Londres, junio 1857

DESDE hace cinco meses, desde que consiguió que lo recibiera aquella grotesca chatarra humana y contarle lo que había conocido en las celdas de la cárcel, Lussardi se ha convertido en el artífice de la venganza de Turrey.

Perry, el Rata, nacido Perry O’Hara, dejó su vida en la horca de Newgate y, por tanto, está ya más allá de la justicia humana. Pero fue él, Lussardi, quien mezcló en la última cerveza de Frank, el Buche, la dosis letal de láudano. Y fue él, tres días antes, el que rajó la garganta de Mickey, Cara de Muerto. Lussardi: el justiciero. Lussardi: el ángel exterminador. Lussardi: el hombre que pone las cosas en su sitio.

Una bolsa de soberanos pasa del cajón de Turrey a los bolsillos del toscano. El peso es considerable. Turrey no repara en gastos con quien le sirve lealmente. El problema es que, según el acuerdo inicial, la historia debería detenerse aquí. Pero Lussardi no tiene ninguna intención de renunciar a su gallina de los huevos de oro. Lussardi sabe cómo mantener viva la llama de la venganza.

—¿Habéis pensado en mi propuesta, my lord?

—¿Lord Chatam? No creo que consiguierais golpearle. Está fuera de tu alcance.

—Estoy de acuerdo. Pero yo no hablaba de ese tipo.

—¿Y entonces?

—He encontrado a la Bruja.

Wesley, mitad secretario, mitad mayordomo, factótum y mano derecha de Turrey, sabe por experiencia que escuchar detrás de la puerta del amo es muy peligroso. Una gobernanta perdió su puesto por intentarlo. Por eso, cuando el italiano sale sopesando satisfecho la bolsa llena de soberanos, aparece sentado en el sillón del fondo de la antecámara, con un libro de Horacio en las manos, con fingido aspecto de aburrido.

—Te acompaño.

—Conozco el camino, gracias.

Lussardi está a mitad de las escaleras cuando Turrey empieza a llamar con la campanilla. Por un instante el toscano se pregunta si no habrá sido un error ceder a la insistencia del lord y dejarle la prueba del delito. Habría sido mejor deshacerse de él, como había hecho la vez anterior con la mano de Frank, el Buche. Pero el lord lo ha exigido, el lord ha pagado por ello. Le preocupa la idea de que ponga al corriente del pacto a Wesley. Pediría su parte, aunque siempre sería dinero del lord. Lo cierto es que cuantas menos personas tengan conocimiento del asunto, mejor. Un día u otro, concluye subiendo a un coche como un verdadero señor, un día u otro tendrá que tratar con Turrey el problema de su secretario. O resolverlo por sí mismo.

Wesley espera más de media hora, luego, abre con la llave maestra y entra en la biblioteca. Lord Turrey ronca, abandonado en una dormeuse. La máscara de plata está sobre la mesa. La mitad deforme de su rostro parece latir emitiendo humores malignos. Pero no es de allí de donde procede el olor repugnante que ya había percibido antes, cuando le había servido la mixtura de opio y láudano que, durante un par de horas, aplacaría su angustia. Wesley se aproxima al paquete que ha dejado el italiano y lo abre. Un grito de horror se le escapa cuando ve la cabeza cubierta de sangre coagulada. Una cabeza humana.