Turín, mayo
—LLEGAMOS a Génova pocas horas después de la partida de Garibaldi. Desde el muelle solo hemos tenido tiempo de ver los vapores que abandonaban la desembocadura del puerto.
Vittorelli se encendió un cigarrillo con un gesto de aburrimiento.
—¡La capacidad de vuestro Mazzini para evitar la lucha con las armas es asombrosa! Se diría que tiene miedo al enfrentamiento físico… Por otra parte, es mucho más fácil dar órdenes a asesinos estando entre los brazos de alguna belleza inglesita que afrontar el combate cara a cara…
—Le dolía la espalda—lo defendió Lorenzo—, no podía moverse. Soy testigo de ello.
—Estaba enfermo y ahora está curado, ¿verdad? Ese es un listillo, lo he dicho siempre, hacedme caso. Por qué no partir enseguida, por qué no alcanzar a esos…, ¿cómo los llamáis? Ah, los Mil…, dos buenos fusiles más, suponiendo que se sepa manejarlos, siempre son útiles…
—Mazzini no va porque la expedición responde a un motivo que no le gusta.
—«Italia y Víctor Manuel» no me parece una idea despreciable, ¿no creéis?
—«Italia, una y libre» es mucho más fascinante a sus ojos…
—Garibaldi y los suyos se han hecho pasar por pasajeros y después se han adueñado de los dos barcos, el Piamonte y el Lombardo.
—La misma técnica de Pisacane. Es parte del acuerdo con el armador Rubattino.
—Garibaldi no es Pisacane.
—Por suerte—concluyó Lorenzo.
¿O por desgracia? No, por suerte, por suerte, convino Vittorelli. La historia no se puede parar. Suerte, suerte que ayuda a los audaces. Suerte a la que hay que dar un empujoncito. ¿Y quién es más maestro que Cavour en ciertas artes oscuras y, al mismo tiempo, indispensables? Hace meses que Cavour compra al Estado Mayor napolitano, prometiendo aquí y allá un título o una prebenda, cuando los hechos se consumen. Una débil resistencia, eso es lo que se espera del ejército de Francisquillo, como llaman al joven e inexperto rey. Y después, si las cosas van mal, la culpa será de Mazzini, de Garibaldi, de los alborotadores habituales… Vittorelli se terminó de un trago su licor al anís. Lorenzo casi no había tocado su ajenjo. Se habían sentado hacía apenas unos minutos en el café de siempre, el Fiorio. La vida de la capital discurría tranquila y laboriosa ante sus ojos, indiferente al estruendo de la guerra, al sueño unitario. Turín era reacia a sentir como propio aquello que no implicaba una utilidad inmediata. Y sin embargo, pensaba Vittorelli, no hay utilidad, no hay conveniencia que no tenga, en alguna parte, una raíz llamada utopía.
—Os veo inusualmente reflexivo, barón de Vallelaura.
—¿Y si partiese? ¿Y si me uniese a la expedición?
—Desobedeceríais las órdenes, con las correspondientes consecuencias.
—Mazzini duda de mí—admitió, finalmente, Lorenzo—, me ha dicho cosas extrañas.
—¿Extrañas en qué sentido?
—Creo que ha intuido algo de nuestra… relación.
—Pero os ha llevado con él a Génova.
—Si no fuera así, no estaría aquí.
—Es natural, dadas las órdenes que él mismo os había dado, que nos hayamos encontrado. Deduzco que ha querido poneros a prueba. Id un paso por delante esta vez. Decidle vos mismo que nos hemos visto. Decidle que he sido yo quien os ha buscado. Dejadle caer la posibilidad de una amnistía cuando todo haya terminado…
—Nunca aceptará una amnistía.
—Intentadlo de todos modos. Quizá se ablande un poco. No tenemos necesidad de un mártir republicano, no ahora. En cualquier caso no tenéis de qué preocuparos. ¿Queréis decirme algo más?
—Cuando todo haya terminado, como vosotros decís…
—¿Qué?
—¿Yo seré libre?
—Eso lo veremos en el momento oportuno—concluyó Vittorelli, alejándose sin darle la mano.