Isla de Favignana, Navidad de 1857

AL final de la hora de patio, mientras se prepara para regresar a la celda con sus compañeros, dos vigilantes flanquean a Tierra de Nadie y le ordenan que los siga. Él inicia una protesta. Los monitores se intercambian una mirada burlona y después, entre empujones y palmadas, lo encaminan hacia una puertecilla que conduce a las oficinas de la cárcel. Tierra se vuelve a mirar a los suyos. Lee en sus miradas la misma muda demanda, la misma insidiosa sospecha. No depende de mí, no sé nada, querría gritarles, pero los vigilantes han perdido la paciencia y con una patada bien asestada le hacen cruzar el umbral, y la puertecilla se cierra a sus espaldas. Atrapado entre los guardias, sube dos pisos de una estrecha escalera, atraviesa un corredor que le parece interminable y, al final, se encuentra en las dependencias del director. Sus acompañantes le señalan una bañera llena de agua humeante.

—Es para vos.

—¡Bañaos, que oléis como una letrina!

Se desnuda, todavía incrédulo, ante sus miradas impasibles, y se sumerge en el agua, que huele a limón. Por un instante cierra los ojos, saboreando la alegría increíble del líquido que lava las costras de meses de cárcel, feliz e inconsciente como un niño. Luego de golpe se sobresalta. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué sentido tiene este trato especial? Él no quiere privilegios, hace meses que se lo ha dejado claro a Totò y a los demás camorristas. Cuando se trata de intercambiar mensajes con los comités revolucionarios, es algo que afecta al bien común, y el acuerdo puede valer. Pero esto…., esto es demasiado. Se levanta de golpe y, desnudo como sale de la bañera, se enfrenta a los guardias.

—¿Qué significa esto? ¿Qué queréis de mí?

—Hacéis demasiadas preguntas—masculla aburrido uno de los dos guardias.

El otro le tira un paquete a los pies.

—Es ropa, ropa nueva. Ponéosla, que os esperan.

—¡Ah! ¿Me esperan? ¿Y quién? ¿Su majestad el Rey Bomba? ¡Idos al diablo, vosotros y vuestras ropas!

—Sois un hombre afortunado.

—Sí, tenéis mucha suerte, ¡pero tratad de no exagerar, señor!

Con un último vistazo y encogiéndose de hombros, los esbirros deciden que ya han tenido suficiente y se marchan, dejándolo solo, cubierto de espuma, aterido. Tierra se seca como puede y se pone sus antiguos andrajos sucios y sudados. Intenta salir, la puerta está cerrada. La emprende a patadas gritando palabras malsonantes, hasta que alguien por la otra parte abre la cerradura. Tierra retrocede, dispuesto a combatir. Aparece don Totò ‘O Meschiniello, la cara sonriente, las manos juntas como en oración.

—Pero, disculpad…, ¡yo os traigo el regalo de Navidad y vos montáis esta algarabía!

El camorrista se aparta. Detrás de él se asoma Salvo, el manco.

—¿Estáis preparado?

—Pero ¿preparado para qué?—exclama Tierra, aunque menos agresivo, más amable.

El siciliano frunce el ceño.

—¿Y no os han dicho nada?—se sorprende, fulminando con la mirada al camorrista, que se encoge de hombros.

—¡Va a ser una maravilla!

Y entonces aparece la Bruja. Tierra vacila. Le cuesta articular un sonido, le zumban los oídos, tiene que apoyarse en la pared para no desplomarse. ¡Bruja, Bruja! El siciliano intercambia un gesto con el camorrista. Los dos se retiran. Bruja avanza hacia él. Tierra siente un repentino pudor de abrazarla. Teme que el contacto con su cuerpo, castigado por la cárcel, el olor de su ropa, la cara áspera la incomoden. La Bruja le coge las manos entre las suyas, se las pasa por el rostro, luego le besa los párpados.

—Ahora comprendo de verdad quién eres y ahora sé de verdad quién soy—dicen sus manos.

Se quedan así, las manos en las manos, la cabeza baja, los ojos cerrados, como hacían algunas tardes en las que no había necesidad de palabras. Luego se sientan juntos. Se quedan así, pasándose el mutuo calor, hasta que llaman discretamente a la puerta, y el siciliano, cariacontecido, anuncia que la entrevista ha terminado. La Bruja se levanta y sigue dócil al manco. Desde la puerta, se da la vuelta y le regala su sonrisa. Vuelven los guardias, y con ellos don Totò.

—¡Esta noche sois mi invitado!—declara el camorrista, alejando a los esbirros que tratan de sujetar a Tierra.