Lady Violet Cosgrave

LONDRES, febrero de 1871

 

 

 

Estamos reunidos en la casa de Mazzini en Fulham Road. Los canarios que el Maestro ama dejar libres están excepcionalmente encerrados en la jaula. Estamos reunidos en la casa de Mazzini. Es la última vez.

El Maestro tiene la espalda encorvada y la barba blanca. Tose en cada frase, pero no se separa jamás de su cigarro. El médico italiano que lo asiste se ha resignado a la terquedad de su ilustre paciente. Mazzini sirve bebidas a los invitados y extiende los brazos: vivo, amigo mío, una miserable vida, ¡dejad al menos que me consuele con el pensamiento de convertirla en humo! Ha decidido volver a Italia para librar la última batalla. Me había hecho la ilusión de poder construir Italia, ha dicho, y me encuentro ante su cadáver. Fundará un periódico, contrastará las ideas de Marx, gastará hasta sus últimas energías luchando por el derecho al voto de las mujeres. Y ahora vuelve a Italia a morir. El poeta Swinburne declama su Felicitación a Giuseppe Mazzini con ocasión del Año Nuevo. Swinburne se siente bello, como se sintió bello en un tiempo Dante Gabriel Rossetti, ahora ya canoso y cargado de vicios. Pero Swinburne es bajo, torpe, su voz recuerda al chirrido de una sierra sobre un pedazo de madera. Fueron los familiares quienes le pidieron a Mazzini que se ocupara del joven poeta, inquieto y peligrosamente inclinado al camino del libertinaje. Tras el primer encuentro, Swinburne se hizo republicano, revolucionario y masón. Lo prefería, sinceramente, cuando escribía versos de amor.

Envejezco yo también, pienso, mientras Cristina Devi me alcanza una bebida y se aleja levitando graciosa y ligera entre las barbas canosas y los abrigos que apestan a humo, y su belleza luminosa va a situarse junto a un rebelde irlandés de ojos profundos y seductores. Envejezco, ácida, cargada de fracasos y desilusiones. La ironía se ha convertido en la lente a través de la cual juzgo y condeno al mundo. Sin apelaciones. La pasión es solo un recuerdo de engañosos tiempos que ya pasaron. Por esto, también por esto, quisiera poder decirle a mi hija: «¡Párate!». Pero sé que si osara a decir una sola palabra, la perdería para siempre. Es justo que Cristina Devi viva su vida, que malgaste incluso su inocente fragancia con un patriota sin un centavo que la cambiará por un puesto en el Parlamento. Que continúe, ciega como lo fui yo, entre miserias disfrazadas de grandezas, engaños enmascarados de heroísmo. Tendrá incluso sus momentos de felicidad, como los tuve yo. Cada palabra de más, en este punto, no sería otra cosa que la envidia de una vieja por la sangre aún joven.

Carlyle alaba a Mazzini por sus estudios sobre Byron. Ya, ya, ríe el Maestro, y después añade, superado un ataque de tos, qué gran crítico podría haber sido, quizás Italia se habría beneficiado de ello, ¿no cree, amigo mío? Carlyle se apresura a desmentir, finge indignación. Entran la Bruja y Tierra de Nadie. Tierra está perdiendo el cabello. La Bruja, sin embargo, parece desafiar al tiempo. Está con ellos una niña de aire protector. Es la hija de una operaria, madre soltera, muerta de tisis. Como en la novela de Víctor Hugo: Tierra ha obtenido la custodia, se la ha arrebatado al párroco que quería mandar a la niña a algún convento del otro lado del océano. Es la hija que siempre desearon. La han rebautizado Liberty. En el registro aparecía como Mary Ann. ¡Los sueños nunca mueren!

Tierra y la Bruja se percatan de mi presencia. Me muestran a la niña, que insinúa una reverencia. Se me acercan. En sus rostros, en sus ojos, el sublime afecto de siempre. Bebo de nuevo. Quiero irme de aquí. He dejado a la Bruja el falansterio de Surrey. Han involucrado a los operarios en la gestión. Viven con poco, como han hecho siempre. La fuerza de su amor indisoluble me ofende. Bebo de nuevo. Quiero irme de aquí.

No quiero ser contaminada por su felicidad obtusa: me hiere. Quiero herirlos yo. Quiero arrancarles la máscara de la benevolencia. Quiero… ¿Me he convertido en una mujer malvada? Mazzini ve a Tierra, le hace un gesto para que se acerque. El robusto soldadillo duda, después se acerca, con la cabeza baja, al Maestro. La niña se hace con una chocolatina, la desenvuelve y se la mete en la boca con alegre avidez. Tierra no quería venir, me explica la Bruja, con una vena hinchada, preocupada, sobre la frente; tiene miedo de que Mazzini lo regañe, no quiere discutir con él, el socialismo los ha dividido…

Tierra: ¡he aquí otro embrujado por Marx!

