XLIX

Según cuenta la historia, un día le envió la Dama de las Marcas un mensajero al rey Arturo a Camalot, lugar habitual de su residencia, diciéndole que Galahot, el hijo de la Jayana, había entrado en su tierra y se la había conseguido arrebatar, a excepción de los dos castillos que tenía en el extremo más alejado.

—Rey Arturo —añade el mensajero— por eso os pido que acudáis a defender vuestra propia tierra, pues no podrá resistir por más tiempo si no acudís en su ayuda.

—Iré pronto. ¿Hay muchos combatientes?

—Sí, señor. Por lo menos cien mil caballeros.

—Mi buen amigo, decidle a vuestra señora que me pondré en marcha esta misma noche o mañana, para ir a combatir contra Galahot.

—Señor —le advierten sus gentes—, no lo podréis hacer, pues hay que esperar refuerzos; el enemigo tiene una gran tropa y vos tenéis muy pocos hombres aquí. Señor, no debéis arriesgaros.

—Que Dios no me vuelva a ayudar si permito que alguien entre en mi tierra dispuesto a causar daños, y permanezco en la ciudad tanto tiempo como he estado aquí.

Por la mañana se puso en marcha el rey; cabalgaron hasta el castillo de la dama, y allí plantan los pabellones para los más de siete mil caballeros que había reunido el rey, que además había dado órdenes para que acudieran los de lejos y los de cerca, a caballo o a pie, con tantos hombres como cada cual pudiera reunir.

Galahot estaba asediando el castillo con una gran cantidad de hombres a pie, que llevaban saetas envenenadas, y estaban bien armados. Con carros y carretas habían transportado hasta allí redes de hierro en tal cantidad que la retaguardia de su hueste quedaba rodeada, sin que tuvieran nada que temer.

Galahot supo que el rey Arturo había llegado, pero que todavía no tenía mucha gente; ordena entonces que acudan a su presencia los treinta reyes que había vencido y numerosos nobles.

—Señores —les dice—, el rey Arturo acaba de llegar, pero tiene pocos hombres según me han informado; sería poco honroso para mí atacarle en tal situación, pero quiero que algunos de mis hombres le den batalla.

—Señor —le dice el rey de los Cien Caballeros—, enviadme contra él mañana.

—De acuerdo.

Cuando empezaba a despuntar el alba, el rey de los Cien Caballeros se dirige a examinar la hueste del rey Arturo. Cerca del castillo donde está el rey, había una fortaleza denominada Pozo de Malohaut, y que distaba por lo menos siete leguas galesas del castillo. Entre el campamento del rey Arturo y la fortaleza había una elevada colina, más próxima del campamento que de la fortaleza; allí subió el rey de los Cien Caballeros para contemplar la hueste del rey Arturo y le parece que debe tener más de siete mil caballos; a continuación, regresa al lado de Galahot y le dice:

—Señor, he visto su gente; no tiene más de diez mil caballeros.

A sabiendas incrementa el número de los enemigos, pues no quería ser criticado por la gente de Galahot.

—Tomad diez mil de vuestros caballeros —le dice éste—, los que queráis, y atacadles.

—Con gusto lo haré, señor.

Los escogió y se armaron con todo su equipo; después, se dirigió contra la hueste del rey Arturo, que estaba aún sin prepararse ni organizarse.

En el campamento se supo que los caballeros de Galahot se dirigían hacia allí: se arman rápidamente y mi señor Galván se presenta a su tío el rey y le dice:

—Señor, los caballeros de Galahot vienen a combatir contra nosotros, pero no viene el grueso de su ejército y, por tanto, tampoco vos combatiréis.

—Está bien, pero vos iréis a enfrentaros con ellos, llevando cuantos hombres tengáis; divididlos y ordenad vuestras fuerzas, procurando hacerlo con habilidad y prudencia, pues ellos tienen más gente que nosotros.

—Señor, lo haremos lo mejor que podamos.

Mi señor Galván y los otros caballeros atraviesan el tío por el vado, pues la hueste había acampado en la orilla; después de atravesarlo, ordenan las fuerzas.

La gente de Galahot se dirige contra ellos; mi señor Galván envía un cuerpo de su ejército para que les haga frente. Iban frescos, deseosos de entrar en combate y los otros los reciben con ganas, de forma que empieza la batalla. Los hombres de Galahot eran tan numerosos que los de mi señor Galván no pudieron resistir y éste, al ver la situación, envía un segundo cuerpo, después el tercero y luego el cuarto. Cuando ya estaban todos enfrentándose a los diez mil caballeros, acude él mismo a combatir también. Sus siete mil hombres luchan con valor, pero él los supera a todos. Había caballeros muy valerosos entre los hombres de la mesnada del rey Arturo, pero también los hay en el bando de Galahot.

El combate duró mucho tiempo y hubo abundantes hazañas por ambas partes. Las gentes de Galahot no pudieron resistir a la mesnada del rey Arturo, a pesar de que eran más numerosos: fueron derrotados por los siete mil y tuvieron que abandonar el campo.

Cuando el rey de los Cien Caballeros vio que sus gentes se estaban dando a la fuga y que han sido vencidos, lo sintió mucho en el corazón, pues en el fondo era muy buen caballero. Entonces envía un mensajero a Galahot pidiéndole socorro, pues no pueden resistir por más tiempo a la mesnada del rey Arturo.

