Nápoles, septiembre

GARIBALDI entró triunfalmente en Nápoles el 7 de septiembre. Pero había llegado antes tranquilo, en tren, después de un viaje sin incomodidades. Y como la sombra que sigue a la figura del cuerpo humano, diez días más tarde Mazzini se reunió con él. Mientras paseaban juntos, en un fresco atardecer apenas perturbado por una agradable brisa, Paolo Vittorelli de la Morgière maltrataba a Lorenzo con afilado sarcasmo.

—¿Cómo decía vuestro informe de agosto? Deseo tanto, antes de morir, un año de Walham Green o de Eastbourne, y largos silencios, alguna palabra amiga para endulzar la vida, muchas gaviotas y plácidos sueños… Eran palabras de Mazzini, ¿verdad? Al menos eso me habéis escrito.

—Ha cambiado de idea, ya sabéis cómo es el hombre… Está en Nápoles para encontrarse con Garibaldi.

—¿Y el general?

—Todavía no lo ha recibido.

—Tenemos que sacarle de allí. Inventaos algo.

—Y vos inventad algo para mí. Estoy cansado de este juego. Quiero volver a ser libre.

—¿Lo llamáis juego, barón? Sí, quizá sí, quizá no es otra cosa que un maldito juego. Pero mientras dure… Empeñaos. Y no os preocupéis de los gastos. Sabéis dónde encontrarme.

Vittorelli tenía cita con una señora americana. Es increíble la cantidad de aventureros, soñadores y agitadores que llegan a Nápoles cada día atraídos por el encanto de Garibaldi. Parece que el propio Mazzini ha sido rechazado en seis hoteles antes de terminar en un modesto alojamiento, seguramente inadecuado al estatus de padre de la patria que, a fin de cuentas, le correspondería por derecho. La señora en cuestión se declara entusiasta de la causa italiana, y está dispuesta a escribir un libro definitivo sobre el gran líder, que, por el momento, no ha vencido todavía a las últimas resistencias del ejército borbónico. En compensación, la mujer, por el momento, no desdeña las atenciones de un valiente oficial piamontés (así se ha presentado Vittorelli) que se ha precipitado a Nápoles para poner su brazo y su corazón al servicio de la unidad de Italia. En realidad, Vittorelli tiene órdenes muy diferentes: impedir a cualquier precio que se consume cualquier loco intento relativo a Roma; evitar que Mazzini y Garibaldi se vuelvan aliados después de diez años de desconfianza recíproca. En caso extremo, liquidar al general y a sus seguidores. La unidad se ha convertido en una batalla contra el tiempo. Garibaldi tiene desde siempre a Roma en el corazón, y Víctor Manuel parece demasiado fascinado por el líder como para calcular las consecuencias de una aventura para la que los tiempos no están todavía maduros. Consecuencias inimaginables: Napoleón III, que cambia de bandera y se alía con el Borbón, una guerra total con una clamorosa inferioridad de hombres, las anexiones que se deshacen, duques, duquecillos y princesillas que vuelven por la fuerza a las tierras perdidas, el progreso que se detiene, la obra maestra de Cavour destrozada por un manojo de locos exaltados. Por esto Cavour se ha visto obligado a invadir Umbría y las Marcas. A estrangular los Estados Pontificios para salvar al papa y a Roma. Una vez más, la historia es maestra de ironía y paradoja: la invasión era el plan original de Mazzini. Cavour lo ha realizado.

Es comprensible que, hoy más que nunca, el primer ministro quiera muerto al revolucionario. Vittorelli cruza la Via Toledo. Los viejos barrios españoles bullen de una humanidad tan febril en apariencia por sus tráficos innominables, como lánguida en la sustancia por un ocio que ningún gobierno podrá vencer jamás. Y la llaman Italia, esta «andrajópolis» que sabe de sobornos, orina, mujeres desvergonzadas, tipos duros que airean el bastón, presumiendo de improvisadas escarapelas patrióticas, de miseria y de indolencia. ¡Y la llaman Italia! Y estarán obligados a gobernarla, a meterla en cintura, a esta panda de primitivos; estarán obligados a hacerlo porque lo han querido, lo han querido con mucha fuerza, y ahora que es «cosa de ellos» no queda más que esperar sacarle el máximo partido. Antes de abandonarla a su destino. Siempre que, un día u otro, se consiga. Ha llegado a la meta, finalmente. Miss Scarlet le abre sus habitaciones. Una nube de polvos y de besos lo envuelve. Vittorelli se desabrocha el chaqué y empieza a saborear el placer.

El capitán Riario Sforza suspira.

—Petición denegada.

Tierra de Nadie replica.

—Se prepara la guerra y vos lo sabéis bien, capitán. Un soldado con mi experiencia puede seros útil…

—Lo siento, no puedo alistaros entre mis oficiales.

