor Keu y el suyo se golpearon en el escudo, quebrando ambas lanzas, pero no cayó ninguno de los dos; desenvainaron las espadas y volvieron a atacarse.

El caballero novel y su enemigo fueron el uno contra el otro; el de Northumberland le golpea con fuerza, de modo que el escudo le da en la sien, pero la lanza vuela hecha pedazos. Por su parte, el caballero novel lo alcanza en la bocla, empujándole el escudo contra el brazo, el brazo contra el cuerpo y el cuerpo hacia atrás, de forma que las riendas se le quedan en la mano, la espalda le golpea contra el arzón posterior y cae al suelo por la grupa del caballo; entonces se le rompe la lanza al joven. Pero el caballero no estuvo mucho tiempo en el suelo, pues pronto se puso en pie. Al verlo, el caballero novel le dice a Keu:

—Señor Keu, ocupaos de éste y dejadme el otro.

Keu no le responde, sino que sigue combatiendo con dureza contra su oponente.

El caballero novel retrocede un poco, descabalga y se dirige a su contrincante; se colocan el escudo sobre la cabeza, la espada en la mano. Comienzan a darse grandes golpes en los escudos y en los yelmos, en los brazos y en los hombros, y en todos los sitios donde pueden alcanzarse. El combate dura mucho tiempo, hasta que el de Northumberland no puede resistir más y va perdiendo terreno poco a poco, mientras que el otro se lo gana a pesar de que el caballero se mantiene como puede, pero eso no le vale de nada, pues lo acosa sin cesar, de forma que se da cuenta de que está en inferioridad y muy por debajo.

Mientras tanto, Keu y el suyo se habían matado a los caballos y estaban combatiendo a pie. Entonces el caballero novel le vuelve a decir a Keu:

—Venid aquí, señor Keu, pues ya veis la situación; dejadme a ése, que tengo más cosas que hacer que pasarme aquí todo el día.

Keu, con gran vergüenza le responde airado:

—Buen señor, conformaos con el vuestro y dejadme el mío.

Entonces el caballero novel vuelve al suyo, que se hubiera defendido si hubiera podido, pero de poco le sirve. Al verlo en tal situación, lo entretiene sin hacerle daño, porque no quería afrentar a Keu acabando demasiado pronto y deseaba que se hicieran las paces. Por fin, tras mucho combatir, Keu vence al suyo, y el rey de Northumberland se da cuenta de que no tiene nada que hacer.

Le pide la paz a la dama y le hace saber que se irá de allí con sus gentes, dejándole libre toda la tierra y que nunca más volverá a hacerles daño a ella o a sus posesiones; así lo confirma con juramentos y rehenes. De tal forma queda restablecida la paz. La dama va al campo de batalla en el que están los dos caballeros combatiendo por ella y les dice que ha conseguido una paz a su gusto, y los separa. El rey de Northumberland abandona el lugar con sus gentes y la dama queda en calma. Por la mañana se marcha Keu a la corte; allí le cuenta al rey cómo había ido todo, y le da las gracias en nombre de la Dama de Nohaut.

El caballero novel se había quedado en Nohaut, pues la dama lo retuvo cuanto pudo y cuando ya no pudo más, lo sintió mucho. Se marchó un lunes por la mañana la dama lo acompañó con numerosos caballeros durante un buen rato, poniéndose a su servicio ella y su tierra. Al fin, el caballero hizo que se volvieron a la fuerza.

Regresaron todos menos el caballero que le había llevado la espada de la reina; éste siguió a su lado con mucho gusto, pues le tenía gran amor y lo apreciaba en su corazón. Hablando con el caballero novel le dijo:

—Señor, estoy a vuestras órdenes y quiero que no os enfadéis por una cosa que he hecho contra vos.

—¿Qué ha sido?

—Que os llevé a combatir contra los dos caballeros que tenían a la doncella del lago, pero lo hice para mayor honra vuestra, y os voy a decir cómo fue. Mi señora dijo que quería probar al caballero que le enviara el rey antes de que entrara en combate por ella; la prueba nos la encomendó a mí y a los dos caballeros que lucharon contra nosotros, y por eso no se atrevieron a llevar más lejos el combate, sino que cesaron cuando os presté mi espada y vos me dijisteis que os los dejara a ambos, porque ellos pensaron que estabais más malherido de lo que en realidad era.

—Y, ¿quién era el caballero grande?