Galahot manda treinta mil combatientes que acuden con gran rapidez, levantando una abundante polvareda, como es normal con tanta gente. Mi señor Galván los ve de lejos, igual que el resto de los hombres del rey Arturo: si sienten miedo no es de extrañar. El rey de los Cien Caballeros y sus gentes también los vieron venir, y tuvieron una gran alegría; vuelven las cabezas de los caballos y atacan de nuevo al ejército del rey Arturo con extraordinario ímpetu, y éstos les responden igual de bien o mejor aún.

Mi señor Galván y los suyos se retiran, temerosos de la fuerza que les viene al encuentro.

—Señores caballeros —les dice mi señor Galván a sus hombres—, vamos a ver ahora quién combate mejor, pues no nos queda más remedio. Se verá ahora quién ama al rey Arturo y su honor.

A continuación cargan contra el frente del ejército que se aproxima y se golpean unos y otros con tanta fuerza que las lanzas vuelan en pedazos y son muchos los que se derriban. Extraordinario fue el combate de lanzas y espadas. Los hombres del rey Arturo resistían con valor, pero la fuerza de la otra parte es tan grande que, de no haber sido por las proezas de mi señor Galván, todos habrían sido apresados y ninguno podría haber escapado; pero el sobrino del rey Arturo combate tan bien que nadie le puede superar.

Sin embargo, es inútil la habilidad: son tantos los otros que al fin les obligan a retroceder hasta el vado. Allí resistieron valientemente, pero al cabo les hacen entrar en el río.

El combate se produjo delante de la puerta; allí se defendió mi señor Galván hasta que las gentes del rey Arturo lograron entrar; pero tuvieron grandes pérdidas, pues la mesnada de Galahot les hizo numerosos prisioneros. Cuando regresaron había caído ya la tarde. Mi señor Galván no entró por la fuerza en el castillo, y aunque había tenido que combatir tanto y había recibido tal cantidad de golpes, sintió que se retiraran las gentes de Galahot, y desvanecido cayó del caballo sin que nadie le atacara: por el cansancio de todo el día y el esfuerzo realizado lo tuvieron que llevar en tal estado a su albergue. El rey, la reina y los demás temieron por él, y pensaban que podría estar destrozado por dentro por el esfuerzo y las proezas realizadas frente al enemigo.

Cerca de allí estaba la fortaleza de Malohaut. Era señora del lugar una dama que había estado casada, pero su marido había muerto y tenía hijos. Era una mujer muy buena y discreta, y era muy querida y apreciada por cuantos la conocían. Sus súbditos la amaban tanto que si alguien les preguntara: «¿Quién es vuestra señora?», ellos responderían que era la reina de todas las demás.

Esta dama tenía prisionero a un caballero; lo tenía encerrado en una jaula, hecha de piedra tan transparente que él veía a todos los de fuera y los de fuera lo veían a él. La jaula era estrecha y lo suficientemente alta como para que se pudiera poner de pie; tenía de largo la distancia que se alcanza con una piedra gruesa. Allí era donde la dama tenía prisionero al caballero.

La noche del combate se refugiaron en la fortaleza los caballeros de aquella tierra y le contaron las noticias a la dama, que les preguntó que quién fue el que mejor había combatido. Le respondieron que mi señor Galván, y que según su parecer nadie le había superado.

El caballero de la jaula oyó estas noticias y cuando los servidores que lo custodiaban le llevaron la cena, preguntó que quién había sido el caballero de la mesnada de la dama que mejor se había comportado, entre todos los que estaban allí.

—Señores —añade—, que venga a hablar conmigo.

—Así se lo diremos —le responden los servidores.

Se acercaron al caballero y le dijeron:

—Señor, el caballero preso quiere hablar con vos.

Se dirige a la jaula y el prisionero se dirige a él al verlo:

—Señor, os he hecho venir porque os quiero pedir que le roguéis a mi señora que me permita hablar con ella.

—Con mucho gusto lo haré, buen señor.

El caballero se va de la jaula y se dirige a la dama, diciéndole:

—Señora, concededme un don.

—¿Cuál?

—Concedédmelo y os lo diré.

—Decidlo sin preocuparos. ¿Necesitáis alguna cosa? Os lo concedo.

—Gracias, señora; me habéis concedido el que hablaréis con vuestro prisionero.

—Traedlo.

El caballero va a buscarlo y lo acompaña ante la dama; después se retira, dejándolo con ella.

—Buen señor —le dice la dama—, según me han dicho queréis hablar conmigo.

—Así es, señora; soy prisionero vuestro y quería pediros que me dejéis en libertad, pues he oído decir que el rey Arturo está en estas tierras: yo soy escudero pobre, pero me conocen algunos de la mesnada del rey que me darían de inmediato lo suficiente para pagar mi rescate.

—Buen señor, no os tengo prisionero por codicia, sino por Justicia. Sabéis que cometisteis un gran ultraje y por eso os encarcelé.

—Señora, no puedo negar los hechos, pero me vi obligado a actuar así por mi propio honor. Si me pusierais en libertad, obraríais bien, pues he oído decir que hay un combate en esta tierra dentro de tres días, según comentaban esos caballeros en la sala. Si no os parece mal, os rogaría que me permitierais ir; os prometo que regresaré a vuestra prisión al anochecer, si no me lo impide mi propio cuerpo.

—Os lo concedo a condición de que me digáis vuestro nombre.

—No lo puedo hacer.