—Entonces alistadme como soldado raso. He combatido en el 48, he estado en Roma con Garibaldi, y también con Pisacane en Sapri… Vos conocéis mi historia.

—La conozco demasiado bien, señor. Sobre vuestra cabeza pesa una condena a muerte, jamás revocada, por aquel indecoroso episodio en Cerdeña. No hay necesidad de añadir nada más, creo…

—Vos, que hasta ayer estabais con el Borbón, me decís a mí, que…

—¡Otra palabra y os hago arrestar!

Tierra de Nadie lleva quince días en Nápoles. Precedió a Garibaldi, fue a recibirlo a la estación mezclado con la jubilosa multitud, en vano ha pedido audiencia. Todo inútil. Si no hubiera tardado tanto en recuperarse de la «cura» carcelaria de su majestad, habría combatido en Palermo, en Milazzo, habría subido al vapor de Calabria, habría, habría…

—Soy un soldado sin gloria—le confía, amargo, a la Bruja—. La guerra pasa a mi lado y yo no consigo agarrarla…

La Bruja le acaricia el cabello, lo abraza, lo besa. Tierra la deja hacer, distraído, derrotado. Está en otra parte. Ha perdido la armonía. Lady Violet les ha escrito desde Palermo: volved, vuestra compañía es preciosa para mí. Lady Violet también sufre, prisionera de su nueva vida de madre y esposa. También lady Violet ha perdido la armonía. Los números dan vueltas en un torbellino enloquecido, piensa la Bruja. En el momento de la victoria se acumulan muchos pequeños fracasos individuales. Y quizá, la victoria misma no sea más que el resultado de todas esas derrotas. Una ecuación sin resolver, un teorema indemostrable, una fórmula extraña que nunca podrá ser investigada en ningún laboratorio. Ver a su hombre tan abatido le parte el corazón. La Bruja, reunida con su amor, se siente sola como en los montes de Calabria, sola como en el dungeon del burdel, sola con el medallón que lord Chatam le regaló la noche de su muerte, el medallón con el retrato y esas tres palabras: «Be witch forever». «Que seas Bruja por siempre.» Pero Nápoles y la guerra han borrado toda la magia de la Bruja. El toque de sus manos ha perdido todo poder. Y los números ya no saben estar en su sitio.

 

 

 

Totò’o Meschiniello se lleva una bolsa de dinero y la promesa de que no habrá agentes aduaneros para controlar el próximo envío «pe’ zi’ Peppe», «para tío Peppe», es decir, las cajas de camisas de seda y resistentes calzones de tela importada de Toscana que los camorristas revenden en el mercado negro, carentes de derechos, como propiedad del dictador Garibaldi: cosas del tío Peppe, tío Giuseppe, exactamente. Don Totò no duda que el agente gubernativo mantendrá la palabra: ese Lorenzo, un veneciano de aire decidido, le ha parecido lo bastante consciente de las reglas del juego como para intentar alguna broma pesada. Y después, sin el apoyo de los compadres, su plan fracasaría miserablemente, y por lo tanto…

Lorenzo apenas le ha dado la espalda a esa mierda de hombre que su sucio trabajo le obliga a engatusar cuando un sofocado grito le obliga a volver sobre sus pasos. Totò está con la espalda contra la pared en el callejón de la Reginella, y un hombre le está dando puñetazos y cubriéndolo de insultos. Lorenzo medita sobre si intervenir o no, pero después su mirada se cruza con la del camorrista, intercepta su muda llamada de auxilio, agarra al desconocido por los hombros y lo aleja.

—¡Lorenzo!

—Ah, ‘o canuscite, a ches’ assassino!68

Lorenzo aplaca al camorrista con un gesto seco y se lanza a los brazos de Tierra de Nadie.

—Ah, y además sois uña y carne.

Quizá, piensa Totò, quizá tengo que repasar la opinión sobre este barón de los cojones. ¿Quién me dice a mí que está verdaderamente de la parte del orden y que no es uno que quiere que el mundo vuelva a ser como antes, es decir, al revés? Totò lanza un triple, prolongado, silbido. Y la noche del callejón se llena de sombras.

—¡Yo también te conozco, infame!—grita mientras tanto Tierra, intentando abalanzarse sobre Totò—. ¡Y no me he olvidado de lo que me hiciste en Favignana!

Pero no hay tiempo para un nuevo asalto. Las sombras, materializándose, se transforman en camorristas vestidos de uniforme de carabineros. Manos fuertes aferran a Tierra y a Lorenzo, los inmovilizan, los obligan a arrodillarse ante la figura de don Totò.

—Y ahora, explicadme estas quejas.

—Unas palabras a solas, don Totò—invoca Lorenzo.

—Está bien, pero hagámoslo rápido.

Se apartan, mientras los matones no aflojan las garras sobre Tierra.

—Es un joven valiente, es como un hermano para mí.

—¿Y entonces?