—Señor, era un caballero de gran valor, llamado Autragaís: se había ofrecido a mi señora para librar el combate por ella, a cambio de su amor; ella le respondió que así lo haría si era mejor caballero que el que le enviara el rey. Él deseaba el amor de mi señora por encima de todas las cosas y por eso no se dignó a combatir armado; si os hubiera vencido, hubiera librado la batalla. Ya os he dicho por qué se tendieron estas pruebas; os ruego que me perdonéis por Dios el daño que os he causado.

—Ciertamente, no encuentro daño alguno, y si lo hubo, os lo perdono.

—Señor, muchas gracias. Tened por seguro que estaré a vuestra disposición en todo lugar.

El caballero novel se lo agradece; después, se encomiendan a Dios y se separan el uno del otro.

Se marcha con sus escuderos el caballero novel y decide ir en secreto, de forma que nadie lo pueda reconocer, para conseguir mayor fama y honor. Entra en un gran bosque y cabalga por él durante todo el día sin encontrar aventuras que merezca la pena contar o de las que se deba hablar. Pasó la noche en una casa de religión, en la que le hicieron grandes honores. Por la mañana, deja allí a sus escuderos, encomendándoles que le esperen y que no se muevan antes de un mes, a no ser que lo vean en persona.

Y así se aleja de la casa, que estaba a unas treinta leguas inglesas de Nohaut. Había en aquel monasterio una sepultura que llamaban de Lucano.

Lucano fue sobrino de José de Arimatea, del que saldría el gran linaje por el que fue iluminada Gran Bretaña, pues fueron los portadores del Grial y conquistaron la tierra de los infieles a Nuestro Señor. El cuerpo de Lucano yacía en el monasterio que acabáis de oír.

Cuando el caballero novel se marchó del lugar, cabalgó a la ventura, sin destino fijo, hasta que salió de las tierras de Nohaut. Un día cabalgó hasta mediodía y le entraron muchas ganas de beber; se dirigió hacia un río y al llegar a él, desmontó y bebió; después, se sentó en la orilla y empezó a pensar muy ensimismado. Poco más tarde llegó a la otra orilla un caballero completamente armado, que entró en el vado con ímpetu, de forma que hizo que el agua salpicara al caballero pensativo y lo mojara. Abandona entonces sus pensamientos, se pone en pie y le dice al otro;

—Señor caballero, me habéis mojado y me habéis causado otro enojo al alejarme de mis pensamientos.

—Poco me importáis vos y vuestros pensamientos.

Entonces monta el caballero novel, que quería irse sin pelear con éste, pues intentaba recuperar el dulce pensar en que se encontraba. Entra en el vado para atravesar el río, pero el caballero le dice:

—En mala hora pasasteis, señor vasallo, pues mi señora la reina me ha encomendado la guardia de este vado, para que nadie pase.

—¿Qué reina?

—La mujer del rey Arturo.

Al oírlo vuelve a la orilla y empieza a alejarse. El caballero lo sigue y le sujeta el freno de su caballo.

—Esperad, tenéis que dejar el caballo.

—¿Por qué?

—Porque entrasteis en el vado.

Saca uno de los pies del estribo y al ver que el otro se calla, lo mira:

—Decidme, ¿quién lo ordena?

—La reina.

—¿Lo decís como leal caballero?

Entonces le responde que no hay más órdenes que las suyas propias.

—¿Las vuestras? ¡Por mi cabeza, no os quedaréis con el caballo!

Pero mientras tanto el otro le sujetaba el freno.

—Soltad el freno.

—No lo haré.

Entonces el caballero novel desenvaina la espada hasta la mitad, el otro lo deja y le dice:

—En mala hora habéis desenvainado.

Se aleja un poco, embraza el escudo, se pone la lanza bajo la axila y galopa a su encuentro, golpeándole con tal fuerza que la lanza vuela en pedazos; el caballero novel, por su parte, lo alcanza tan de lleno que lo derriba al suelo; coge su caballo, se lo lleva al vencido, y le dice al entregárselo:

—Tened, vuestro caballo; obré con justica al derribaros, pues fue en mi propia defensa.

El otro considera una gran afrenta el que lo haya derribado, pues no sabe quién es; vuelve a montar y le dice:

—Caballero, decidme quién sois.

—No os lo diré.

Y el caballero novel se aleja remontando el río. El otro vuelve a sujetarle el freno y le dice:

—Sabré quién sois antes de que os escapéis.

—Eso no será hoy.

—Tendréis que combatir conmigo.

—No voy a combatir con vos, pues tenéis muy buena guía, ya que os guía mi señora; pero un hombre valiente y noble no debería causar molestias a los caballeros andantes escudándose en las altas damas.