—Entonces no iréis.

—Dejadme ir y os prometo que os lo diré tan pronto como sea momento de decirlo.

—¿Lo prometéis?

—Sí.

—Id, pero me tenéis que prometer que regresaréis a mi prisión al anochecer, si no os lo impide vuestro propio cuerpo.

Así se lo prometió; ella aceptó la promesa. Regresa a su jaula y allí estuvo aquella noche y todo el día siguiente y su noche…

Las gentes del rey Arturo crecían sin cesar, acudiendo de todas partes. Los hombres de Galahot le preguntan:

—Señor. ¿Se enfrentarán mañana nuestras fuerzas con el ejército del rey Arturo?

—Sí —les contesta Galahot—, escogeré a quienes desee que vayan.

—¿Los elegiréis? Nada de eso, pues si queréis enviar a los mismos de la otra vez, todos los demás irán también, os guste o no, porque están deseosos de combatir y nadie podrá retenerlos. Enviad a los que todavía no han luchado y que los otros se queden con vos.

—Está bien. Esta vez irán los nueve mil que no han entrado en combate aún, y de mañana en tres días iré yo mismo.

Pasó la noche y al amanecer el rey Arturo ordenó que ninguno de sus caballeros atravesara el río, que se armaran en el mismo campamento, que organizaran a sus hombres, y que cuando vieran a la gente de Galahot pasaran el tío.

Los caballeros de aquella región, los de la ciudad del Puy de Malohaut y los de las tierras de alrededor acudieron al campamento. La señora de la fortaleza le dio a su prisionero un caballo, un escudo rojo y las mismas armas que tenía antes de ser apresado, pues no deseó tener otras. Por la mañana salió de la ciudad y se dirigió hacia donde estaba la hueste del rey Arturo; vio los caballeros de ambos bandos armados y se detuvo en el vado, sin atravesar el río. Por encima del vado había un lugar oculto desde el que el rey Arturo, la reina, sus damas y doncellas contemplaban el campamento; y allí se había hecho llevar también mi señor Galván, a pesar de estar tan débil como estaba. El caballero del escudo rojo se detuvo junto al vado y se apoyó en la lanza; al poco tiempo llegaron al galope las gentes de Galahot.

En el primer cuerpo del ejército viene el rey al que había vencido antes que a ningún otro; cuando ya estuvieron cerca, éste se aleja de su gente, embraza el escudo y se adelanta completamente solo. Los cobardes de la hueste del rey Arturo y los que hablaban demasiado de proezas empezaron a gritar: «¡Vienen sus caballeros!, ¡ahí están!». El rey Primer Vencido se acerca mucho, y los cobardes le dicen al caballero del escudo rojo: «Señor caballero, ahí viene uno de los suyos. ¿A qué esperáis? Viene completamente solo». Se lo repiten muchas veces, pero no les responde ni una palabra. El rey Primer Vencido se acerca con rapidez.

Los muchachos le han dado tantas voces sin éxito al caballero del escudo rojo que están enfadados. Uno se le acerca, le quita el escudo del cuello y se lo cuelga a sí mismo, sin que el caballero se mueva. Otro joven, que iba a pie, piensa que el caballero estaba loco: baja al río y toma un puñado de arena; se lo arroja al nasal del yelmo.

—Maldito cobarde —le grita—, ¿en qué pensáis?

La arena estaba mojada y el agua le entra en los ojos: los cierra, luego los vuelve a abrir y oye todo el ruido que hay a su alrededor. Presta atención y ve al rey Primer Vencido que está muy cerca. Pica espuelas a su caballo, baja la lanza y va contra él. El rey le golpea en medio del pecho: su loriga era fuerte, no puede pasarla y la lanza vuela hecha pedazos. Por su parte, el caballero le golpea con tanta fuerza que lo derriba al suelo, a él y a su caballo. Cuando el caballo se vuelve a levantar, el muchacho que le había quitado el escudo y se lo había puesto al cuello, lo sujeta por el freno.

El caballero ni siquiera lo miró: si hubiera querido podría haberlo cogido antes que el joven, pero no le interesaba eso. Entonces se acerca el muchacho que le había cogido su escudo y se lo pone al cuello:

—Tomad, señor —le dice—, será mejor empleado de lo que yo creía.

El caballero presta atención y ve que el joven le está poniendo el escudo; no se extraña de nada, sino que se limita a cogerlo. Los compañeros del rey vencido pican espuelas al ver a su señor en el suelo. Las huestes del rey Arturo se preparan, llegan al vado y atraviesan el río.

Se enfrentan unos caballeros con otros. El del escudo rojo galopa hacia uno de los hombres del rey vencido; lo golpea, derribándolo, y su lanza vuela hecha pedazos. Tras él se acerca un muchacho y toma el caballo.

Es duro el combate por ambas partes. Las huestes del rey Arturo atraviesan el río sin cesar, y las gentes de Galahot llegan desde el otro lado, deseosas de combatir contra los del rey Arturo. Estos los reciben con las puntas de las lanzas: ese día hubo muchos muertos y muchos heridos, y por ambas partes se esforzaron en guerrear bien, aunque los hombres del rey Arturo lo hicieron mejor; no les quedaba otro remedio, pues eran menos, ya que no son más de veinte mil, mientras que los otros son cuarenta mil.