—Dejadlo marchar. Yo respondo por él.

—¿Y si en lugar de eso os llevo a los dos a Montefusco? La cárcel está allí todavía, vosotros lo sabéis…

—Hacedlo, y perderéis cien liras piamontesas.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde están esas cien liras piamontesas? Yo no las tengo.

—Mañana por la mañana. A las diez en punto. En la taberna de Marianna.

—Yo me querría fiar, señor, pero en estos tiempos… ¡La confianza cuesta caro!

—Ciento cincuenta.

—Eso significa que por amor a vos y a Víctor Manuel hago este gesto de caridad. Ma dicitencello a ’o frate vuoste ca chesta è a primma e l’urdema vota… Guagliu’, jammuncenne!69

Se quedan solos, pero son escoltados por cien ojos desconfiados, hasta que abandonan el callejón y se sumergen en el gentío del centro.

—Estoy aquí con el Maestro—explica Lorenzo—. Todavía espera convencer a Garibaldi para que tome Roma.

Tierra está apesadumbrado, malhumorado.

—¿Ahora te relacionas con esa gente?

—Esa gente nos ha entregado Nápoles sin hacernos derramar una gota de sangre.

—Era mejor derramarla, entonces…

Llegan a un viejo edificio de aire decadente. Una horrible arpía les corta el paso. Provoca a Tierra con un inequivocable gesto con el pulgar y el índice.

—¡Hay que pagar, señores!

—La semana no ha pasado todavía.

—Las reglas han cambiado. Si queréis quedaros aquí, vos y la señora, tenéis que pagar por adelantado. Si no…, ¡aire!

Lorenzo le tira a la cara un puñado de tornesi.

—No tenías por qué—protesta Tierra.

—Somos hermanos—dice Lorenzo, y se lo lleva de allí.

Al ver al viejo amigo, los ojos de la Bruja se iluminan de alegría. Pero pronto la tristeza los empaña. Todavía desarmonía, confusión; todavía el bien y el mal mezclados. La Bruja sufre un mareo. Lorenzo la socorre. Tierra sirve un vaso de vino y le revela a Lorenzo su angustioso deseo de partir a la guerra, el imposible reclutamiento, la frustración del soldado lejos del campo de batalla.

—¿Puedes ayudarme?

Lorenzo busca los ojos de la Bruja. Una muda pregunta: ¿qué debo hacer?

—Haz que vuelva la armonía—responde ella.

 

 

 

Dos días después, Tierra se alista con el grado de teniente del Ejército garibaldino. La Bruja partirá con él, seguirá a la expedición en la retaguardia. Tierra es un hombre que ha renacido. De su figura irradia una energía contagiosa. Abraza a Lorenzo.

 

—¡Ven tú también!

—No puedo dejar al Maestro. Está solo, cansado, rodeado de oportunistas y renegados… Mejor prométeme tú que volverás.

—Lo intentaré. Pero si no lo lograse, te encomiendo a la Bruja…

Lorenzo lo acompaña al improvisado campamento, a pocos kilómetros de la zona habitada. Tierra no sabrá jamás cuánto le debe a la Camorra y a Vittorelli. Enésimo precio de la traición. Siempre que vuelva, siempre que no se convierta en el precio de la muerte.

Esa noche Lorenzo se emborracha en la taberna, echa pulsos con Totò’o Meschiniello, gana a los dados una puta, se encuentra en la cama con una atrevida muchachita que jura ser virgen. Una ola de asco lo invade. La posee igualmente, con una violencia que lo deja consternado. La muchacha quiere huir. Él se vacía los bolsillos. La muchacha cobra y escapa, insultándolo en dialecto. Desganado, vuelve a beber. Charla, dejando de lado sus pensamientos, con el más improbable de los interlocutores, don Totò. ¿La traición puede proporcionar placer? ¿Ser el salvador de un hombre justo y el verdugo de otro, en qué lugar me deja, Bruja?

—Marchaos, habéis bebido demasiado—le consuela ’O Meschiniello.

—Vos tenéis alguna cosa fea dentro… No lo penséis, dejadlo estar, que la noche pasa.

El último día del mes, Totò y los suyos organizan una manifestación bajo las ventanas del modesto alojamiento que Giuseppe Mazzini comparte con Carlo Cattaneo. Muerte a Mazzini, gritan los camorristas, y con ellos los figurantes muy bien retribuidos, los alborotadores por pasión que desahogan la envidia acumulada en su miserable existencia por cualquiera que goce de cierta fama, los borbónicos que alzan la cabeza, los que odian a Crispi y los que comienzan a detestar a Garibaldi. Todos contra un solo hombre. Lorenzo está junto al Maestro, que observando a la multitud se encoge de hombros. «Te n’ia’ i’», «te tienes que ir», gritan desde abajo. Pues bien, se rinde Mazzini, si no soy bienvenido…, que se haga la voluntad del pueblo.