XXII
Amor, acaso tú que recorres mi sangre
sepas dónde nace este arroyo,
acaso te hayas sentado en su orilla
viendo copiarse los árboles y el crepúsculo.
Acaso te hayas entristecido
oyendo los violines,
y hayas deseado que este arroyo
fuera siquiera un río modesto,
para ahogarte tranquilamente
en sus aguas espesas y saladísimas.
Es difícil que puedas suicidarte,
porque ninguna profundidad
te llega al hombro
y ningún cuchillo es más afilado que tu cuello.
Amor, ¿dónde acomodaremos esta tarde
que se pega de tal modo a nuestro cuerpo?
¿No tienes un rincón en tus ojos?
¿Y en tu pelo?
¿En alguno de tus valles?
Compadezcámosla,
que ella sí que no sabe por qué vino a este mundo,
ni por quién derrama su sangre.
Nosotros sabemos
que estamos para amarnos,
y sabemos para lo que sirven las heridas
y para lo que no sirven.
Pero a ella la cogieron diciéndole:
“Reclínate en el hombro”.
—¿Sabéis lo que he de hacer?
¡Oh amiga nuestra, serénate!
Todavía sobra una piedra
para que tú te sientes;
este cántaro está lleno de ternura.
Bebe;
ya ves, mejora tu cara,
se te caen esos malvas enfermizos.
¿Y el destino?
No pienses en los elefantes.
¿Y el destino?
Mira el balanceo de esa rama,
la caída de esa fruta.
Pero ¿quién te arrancó los ojos,
y cómo puedes llorar sin ellos?
Amor, que está lloviendo
y olvidamos imprudentemente nuestro paraguas.
Amor, que nos mojamos,
que es ya tarde,
nos esperan la cena y el brasero.
Mas te has dormido
en mitad de estos campos.
¡Salta!
Amor, ¿pero te has muerto?