Duró mucho el combate y la batalla fue extraordinaria: numerosos caballeros realizaron grandes proezas; los compañeros del rey Arturo se esforzaron y destacaron especialmente los caballeros más famosos de su mesnada. Pero entre todos destacó el caballero de las armas rojas, que al anochecer desapareció sin que nadie supiera qué había sido de él.

El rey teme perder sus tierras y su honra; sus hombres le han fallado —tal como le habían advertido los clérigos más sabios— y él se siente lleno de temores. Galahot, por su parte, habla con sus gentes, diciéndoles que no ha ganado ningún honor al combatir contra el rey Arturo tal como lo ha hecho, ya que el rey tiene muy pocas gentes, «y si yo conquistara su tierra —añade—, no ganaría honra, sino vergüenza».

—Señor —le preguntan sus hombres—, ¿qué queréis decir?

—Os lo voy a explicar. No me agrada seguir combatiéndole así, y le voy a conceder tregua por un año, para que traiga aquí a todas sus fuerzas; entonces ganaré más honra que ahora al combatirle.

Así pasa aquella noche hasta que amanece. Al alba llega al campamento del rey Arturo un hombre de santa vida y sabio. Cuando el rey se entera de su llegada, se sintió muy reconfortado y le pareció que Dios le enviaba socorros. Montó el rey y salió a recibirlo acompañado por mucha gente; lo saludó con humildad, pero el santo varón no le devolvió el saludo, sino que contestó como hombre enfadado:

—No me importáis ni vos ni vuestro saludo, y en poco lo estimo, pues sois el más viejo pecador de todos los pecadores: podréis comprobarlo en breve, pues estáis a punto de perder todo honor terrenal.

Entonces se apartan un poco y cabalgan juntos el rey y el anciano.

—Buen maestro —le pregunta el rey—, decidme por qué no os importa nada mi saludo y por qué soy el más viejo pecador.

—Te lo voy a decir, pues sé quién eres bastante mejor de lo que tú lo sabes. No ignoras que fuiste engendrado y que naciste fuera del matrimonio legal, y tu origen fue un pecado tan grande como es el del adulterio: debes saber que ningún hombre mortal te concedió el poder que tienes, sino que fue Dios quien te lo dio como muestra de su buena voluntad. Sin embargo, tú lo has conservado mediante la destrucción, pues no haces justicia ni al pobre ni al indigente, que no se pueden acercar a ti, y escuchas y honras al rico desleal porque tiene riquezas, pero para el pobre recto no hay ley por su pobreza. Los derechos de las viudas y huérfanos han perecido en tu señorío; Dios te pedirá cuentas con severidad por todo ello, pues Él mismo dijo por boca del profeta David que es el protector de los pobres, sostén de los huérfanos y que destruirá los caminos de los pecadores.

—Así has guardado al pueblo que Dios te había dado para que lo gobernaras en la tierra; por eso serás destruido, pues Dios aniquilará a los pecadores y, por tanto, te aniquilará a ti, pues eres el más viejo pecador de todos los pecadores.

—Ay, mi dulce maestro, por Dios, aconsejadme, pues siento gran temor.

—Es sorprendente que pidas consejo y que pienses seguirlo.

—Mi buen maestro, creeré todo lo que me digáis.

De este modo fueron hablando los dos hasta la tienda del rey. En este momento volvió a tomar la palabra el rey, y dijo:

—Buen maestro, aconsejadme, por Dios, pues me es menester.

—Los consejos llegarán a tiempo, si los queréis creer, y te indicaré el camino de Nuestro Señor. Ve ahora a tu capilla y llama a tus más altos nobles y los clérigos más sabios de los que tengas noticia entre los que están en el campamento. Después, confiésate a todos ellos juntos de todos los pecados que la lengua pueda descubrir con el recuerdo del corazón; considera que tu corazón está siempre contigo, igual que tu boca, y la confesión no es válida si el corazón no se arrepiente de lo que la lengua dice. Tú estás muy alejado del amor de Nuestro Señor por tu pecado y no volverás a acercarte si no es mediante la confesión de la lengua y el arrepentimiento del corazón, en primer lugar y, después, por los sacrificios del cuerpo y por las limosnas y por las obras de calidad. Tal es el camino recto que lleva a Nuestro Señor. Confiésate de ese modo y recibirás la penitencia de manos de tus confesores, como muestra de humildad. Si yo pudiera confesarte, lo haría, pero nadie debe hacerlo si no ha sido ordenado, a no ser en caso de necesidad; por eso no debo oír tu confesión, pues tendrás suficientes confesores de la Santa Iglesia. Después de confesarte volverás a mí y Dios te enviará consejo, si no te lo impide la falta de fe. Vete ahora y haz lo que te he dicho, y no dejes de confesar nada de lo que tu conciencia te pueda reprender.

El rey hizo llamar entonces a sus arzobispos y obispos, de los que había muchos en la hueste. Cuando ya estuvieron reunidos en la capilla, el rey se presentó ante todos desnudo, en calzas, llorando y lamentándose; llevaba muchas varas delgadas en las manos; las arrojó delante de ellos, diciendo entre sollozos que tomaran venganza sobre él en nombre de Dios, «pues soy el pecador más vil y desleal del mundo».

Cuando lo oyeron se quedaron admirados, y le empezaron a preguntar:

—Señor, ¿qué es esto? ¿Qué os ocurre?

—Me presento a vosotros como ante mi padre; quiero confesar ante Dios mis grandes culpas, y que las oigáis vosotros, pues soy el pecador más vil de cuantos han existido.