Y añade que por la reina no quiere luchar contra él. El caballero le responde:

—No soy caballero suyo, por eso debéis combatir contra mí o decirme vuestro nombre.

—Si me prometéis que no sois caballero suyo, yo haré una de esas dos cosas.

—Así os lo prometo.

—Ahora combatiremos, si queréis, pues no os voy a decir quién soy.

—Con eso me conformo.

Toman las espadas y empiezan a golpearse. Era un caballero muy valiente; se llamaba Alibón y era hijo del vasallo del Vado de la Reina, lugar que había recibido este nombre porque fue la reina la que lo encontró antes que nadie, antes de que hubieran pasado dos años desde que la tomó el rey Arturo: fue cuando los siete reyes atacaron a los tres, el día en que Arturo se había alojado cerca del Humber; todos fueron derrotados y cada cual huyó por donde pudo; el rey consiguió reunirse con ella, con mi señor Galván, con el rey Urián, con su hermano el rey Loth de Orcania y con mi señor Yvaín, que aún era muy joven, poco conocido y no había sido armado caballero todavía, y con mi señor Keu, que aquel día realizó la gran proeza con la que alcanzó gran fama, y lo llamaron senescal antes de que lo fuera. Aquel día ocurrió la aventura, pues llegaron al vado y la reina pasó el río huyendo, mientras que Keu dijo que no continuaría corriendo hasta que no supiera por qué. Entonces aparecieron los siete reyes, a la distancia de dos tiros de arco de toda su gente, que iba pensando en el gran botín que había en las tiendas.

El rey Urián aconsejó que atravesaran el río, pues no tendrían nada que temer estando al otro lado; pero Keu dijo que maldito fuera quien pasara sin haber combatido con un rey, «pues son tantos como nosotros».

—Son siete y nosotros somos seis.

—A mí no me importa, pues yo mataré a dos. Que cada uno de vosotros se ocupe del suyo.

Y no mintió, pues mató a uno con la lanza y a otro con la espada; los demás dieron muerte cada uno al suyo. Fue la aventura de mayor honra que tuvo el rey Arturo. Tal fue la aventura del Vado.

Pero ahora hablaremos de los dos caballeros que estaban combatiendo. Es dura la batalla y se han herido en numerosos lugares, pero al fin Alibón no pudo resistir; cuando se da cuenta de que no puede nada, dice que no seguirá combatiendo, pero el otro le responde que no se podrá ir libre.

—¿Por qué? No combatíamos por una querella en concreto, y si la había os perdono.

—Sí que había una querella —contesta el caballero novel—, pues me mojasteis y me causasteis una afrenta.

—Lo repararé a vuestro gusto.

—Os dejo libre.

—Muchas gracias; ahora os ruego que me digáis vuestro nombre.

—No os lo diré.

—No os pese si voy a algún lugar y consigo averiguar cómo os llamáis.

El caballero novel le responde que le parece bien que vaya por donde quiera.

Así se separaron el uno del otro. El caballero del Vado va directamente a la corte del rey Arturo, donde era muy conocido; se presenta ante la reina y le dice:

—Señora, vengo de lejos a veros; os ruego que me digáis, si lo sabéis, quién es un caballero de armas y caballo blanco.

—¿Por qué lo decís? Decídmelo, por Dios o por lo que más queráis.

—Señora, porque os tengo que dar las gracias por lo que él hizo.

—¿Cómo es eso?

Entonces le cuenta lo ocurrido, y todas las palabras, «y pienso, señora, que si le hubiera dicho que lo ordenabais vos, me hubiera entregado su caballo».

—Habría obrado como un loco dándoos su caballo por una mentira, pues nunca os dije que guardarais el vado.

—Señora, aún hizo más: me devolvió mi caballo después de haberme derribado, y eso os lo tengo que agradecer. Luego, combatimos durante un largo rato.

—¿Quién llevó la peor parte?

—Señora, yo, no os quiero mentir. Pero decidme quién es.

—Por Dios, no sé su nombre, ni quién es; sólo sé que mi señor el rey lo hizo caballero el día de San Juan y que después ha realizado grandes hazañas en muchos lugares, ante gente de aquí y de fuera. Decidme si está sano y sin heridas.

—Señora, sí.

Mientras tanto se ha extendido la noticia por la corte y todos se han enterado; el rey está muy contento y también la mayoría de los que la han oído.

Pero la historia no sigue hablando del rey ni de la reina, sino que vuelve al caballero de las armas blancas, que se alejaba.

Historia de Lanzarote del Lago
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