LA sentencia se dicta al mediodía. Muerte. Para todos. Sentencia inapelable. La ejecución está fijada para el día siguiente. Muerte. Para todos. Escuchan en pie la fórmula ritual, leída con voz firme e implacable por el propio Saraceni. Antes de regresar a la sala del consejo, el juez cuchichea con los guardias. Cuando van a encadenarlos, Lorenzo se ve separado de los otros. Intenta protestar, pero uno de los guardias le retuerce el brazo por la espalda y lo aleja de allí. El juez, mientras tanto, está ofreciendo una limonada fresca a un petimetre perfumado. Es un mariscal recién llegado de Nápoles con la última palabra de su majestad, al que Dios guarde.

—Habéis cumplido con vuestro deber—dice el mariscal, que con un chasquido de lengua parece apreciar la bebida, helada en su justo punto.

—Yo simplemente he obedecido las órdenes de su majestad, al que Dios guarde.

—Su majestad—proclama el mariscal—ha decidido que nueve…

El juez suspira.

—¿Nueve condenados o nueve perdonados?

—Nueve condenados. Perdonados los demás.

—Que se cumpla su voluntad.

El juez se acuerda de la charla que había mantenido esa mañana con su hija. Assunta Marianna le había dicho que quería regresar a París, volver a sus estudios, abandonar para siempre «un reino en el que la vida humana no tiene valor alguno». El juez quiso discrepar, pero su hija fue categórica. El padre tiene autoridad para quitarle el sustento, los documentos, para limitarle el espacio vital, incluso para encerrarla por desobediencia, y está dispuesto a hacerlo. El contagio se difunde peligrosamente. Las nuevas ideas se propagan como una epidemia y amenazan la estabilidad milenaria tan trabajosamente restaurada tras la aventura napoleónica. Los jóvenes están cansados, impacientes. Pronto, vientos de guerra soplarán en toda Europa. Su majestad ha sido demasiado clemente: solo una despiadada represión permitirá que el orden prevalezca sobre el desorden. Pero las cuestiones de fondo pueden esperar. Hay algo más urgente que resolver.

—¿Quiénes son los elegidos?

El mariscal le tiende una lista. El juez la lee con aparente despreocupación. El nombre de Lorenzo di Vallelaura no está incluido entre los perdonados. Se le considera uno de los cabecillas de la revuelta. Pagará por ello. El juez suspira.

—¿Se trata de una lista… irrevocable?

El mariscal le lanza una mirada perpleja. El juez levanta la bolsa llena de ducados y la sopesa con sorna. El mariscal se inclina sobre el escritorio.

—No hay nada irrevocable en este mundo, salvo la muerte.

El juez abre la bolsa, saca un puñado de ducados y los coloca delante de él. El mariscal frunce el ceño. El juez añade algunos ducados más al montoncito. El otro sonríe, bebe un último sorbo de limonada.

—De verdad excelente. ¿Son los limones de vuestras tierras de Amalfi, querido amigo?

—Los traen de la villa de Capri, de la pobre Concepita…

El juez, como distraído, añade un décimo nombre a la lista. El mariscal tuerce el gesto.

—Nueve, excelencia, tienen que ser nueve. Es una orden, no lo olvidéis.

El juez asiente y borra un nombre al azar. El mariscal se levanta, guarda los ducados, hace un saludo militar.

Más tarde, el juez Saraceni recibe una visita y, más tarde aún, con la puesta del sol, escoltado por dos urbanos, va a la prisión y entra en la celda donde ha hecho aislar a Lorenzo di Vallelaura. El joven parece haber envejecido años de golpe. Tiene ojeras, el rostro demacrado y una mueca casi estúpida le deforma la boca. El juez deja escapar una malévola sonrisa de triunfo. En sus veinte años de carrera como un fiel ejecutor de las órdenes de los reinantes ha conocido a muchos como él. Héroes de cartón, atrevidos en la buena suerte, viles ante la muerte cierta. Sí, viles. El juez sabe leer las almas, es parte de su trabajo. Sabe que ese joven iluso, en el tiempo que lo separa del final, ha mirado dentro de sí. Y ha visto la amargura por los sueños que se convierten en polvo, la conmiseración por el destino propio; ha visto rabia, rabia y furia ciega contra el Maestro, que manda a los jóvenes a la muerte, y contra esos jóvenes que se dejan enviar al matadero en nombre de una idea abstracta y vana; ha visto el horror por la bala que le atravesará el cráneo, que destrozará los pensamientos, el recuerdo de las mujeres que ha tenido y el deseo de las que ya no tendrá. El chico está preparado y yo seré un hombre rico, piensa el juez, y le repite, en tono suave, la oferta de traición.

—No tengo nada que deciros. Acepto la sentencia. Que sea lo que tenga que ser.

La respuesta de Lorenzo lo coge por sorpresa. El juez tiene un gesto de irritación. Por un momento cree que se ha equivocado. Quizá su experiencia le ha traicionado esta vez. Quizás el joven Vallelaura es verdaderamente un revolucionario convencido, un mártir consciente de la causa. Le asalta un pensamiento: ha hecho todo lo que ha podido, sería más prudente abandonar la partida, pero es un pensamiento intolerable. En torno a la finca, modesta, donde ha edificado su casa, hay amplios terrenos a la espera de la oferta adecuada. Mira con más atención al muchacho y se tranquiliza. Se trata solo de insistir, de encontrar la vía justa. El chico no está preparado. Se necesita todavía un pequeño esfuerzo. Además, ¿a quién quieres engañar, hijo? Te traiciona la ligera vacilación de un suspiro, el temblor de los labios, el destello de duda que te ha cruzado los ojos claros salpicados de chispas doradas, ojos de muchacha más que de soldado. Resistes porque te has metido en un papel que ya no te pertenece. Deseas vivir. Deseas ferozmente vivir, con la feroz energía de tus años feroces. Y vivirás, por Dios, vivirás… Y yo seré un hombre rico. El juez hace un gesto a los dos urbanos. Gente acostumbrada a obedecer sin preguntar. Gente de confianza. Gente preparada. Algo tendrá que pagarles, pero es necesario. Los hombres cogen a Lorenzo y lo sacan a rastras de la celda. Cruzan un corredor, desembocan en la plaza iluminada por la luna llena. Otra señal del magistrado y empujan a Lorenzo contra una pared.

—¡Esto va contra el reglamento! ¡La ejecución está fijada para mañana! No podéis…

—Soy yo quien decide las reglas, querido muchacho. ¡Proceded!

Le atan las manos. Trata de forcejear, le golpean, lo inmovilizan. Una venda negra le oscurece la vista. Lorenzo cae de rodillas, se retuerce; los esbirros lo levantan, lo vuelven a poner en su sitio, contra la pared. De la garganta del muchacho sale un gemido de perro. El juez, inflexible, da la orden de cargar los fusiles. Lorenzo tiene las piernas libres, querría huir pero el terror lo paraliza. Percibe el chasquido de los fusiles que se preparan, en una tibia somnolencia oye la última orden del juez. Es el final. Parte una salva. No es el final. El magistrado se acerca, lo libera de la venda. Los dos urbanos ríen a carcajadas. El juez les hace callar con gesto imperioso. Lorenzo ha caído otra vez de rodillas. El juez se inclina sobre él. Su voz es un susurro, melodioso y amenazador al mismo tiempo.

—¿Entiendes ahora, joven idiota, lo importante que es la vida? ¡Decide, entonces! Las siguientes balas no serán salvas…