Sintieron entonces una gran compasión por él y empezaron a llorar. El rey se mantuvo arrodillado ante ellos, desnudo y descalzo, hasta que confesó a su parecer todos los grandes pecados que pensaba haber cometido. Después le pusieron penitencia y él la recibió con gran humildad.

Luego, volvió al lado de su maestro, que le preguntó al punto cómo lo había hecho. Le respondió que se había confesado de todos los grandes pecados que creía haber cometido y que podía recordar. El anciano le dijo:

—¿Te has confesado del pecado que cometiste con Ban de Benoic, que murió a tu servicio y su mujer quedó desheredada tras la muerte de su señor? Y no hablaré de su hijo, al que perdió igualmente, pues una pérdida es bastante más ligera que la otra.

El rey se quedó sorprendido y respondió:

—Ciertamente, maestro, de eso no me he confesado y es un pecado muy grande, pero me olvidé.

Volvió el rey a la capilla y encontró a los clérigos que aún seguían allí, hablando de la confesión que acababa de hacer, y se acusó de su pecado. Pero no le pusieron penitencia ni por éste ni por otros pecados, pues no conseguían llegar a un acuerdo entre todos: decidieron aplazar la decisión hasta después de la guerra, en que se aconsejarían con más tranquilidad.

Regresó el rey con su maestro y le contó todo:

—Mi buen maestro, por Dios, aconsejadme y os prometo cumplir todo lo que me digáis; os creeré en todo, pues estoy preocupado porque me abandonan mis propios hombres, a los que tanto había querido.

—Ay —le contesta el anciano—, no es extraño que te abandonen tus hombres, pues es la primera manifestación que te ha hecho Dios para que te dieras cuenta de que te iba a desposeer de tu poder, y por eso te privaba de los que lo han mantenido durante tanto tiempo; unos te han abandonado por su propia voluntad: les debíais haber hecho grandes honores, haberles concedido extensos dominios y abundantes compañías; es la baja nobleza de tu tierra la que te debe sostener, pues el reino no puede mantenerse si la mayor parte de la gente no está de acuerdo. Éstos te han abandonado por su propia voluntad. Los que te han dejado en contra de tu voluntad son los miembros de tu séquito, a los que les has concedido grandes riquezas y los has nombrado señores de tu casa, te han dejado en contra de su voluntad porque Dios lo ha querido así y a los designios de Dios no puede resistir nadie. De este modo te abandonan todos; otros acuden por los bienes que les concedes y que les concederás: así, unos vienen a la fuerza y los otros de grado. Los que vienen por la fuerza no te valen más que si estuvieran muertos, pues no puedes contar con sus corazones, y cuerpo sin corazón nada vale. Piensa ahora qué utilidad tienen escudos, lorigas, espadas o fuerza de caballos sin el corazón de los hombres: no valen para nada. Si estuvieran a tu lado todos los reyes que han existido desde los comienzos del mundo, y estuvieran todos armados, te servirían tan poco como éstos si su corazón estuviera fuera de ellos. Lo mismo ocurre con los que acuden a la fuerza a ayudarte: sólo dominas los cuerpos, pues no posees su corazón, antes bien, lo has perdido. ¿Te parece que miento?

—Ciertamente, maestro, bien me doy cuenta de que decís la verdad; pero, por Dios, aconsejadme, ¿qué puedo hacer? Los que conocen mis preocupaciones me han dicho que así ocurriría. Y ya que me habéis aconsejado en tantas cosas, por Dios, dadme consejo también en ésta, para que yo pueda recibir socorro, si puede ser.

—Te voy a decir qué debes hacer. Vas a recibir consejo y socorro en breve; pronto verás lo que hace Dios para reparar tu falta hacia Él y hacia el siglo. Debes regresar a tu país; te detendrás en todas las buenas ciudades, en unas más, en otras menos tiempo, según los deseos de cada ciudad. En cualquier caso, permanecerás hasta que conozcas las razones justas y las injusticias grandes y pequeñas de cada lugar, pues los pobres se alegrarán mucho más si el derecho le concede su reclamación estando tú delante que si estuviera cualquier otro, y por todas partes irá diciendo que tú le has impartido justicia favorable. De tal modo tiene que obrar el rey que desea alcanzar el amor de Dios y del mundo: el amor del mundo con humildad; el de Dios, con justicia. Así empieza a conquistarse el honor y el amor. Después de esto te voy a decir qué deberás hacer. Mientras permanezcas en las ciudades, convocarás a los más altos hombres de tu tierra y a todos los caballeros, pobres y ricos, que acudirán con gusto y de grado. Saldrás a su encuentro, los recibirás con gran acompañamiento, con grandes honores y fiestas, y les darás un hermoso séquito. Cuando veas a los escuderos pobres ocupando el lugar correspondiente a su pobreza, y que a pesar de las proezas realizadas, están abajo con las demás gentes pobres, no olvides que tras su miseria y su bajo linaje hay una gran riqueza de corazón, mientras que muchas veces se envuelve con gran abundancia de oro y de tierras la pobreza de corazón.

