Turín, primavera de 1862
Al señor diputado Tierra de Nadie, en Turín
Isla (tristísima) de San Estefan, 15 de abril de 1862
Egregia excelencia:
El que os escribe es vuestro viejo compañero de sufrimientos Servaddio Antonio, reconocido y para usted conocido, como Totò ’o Meschiniello. En nombre del camino que juntos recorrimos, oso dirigirme a vos con el nombre de batalla que el día, para mí inolvidable, en el que nos conocimos tuvo la generosidad de comunicarme. Ya que son conocidas por vos mis escasas aptitudes para la escritura, le he rogado al señor teniente Federico Filippo Reyes, ya al servicio del rey de Nápoles, que hiciera de intérprete, por escrito, de mis sentimientos. El señor teniente Reyes es un caballero honesto y leal que padece las penas del infierno por haber seguido respetando el juramento de lealtad que en su tiempo hizo al soberano destronado. Por este motivo hoy se encuentra encadenado con grilletes en los tobillos, y solo por milagro de nuestro Señor ha logrado sobrevivir a la funesta plaga de cólera, aquí habitual entre los detenidos. Me dirijo a vos, que sé que sois un hombre honesto, combatiente y soldado impecable, en vuestra calidad de diputado del excelentísimo Parlamento italiano en Turín. También, y aún encontrándome lejos, ha llegado a mis oídos, por la gran algarabía que se generó en Nápoles, vuestra sublime conducta en el campo de batalla de Volturno, donde, con una elaborada maniobra, atacasteis vos solo una avanzada enemiga y, atrayendo hacia vuestra persona el fuego de metralla, recuperasteis la bandera salvando, al mismo tiempo, la vida de un general y de tres altos oficiales. Y supe que, como consecuencia de vuestro heroico gesto, os concedieron la Cruz Militar, y con ella la amnistía, razón por la cual habéis podido participar en las elecciones, en las que resultasteis elegido triunfalmente por vuestro pueblo sardo. Señor diputado, el Masto, que se encuentra sentado junto a mí, me ruega que una a los míos sus saludos y que le desee todo el bien y prosperidad. Señor diputado, en esta fortaleza que hace deshonor a los hombres y a los dioses, en este lugar de lágrimas en el cual cada día alguno de nosotros cierra los ojos para no volver a abrirlos jamás, y los cadáveres, metidos en sacos, despojados de la piedad que a ningún difunto se le debe negar, son abandonados a las aguas del despiadado mar Tirreno, aquí, excelencia, languidecen en condiciones tristes e indignas hasta del más miserable de los perros callejeros más de cien de mis compañeros de otros tiempos, más otros tantos oficiales y soldados del destronado rey. Y si, que Dios me perdone por estas palabras, estos últimos deben considerarse enemigos vencidos de la guerra, los demás, que de aquella guerra fuimos vencedores, estamos, de este modo, aún más tristemente sujetos a una inmerecida suerte. La ingratitud del nuevo Gobierno es tan ilimitada como insensata. Sin nuestra obra, Nápoles no habría sido nunca tomada. Si nosotros nos hubiéramos puesto del lado de los Borbones—y nos lamentamos una y mil veces de no haberlo hecho—, la sangre de Garibaldi y de sus hombres habría teñido de rojo el Vesubio. Y tengo la obligación de recordaros que si yo no me hubiera empeñado, junto a los demás compañeros, en obtener la suspensión de vuestra condena, con la fuerza del prestigio que en aquel momento la escarapela de carabineros me otorgaba, vos no habríais partido jamás hacia Volturno, y hoy no estaríais sentado en el Parlamento. Señor diputado, excelencia, todo lo que pedimos, como hermanos italianos, es justicia y reconocimiento. La justicia que impone el respeto de las leyes que regulan el tratamiento de prisioneros de guerra, el reconocimiento que se le debe a quien ha derramado su propia sangre por una causa que, hoy, ya no siente suya. Si ni lo uno ni lo otro son garantizados, señor diputado Tierra de Nadie, Nápoles y todo el sur de Italia volverán a tomar las armas, y el próximo paseo triunfal del rey Víctor por las tierras apenas conquistadas será el triste y terrible desfile de un sepulturero por el cementerio de sus hermanos desertores.
