XVIII
La paz hecha entre Claudás y los nobles de Gaunes, cuenta la historia que Farién y su sobrino fueron en búsqueda de los niños; los guió el criado que había ido con Lambegue, que se lo entregó la Dama del Lago para que lo acompañara al regreso. Al tercer día llegaron al lago: grande fue la alegría que les mostraron, pero Boores estuvo más contento con la llegada de Lambegue que Lionel con la de Farién, pues estaba muy enfadado con él porque había tardado tanto y además, le tenía tanto cariño a la doncella que se lo había llevado de Gaunes, que no quería ninguna otra compañía y no temía nada ni amaba a nadie como a ella. No obstante, por mandato de la doncella, fue corriendo a Farién con los brazos extendidos, y abrazó también a su mujer, a la que estimaban mucho él y su hermano. Pero después, le regañó a Farién con dureza, hablándole como si tuviera gran formación:
—Señor Farién, no estoy contento con vos, pues no vinisteis a mi lado; en cambio, Boores debe amar a su maestro que vino a reconfortarle en sus tristezas; si no hubiera sido por mi señora, no os hubieran ido a buscar, porque yo me puedo pasar de vuestro magisterio a partir de ahora.
Lionel no dijo nada más, ya había dicho suficiente. Cuando lo oyó la doncella que tanto lo quería, se adelantó y le juró que no lo volvería a amar si seguía diciendo tales estupideces y que procurara hacer lo que le dijera Farién. Éste se entristeció mucho con lo que había oído, pero respondió con más cortesía de la que tenía escrita en su corazón:
—Señor, no debo tomar a mal nada de lo que me digáis, por grave que sea, pues un señor joven no puede alejarse de su servidor por haberle dicho palabras inoportunas. Si tuvierais la edad de Lambegue, tarde os arrepentiríais. Muchos conocen el trabajo que he tenido para evitar que vuestra tierra fuera destruida y aniquilada, y para que no murieran o perdieran sus bienes muchas personas.
—¡Bien la habéis protegido defendiendo a Claudás y salvándolo de la muerte!
—Lo defendí porque debía hacerlo y así lo haría mañana también si fuera mi señor como era entonces.
En ese momento se adelanta el criado que los había acompañado y le dice a Lionel:
—¡Ay, señor, no le digáis tales palabras a vuestro maestro, pues por la Santa Cruz, lo considero como a uno de los caballeros más leales de cuantos han llevado escudo y aún diría mucho más si no estuviera él aquí, pues se me podría tener por adulación.
Así dejaron de hablar Lionel y su maestro, y el criado, que había estado en Gaunes, contó las proezas que vio realizar a Lambegue y a Farién, y cómo Lambegue se puso en peligro de muerte para salvar al pueblo y a la ciudad, y que Claudás se los quería dar como feudo si se hacían vasallos suyos. El criado contó tantas hazañas de ambos que la Dama del Lago los contemplaba con admiración, como todos los demás que estaban allí.
No pasó mucho tiempo antes de que Lanzarote volviera del bosque, y al regresar mostró una gran alegría a sus compañeros por los maestros; Lambegue le contó a Farién las profundas palabras que había dicho cuando Lionel estaba llorando por su tierra a orillas del Charosque y después le contó cómo Leonches, el señor de Paerne, pensaba que era el hijo del rey Ban.
Por la noche, Farién observó el comportamiento de Lanzarote, sorprendiéndose por su forma de ir y venir, y por sus palabras, que resultaban agradables de oír: lo apreciaba en el corazón más que a ningún niño de los que conocía.
Así estuvieron juntos los tres jóvenes mucho tiempo, hasta que murió Farién, a quien le hicieron gran duelo, pues era considerado como hombre noble y valiente. Su mujer y dos hijos suyos se quedaron con la Dama del Lago; Lionel los armó caballeros más tarde: uno de ellos se llamaba Anguins y el otro, el más joven, Tataín; fueron hermosos y muy valientes.
Pero aquí deja la historia de hablar de ellos, de los tres primos y de su séquito durante un tiempo y vuelve a hablar de las dos reinas que eran hermanas y que vivían juntas en el Monasterio Real.