Pero como por ti mismo no podrás reconocer a los buenos y a los malos de cada lugar al que vayas, llama a tu lado a los caballeros más leales y destacados con las armas; con su testimonio repartirás el bien y el honor en su tierra, pues nadie conoce a los buenos tan bien como el que está lleno de valor y de virtudes. Cuando te indique quién es el bueno pobre que se había colocado lejos entre los demás pobres, por mucho que te agrade la compañía del alto noble, levántate y ve a sentarte junto al pobre, pregúntale por su situación y habla con él, y que él hable contigo.

Entonces dirán todos: «¿Habéis visto al rey, lo que ha hecho, que ha dejado a los ricohombres por éste, que es pobre?». De este modo te ganarás el amor de la gente baja, pues será una gran muestra de humildad. La humildad es una virtud con la que se puede acrecentar y aumentar el honor y la fama; no verás a un hombre de elevada posición con buen sentido y virtuoso, que si tú te levantas de su lado para darle compañía a uno más pobre, que no lo considere como un gesto de buen sentido y lleno de mérito. Si los locos lo interpretan mal, eso no debe importarte, pues el vituperio del loco se olvida, y la alabanza del sabio da prestigio y valor. Después de haber permanecido al lado de los pobres, les darás compañía a los nobles, que son miembros de tu reino, y por los unos no se debe agraviar a los otros.

Después de haberte quedado en la ciudad el tiempo que hayas querido, te marcharás con todo tu séquito. Entonces se prepararán los buenos caballos y las buenas armas, los ricos tejidos de seda, la rica vajilla de oro y plata, la abundancia de dinero; monta un caballo de los tuyos que consideres adecuado para el pobre bueno del que te hablaron durante tu estancia: cuando lo veas, acércate a él, exprésale alegría, descabalga y haz que monte, diciéndole que quieres que lo monte por tu amor. Después ordena que le den de tus dineros cuanto consideres oportuno. Le regalarás el caballo por sus méritos y el dinero para que sea generoso en sus gastos. De este modo te comportarás con el pobre, pero también debes hacer regalos a los vasallos pobres, aunque tengan lo suficiente en sus casas. Les darás vestidos y caballos que los lleven en casos de necesidad, pero procura que sean siempre los caballos en que tú estarás montado en ese momento, pues así dirán por todas partes que tienen el caballo que estabas montando. Así obrarás con respecto a los vasallos pobres; pero además debes socorrer sus necesitados feudos con buenas rentas y tierras ricas, a cada uno según su categoría, pues no por ello vas a perder nada, sino que ganarás sus corazones, pues las tierras estarán mejor guardadas si son muchos hombres que si eres tú solo: tu poder se apoya en ellos y por eso debes preferir que tus nobles tengan con honor una parte de tus tierras en vez de que pierdas vergonzosamente lo uno y lo otro.

Después harás regalos a la alta nobleza, a los reyes y a los duques, a los condes y a los barones; les darás las ricas vajillas, las bellas joyas, los hermosos tejidos de seda, las aves bien adiestradas y los caballos, no es tan importante hacerles regalos de mucho valor como el regalarles cosas bellas y agradables, pues no se les debe regalar a los ricos cosas caras como si fueran agradables, sino cosas agradables como si fueran caras, pues resulta absurdo fundir una riqueza con otra.

A los pobres se les debe regalar cosas más valiosas que bellas y más útiles que agradables, pues la pobreza necesita mejorar, mientras que la riqueza sólo necesita deleite; y además, no se debe dar a todos lo mismo, pues no se le regalará a nadie algo de lo que tiene mucho.

Así deberás comportarte, si quieres obrar con justicia; y del mismo modo deberá hacerlo la reina con respecto a las damas y a las doncellas de la tierra a donde vaya: seguiréis las recomendaciones del sabio, que dice que tan alegre debe estar el que da como el que recibe; no se debe dar con mala cara, sino con gesto alegre, pues en ello hay doble mérito, mientras que el dar a regañadientes no tiene valor. Y, además, hay otra razón por la que no deberías cansarte de hacer regalos: bien sabes que nadie te atacará ni te vencerá mientras seas generoso. Al contrario, por reservarte demasiadas cosas te puede ir todo peor: nadie fue destruido por su generosidad, pero son muchos los que han perdido sus tierras por avaricia. Regala siempre y siempre tendrás para regalar, pues todo lo que des quedará en tu tierra y de muchas otras tierras llegarán regalos a la tuya; y no te faltará de nada para regalar, mientras así lo desees, pues no gastarás el oro y la plata de tu tierra, sino que te servirán como el agua sirve a la rueda del molino; por eso debes ser generoso. Si lo haces así, ganarás honra en el mundo, te ganarás los corazones de tus gentes y el amor de Nuestro Señor: ésas son las recompensas establecidas y nadie debe pensar en alcanzar ningún otro premio. ¿Te parece que te aconsejo de buena fe?

—Mi buen amigo, ciertamente me habéis aconsejado bien y lo haré todo según me lo habéis ordenado, si Dios me lleva de nuevo a mi tierra con honra. Pero, por Dios, dadme algún consejo sobre el significado de mi sueño, pues los que me lo interpretaron me dijeron que nada podría impedir que yo perdiera mi tierra, a no ser el león acuático y el médico sin medicina con el consejo de la flor. Explicadme estas tres cosas, si puede ser, pues no las entiendo y vos me las aclararéis si tal es vuestra voluntad.