Mazzini dice algo, tose, después extiende los brazos. Tierra recoge la invitación. Es el abrazo de un padre a un hijo insensato pero de gran corazón. Carlyle insinúa un irónico aplauso: ¡es verdad, entonces, que Joseph Mazzini es el alma negra de los comunistas! Melaza revolucionaria. Desagradable. Bebo de nuevo. Intercepto la mirada atónita de la Bruja. ¿Y entonces? ¿Qué has leído ahora en mis ojos, pobre italiana loca, presunto genio que nunca llegó a florecer? ¿Deseo de fuga? ¿Fantasías de muerte? ¿Qué otra mística mentira estás por dispararme? He descubierto un algoritmo que podría completar las investigaciones de Babbage, me dice con signos la Bruja, y el Gobierno de Londres me ha pedido que acepte el encargo. ¿Aceptarás? La Bruja niega con un gesto.

 

Es posible que le den un uso militar, y yo no creo que eso esté bien. Le pregunto si sueña todavía con lord Chatam. No necesito soñarlo, él está siempre conmigo, como todos aquellos que hemos amado…, incluso cuando no sabíamos que los amábamos, añade, y me toma la mano. La Bruja. La Bruja. El vértigo que me hace vacilar es culpa del vino de más, pero no puedo hacer más que abandonarme a la corriente que me invade. Una dulzura extraña, que no creí que pudiera volver a sentir o a merecer. La Bruja suelta mi mano. La niña tiene la boca sucia de chocolate. Muestra con un poco de vergüenza los agujeros en sus dientecitos. Una ola de piedad me invade. Gracias, Bruja, gracias. Será hermoso, dice ella, con una seguridad de acero. ¿El qué?, pregunto. La India, tu casa, quizás un día vaya a visitarte. Debería preguntarle: ¿cómo lo sabes? Nadie lo sabe, no he hablado absolutamente con nadie, ni siquiera con mis hijos, ni siquiera con Tabitha…

Pero es inútil preguntarlo: lo sé porque soy la Bruja, diría ella, con sencillez.

Swinburne me asalta cuando estoy ya cerca de salir de escena. No os ha gustado mi oda. Escuchad. Aquel desgraciado y pequeño bardo reclama mi atención. Mazzini impone el silencio. Swinburne se aclara la voz y asume la pose, aunque le pegaría más la del conspirador, del poeta decadente.

En el mutar de los años, en la espiral de las cosas,

en el clamor, en el ruido de la vida que vendrá,

nosotros, bebiendo amor de lejanas fuentes,

custodiados como un árbol del amor,

nosotros podíamos parecernos a los ángeles de allá arriba,

llenos de amor del corazón a los labios,

tomados de su mano, en el calor de sus alas,

oh, amor, amor mío, ¡si tú me hubieses amado!

 

Swinburne se concede una pausa. Mazzini parece apreciar el ritmo. Mi corazón está sobresaltado. Siento sobre mí la mirada de Lorenzo. Pálido y delgado como no lo ha estado nunca, es la inseparable sombra del Maestro, el icono viviente de la expiación.

 

Quietos como las estrellas habremos estado,

y nos habremos movido como se mueve la Luna,

que ama al mundo; habremos visto

el dolor desaparecer como algo rechazado

y la muerte consumarse como algo mísero.

Dos mitades de un corazón perfecto, un alma

enlazada con otra ante la ruina del tiempo.

Si alguna vez me hubieses amado, pero no me has amado nunca.

Si hubiéramos sido afortunados, pero no lo hemos sido.

 

Tierra abraza a la Bruja, y ella, con los ojos encantados, mira y abraza el todo y la nada. Alguien comienza a aplaudir. Molesto, Swinbourne se aclara la voz.

 

Seguiré mi rumbo, por mi camino.

Llenaré los días de la respiración de cada día

con cosas vanas que no guardaré como tesoros;

haré como hace el mundo, diré lo que diga,

pero si nos hubiéramos amado…

Si tú hubieras sentido bajo los pies

la impaciencia de mi corazón con fuerte placer,

y pisoteado hacerse polvo y morir,

no habría aceptado mi vida y dado

todo aquello que conceden los años y la vida.

El vino y la miel, el bálsamo y la levadura,

los altísimos sueños y las esperanzas rotas.

Ven, vida; ven, muerte. ¡Basta de palabras!

¿Debería perderte viviendo, y muerto atormentarte?

No te lo diré en la Tierra, jamás; y en el Cielo,

si entonces te gritara, ¿me escucharás, sabrás?

 

Me acerco a Lorenzo. Mírame, le ordeno, como esa última vez, mírame y, si puedes, perdóname.

Mañana partiré para Benarés. Sola. No volveré atrás.