El día después de haber recibido la carta del condenado a cadena perpetua de San Estefan, Tierra de Nadie, por primera vez desde que hacía dos meses había sido elegido diputado de la circunscripción de Lanusei, tomó la palabra y pronunció un discurso en el parlamento. Alabó como se debe la represión de la Camorra, medida dolorosa pero necesaria para que la pureza de una empresa garibaldina no fuese contaminada por la presencia de alborotadores, traidores y agitadores, y después se lanzó en un ataque durísimo y documentado contra la política gubernativa del Sur. Acusó a los carabineros y a los soldados del exterminio de las poblaciones del campo y de pequeñas ciudades hostiles a la unificación, no por vocación, sino por la decepción generada a causa de la avidez y la estupidez de los funcionarios enviados de Turín. Los bandidos, dijo, son crueles en sus acciones, pero en el fondo reaccionan contra una ocupación que sienten injusta y arbitraria, y que hace que muchos añoren la dominación del rey destronado. Evocó el posible escenario de la unión entre el mal humor y el resentimiento de la plebe y las maniobras, todavía en curso, de los nostálgicos del antiguo régimen. Pidió a los mandos militares que pusieran fin a la despiadada represión que estaba ensangrentando el sur, que revocasen el estado de asedio. Habló después de su Cerdeña, una tierra que de un momento a otro podía sublevarse, con su medio millón de analfabetos frente a menos de veinte mil individuos cultos. Y cuando sacó a relucir el nombre de Mazzini, que había definido de «tercera Irlanda» precisamente a Cerdeña, un grupo de corifeos del Gobierno se lanzó en su contra, con los puños en tensión y agitando periódicos doblados. Mazzini no se puede evocar; Mazzini no se puede nombrar, ¡damnatio memori incluso en vida! La extrema izquierda se alza, creando un muro de protección alrededor del entusiasta orador. Se rozó el altercado, aplacado con dificultad por los diputados comisionados.
Lo suspendieron durante dos meses de las funciones parlamentarias.
Mientras recorría Piazza Castello, se encontró con el viejo D’Azeglio. Para su gran sorpresa, el bizarro marqués se dirigió a su encuentro y le extendió la mano con un gesto educado.
—He hecho revocar vuestra suspensión.
—No se lo había pedido.
—Efectivamente. Pero era una cuestión de justicia. Vos habláis bien, y yo me reconozco en vuestras palabras.
—¿Vos? ¿Os habéis convertido por casualidad en un radical?
—Todo lo contrario. Yo pienso, como vos, que no se puede fundar ninguna asociación humana sobre una serie de trucos, perfidias y mentiras…
—Habláis como Mazzini, marqués.
—¿Y si así fuera? Cavour ha unificado un país que no había visitado nunca, del que desconocía su alma profunda. Es aquí donde vos y yo disentimos, estimado señor. Vos creéis que basta un buen gobierno para resolver los miles de problemas de Italia…
—¿Un buen gobierno es entonces un error?
—No, ciertamente no se trata de eso… Es que nosotros, nosotros los italianos y los del sur, no estamos hechos los unos para los otros. No hay buen Gobierno que valga cuando se trata de gente tan profundamente diferente… y hostil.
—¿Deberíamos entonces separarnos? ¿Volver a los pequeños estados? ¿A los impuestos? ¿A las aduanas? ¿Cada uno por su lado?
—¡Bah! No, eso no sucederá, sino que seremos obligados a convivir, a pesar de todo. Y esto causará infinitas divisiones, lutos, tragedias… Creo que unirse a Nápoles puede ser como irse a la cama con un enfermo de viruela. Perdonad, la expresión es fuerte, pero es así como lo veo. Y la historia me dará la razón. Que vaya bien, y tenga cuidado.
Por la noche, le confió a la Bruja que lo que más le dolía era deberle su actual condición a la Camorra.
—No a la Camorra. A Lorenzo, si acaso—le recordó ella, dulcemente.
—Digámoslo así entonces: al tráfico de Lorenzo.
—Lo ha hecho por ti. Para que tú fueses feliz…, para que nosotros dos fuéramos felices.
—¿Y a esto lo llamas felicidad?
Eran sueños rotos, utopías desgarradas, la arrogancia triunfal, las mezquinas disputas de patio quedaban impresas, como indelebles y contagiosos escupitajos, sobre las relucientes placas con las que el régimen celebraba a los nuevos dioses. Escupitajos que, en Turín, Milán, Nápoles, Florencia, Palermo, en cualquier parte, asumían la forma de billetes de curso legal. La Italia de los danè. Y a la Bruja no se le había consentido abrir una escuela popular porque no había obtenido nunca un título. Porque tan solo, tras el matrimonio, celebrado por el rito civil, había podido adquirir una identidad, un nombre y un apellido que entre ellos nunca habían usado ni llegarían a usar nunca.
Efisio Piras, conocido como Tierra de Nadie.
Rosa Raffaele, llamada la Bruja.
Pero a pesar del registro, en la Italia unificada una mujer que sea maestra «no se hace, no está bien»; ya que la mujer es madre, hermana, esposa o, si es rica de nacimiento, terrateniente o cortesana; no es posible imaginar para ella ningún otro tipo de papel. Y mientras Mazzini no dejaba de instar a la conspiración y Garibaldi había vuelto a agitarse, mientras la Bruja intercambiaba cartas con lady Violet, Efisio Piras, llamado Tierra de Nadie, se preguntaba si quedaban todavía esperanzas de que se pudiera cambiar el curso de la historia y, sobre todo, si todavía valía la pena.