—Escucha. Ya te he dicho por qué has perdido el corazón de tus gentes y cómo lo podrás recuperar. Ahora voy a explicarte las tres cosas que quieres saber, de forma que las verás y reconocerás con toda claridad, a pesar de que ellos ignoraban lo que te habían interpretado, igual que el loco ignora lo que dice y no sabe si lo que dice es verdad o no. Te voy a decir la verdad: con razón te dijeron todo, pues el león es Dios. Dios está simbolizado por el león, ya que la naturaleza de este animal es muy distinta de la de los otros animales; resulta sorprendente que lo llamaran acuático. Lo denominaron así porque pensaron haberlo visto en el agua; pero esa agua era el mundo, pues del mismo modo que el pez no puede vivir sin agua, así nosotros no podemos vivir sin el mundo, es decir, sin las cosas del mundo, que rodeaban a los que te dijeron que habían visto al león: por eso les pareció que estaba en el agua, pues si hubieran sido como deberían ser, leales, castos, caritativos, piadosos, religiosos y llenos de todas las virtudes, no habrían visto al león en el agua, sino arriba, en el cielo; pues el cielo es el mundo duradero preparado para el hombre que viva de acuerdo con los preceptos de su Creador. El que vive de este modo, no es terrenal, sino celestial, pues aunque su cuerpo pertenezca a este mundo, su corazón es del cielo por sus buenos pensamientos. La tierra es fosa y enterramiento del hombre que vive contra razón, es decir, con orgullo, crueldad, traición, avaricia, codicia, lujuria y con otros pecados dignos de condena. Tales eran los clérigos que interpretaron tu sueño y por eso creyeron haber visto al león en el agua, que es símbolo de pecado. Sin embargo, no estaba en el agua, pues Dios no vivió nunca en pecado, sino que siempre estuvo en su glorioso trono, pero el aire era tan espeso entre Él y los clérigos que éstos lo veían como si estuviera donde ellos estaban, es decir, en el agua: su gran sabiduría les permitió ver la figura del león después de mucho estudio, pero como era una sabiduría totalmente terrenal, sólo gozaron de la vista del león, y no llegaron a saber qué era, pues ellos eran terrenales y el león era celestial. Por eso no veían lo que significaba y pensaron que estaba en el agua, y por eso se equivocaron, llamándolo acuático. El león es Jesucristo, que nació de la Virgen, pues del mismo modo que el león es el señor de todos los animales, así Dios es señor de todas las cosas. El león tiene además otra cualidad y por eso simboliza también a Dios; pero no voy a hablar ahora de esa cualidad. Basta que sepas que de ese león recibirás auxilio, si alguna vez lo recibes. ¿Has comprendido quién es el león y por qué fue llamado acuático?

—Maestro, lo he entendido muy bien, y me lo habéis explicado con toda claridad, pero por Dios, habladme del médico sin medicina, pues nunca hubiera pensado que pudiera existir un médico sin medicina y no llego a imaginar qué simboliza.

—Cuanto más te miro, más loco me pareces, pues si tuvieras un poco de sensatez podrías comprender esas dos cosas a la vez. Pero ya que he comenzado a enseñarte y a aconsejarte a partir de lo más alto y noble, como sería la corona real, ahora seguiré por la cabeza. No lo voy a hacer porque tú lo merezcas, sino por tu pueblo; por eso te voy a decir quién es el médico sin medicina: es Dios, y no existe ningún otro médico que cure sin medicinas, pues todos los demás reciben de Él sus habilidades, el poder de conocer las enfermedades del cuerpo y su corazón. Todo esto se debe a los conocimientos que tienen los médicos, que los reciben de Dios, igual que las virtudes de las hierbas que curan el cuerpo; pero sólo pueden sanar los cuerpos, y no siempre, pues muchas veces sucede que tras haberse esforzado en sanar a alguien, éste muere. Y aunque puedan curar las enfermedades del cuerpo, no pueden hacer nada con las del alma. Pero Dios es poderoso, pues tan pronto como se le acerca un hombre que se haya confesado, por muchos pecados antiguos que tenga, Dios no dejará de mirarlo; y tan pronto como lo mire, no necesitará ninguna otra medicina, ni más médico, ni precisara de emplearlos, sino que la herida quedará curada y limpia tan pronto como lo haya mirado. Ése es el médico sin medicina que no utiliza ningún medicamento para las heridas del cuerpo y del alma y lo cura todo con su dulce mirada. Los médicos mortales no obran así, pues tras ver las heridas tienen que buscar las hierbas adecuadas y las medicinas convenientes para esa enfermedad; y a veces todo está perdido, pues la muerte manifiesta su poder. El auténtico médico es el que con su mirada da salud a las enfermedades del alma y del cuerpo, aleja la muerte cuanto quiere y evita para siempre la muerte del alma. Tal es el médico sin medicina. Ten por cierto, si te has confesado de todo corazón, que tu alma ha quedado curada, igual que tu cuerpo; no serás deshonrado en la tierra, ni tu alma caerá en la muerte eterna, pues Él te guardará de todos los peligros. Éste es llamado, con justo nombre, médico sin medicina.

—Bien puede ser así —dice el rey—, pero ahora me encuentro más perdido que antes, con respecto al consejo de la flor, pues es evidente que las flores no pueden aconsejar ya que no hablan, y no se me ocurre cómo puede llegar a hablar.

—Ciertamente, lo vas a ver de forma clara: ni verás al león, ni puedes esperar al médico sin medicina sin el consejo de la flor; y si alguna vez logras vencer el dolor que te aflige, será por el consejo de esa flor. Así pues, voy a decirte quién es esa flor y de qué modo te salvará su consejo. Esta flor es la flor de las flores; de ella nació el fruto que alimenta a toda la gente, el fruto con el que se mantiene el cuerpo y se nutre el alma; es el fruto que salvó a las cinco mil personas en el campo, cuando los doce cestos se llenaron de pronto; es el fruto que sostuvo a los hijos y al pueblo de Israel durante cuarenta y cinco años en el desierto, cuando, según dice la escritura, comieron el pan de los ángeles; es el fruto que mantuvo a José de Arimatea cuando vino de la Tierra Prometida a esta extraña tierra por orden de Jesucristo y guiado por Él mismo; es el fruto que nutre diariamente a la Santa Iglesia, es Jesucristo, el Hijo de Dios. De la flor que dio ese fruto debes recibir el consejo y el socorro, si es que alguna vez llega a obtenerlos. La flor es la dulce madre de Jesús, la gloriosa Virgen, de la que nació contra las normas de la naturaleza. Esa señora, con razón es llamada flor, pues ninguna mujer, antes que ella, tuvo un hijo sin haber sido desflorada mediante la relación carnal. Pero esta virginal dama y doncella fue virgen antes y después, sin perder en ningún momento su virginidad. Por eso debe ser llamada flor de las flores, pues guardó su gloriosa flor sana y entera en el momento en que todas las demás flores perecen, es decir, en la concepción y en el parto, y de ella nació el fruto que da vida a todas las cosas. Esta flor te dará el verdadero consejo, pues te recordará a su dulce hijo y te enviará el auxilio necesario para que recibas el honor que has empezado a perder. Y si no salvas tu alma y tu cuerpo gracias a esta flor, nadie podrá salvarte, pues nadie ocupa un lugar tan próximo al Salvador como ella. Ella no cesará de interceder por los pobres y si honras a esta flor, su ayuda te protegerá de todo peligro. Ésa es la flor que te dijeron los clérigos, aunque ignoraban su significado; esa es la flor por la que el auténtico león y el alto médico sin medicina evitarán que pierdas tierra y honor, si quedan a tu lado. ¿Qué te parece? ¿Piensas que he sido un buen intérprete de tu sueño?

—Ciertamente, maestro, me lo habéis explicado muy bien y habéis conseguido reconfortarme de tal modo que me parece haber escapado ya de todos mis miedos, pues ahora está más a gusto mi corazón; te prometo por Dios que obraré según me has dicho, si es que regreso con honra a mi tierra.

Mientras que hablaban de este modo llegaron dos caballeros de la mesnada de Galahot. Al verlos venir, el rey ordenó que se le presentaran, y así lo hicieron. En primer lugar habló el rey llamado Rey de los Cien Caballeros; el otro era el rey Primero Vencido, que fue el primero derrotado por Galahot. El rey Arturo, que sabía mucho de honrar a los valientes, los recibió con honores y se levantó ante ellos sin saber quiénes eran.

—Señor rey —dijo el rey de los Cien Caballeros—, Galahot, señor de las Extrañas Islas, de quien somos vasallos, me envía aquí para que os digamos que le sorprende que, a pesar de vuestro poder, hayáis venido tan pobremente a defender vuestras tierras contra él, pues había oído decir que erais el rey más poderoso del mundo. Por eso le parece a mi señor que no recibirá gran honra al vencer a un rey como vos, teniendo tan poca gente, pues estáis en desventaja. Mi señor os concede tregua por un año, para que reunáis en este mismo lugar todo vuestro poder, y él convocará a todas sus fuerzas, que tampoco están aquí. Entonces, tenedlo por seguro, no se irá hasta que os haya derrotado y sometido toda vuestra tierra; para dentro de un año, le cueste lo que le cueste, tendrá en su mesnada al caballero de las armas bermejas que ha vencido en el primer encuentro.

—Señores, he oído bien lo que habéis dicho, pero si Dios quiere, nunca tendrá poder ni dominio sobre mí ni sobre mis tierras.

Tras estas palabras se marcharon los mensajeros y el rey se quedó muy contento y muy temeroso: contento por las treguas que le habían concedido, y temeroso por el buen caballero que Galahot pensaba tener en su mesnada, a pesar de que había combatido en defensa de la tierra del propio rey Arturo.

Entonces lo llama el anciano y le dice:

—Ya puedes ver que la alta flor te lleva hacia el alto león y hacia el médico sin medicina que te salvará si tú no lo pierdes, por pereza.

—Maestro, bueno ha sido el comienzo, pero siento miedo por el buen caballero que ha defendido mis tierras y que, según fanfarronea Galahot, se convertirá en hombre suyo. Maestro, ¿quién es? No lo conozco.

—Dejadlo estar, pues ya se verá en qué quedan las fanfarronadas.

—Ay, maestro, decidme al menos si estará con él dentro de un año.

El anciano le responde que sí. Con eso el rey se quedó tranquilo y a gusto. Entonces empezaron a marcharse las gentes de Galahot, y el rey Arturo despidió a las suyas, pidió licencia a su maestro y regresa a su país, llevando en una litera a mi señor Galván, que estaba gravemente enfermo.

Pero ahora la historia deja de hablar del rey Arturo, de Galahot y de sus mesnadas y vuelve a hablar de la Dama del Puy de Malohaut, que tenía prisionero al Buen Caballero.

Historia de Lanzarote del Lago
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