EL primero en caer es el Irlandés. Una bala le destroza la frente. Lorenzo se lo encuentra entre los brazos: estupor en los ojos verdes, pureza que se apaga en el reguero de sangre, adiós, tómate tiempo para pensar, soñabas con tu tierra libre de los ingleses, pero no hay espacio para los sueños, ni siquiera para el nuestro. Lorenzo deja con cuidado al compañero caído en el suelo y mira a su alrededor. Disparan desde la colina, disparan desde el bosque, disparan desde todas partes. Nubes de humo y detonaciones secas, continuas, cubren órdenes, gritos, cantos. Cae un compañero, herido en el corazón, caen dos más. Lorenzo carga el fusil. Los esperaban. Es una emboscada. La empresa ha terminado antes de empezar. Cuando iba a apuntar, siente que lo sujetan. Se encuentra otra vez entre la maleza, con el rostro arañado por las zarzas. Es la muchacha. Lorenzo se suelta de un empujón. Ella sujeta el fusil, se aferra al cañón con fuerza, apuntando hacia abajo, tenaz, terca.

—¡Suéltame!

La chica se resiste. No suelta la presa. Dos muchachos de Bérgamo se retiran al valle, se alejan gritando mientras el Pintor, con el cigarro en la comisura de los labios, trata de poner a salvo sus valiosos dibujos. Lorenzo mira a la muchacha, le habla con voz queda, suavemente.

—Vete, puedes arreglártelas para volver al Neto. No hay más que cuatro pasos. Vete. ¡Esto es la muerte!

Pero la muchacha sacude la cabeza. De su pelo desaliñado vuelan polvo blanquecino y mosquitos. Durante unos instantes, su olor selvático cubre el acre de la pólvora. Lorenzo, una vez más, intenta alejarla.

—¡Vete! Tendría que haberte dejado en manos de aquellos animales; ¡eso es lo que eres tú también, un animal, como ellos!

La muchacha se aleja demorándose, se detiene en unas zarzas en flor. En su mirada aparece una luz indefinible, quizás ofendida o, a saber por qué, divertida.

—Es una trampa, Lorenzo. Nos han traicionado.

El Marquesano tiene la chaqueta desgarrada e hilos de sangre entre los pelos negros de la barba.

—¿Y el Calabrotto?

—Desaparecido después de Monasterio. Ha dicho que iba de reconocimiento. No se le ha vuelto a ver.

—Tal vez lo hayan apresado.

—O tal vez no fuera quien decía ser.

El fusil cuelga inerte del tahalí del Marquesano, con la culata destrozada. Armas miserables para una empresa miserable. Tendría que haber hecho caso al Maestro. El Maestro había desaconsejado la expedición. El Maestro no había dado crédito a los rumores de los campesinos en armas y de los párrocos en fuga. Tendría que haberse fiado del Maestro. De él y de su instinto. Pero ahora es ya tarde para arreglarlo. Entre pólvora y gritos, los soldados de su majestad y los urbanos bajan la cuesta disparando a lo loco. Diez compañeros han improvisado una formación. Lorenzo dispara a ciegas, después tira el arma. Saca el puñal que lleva consigo desde los tiempos de Venecia y se lo pasa al compañero.

—Quiere decir que vamos a morir con dignidad.

El Marquesano asiente.

—¡Viva Italia!

—¡Viva!

El Marquesano endereza su gran estatura y se lanza rugiendo contra el enemigo. Lorenzo se precipita detrás. Tropieza. Cae pesadamente. Las zarzas lo golpean, tiene sangre en la barbilla. La muchacha se queda acurrucada, de sus labios sellados parece brotar un canto ahogado. La muchacha le ha anudado los cordones de los zapatos. No se le pasa por la imaginación dejarlo morir. Lorenzo se afana en deshacer el nudo. Ella está arrancando una caña del río. Hará otro de sus condenados caramillos. Lorenzo está de pie en medio del polvo, que se va disipando. Los soldados controlan a los supervivientes. Siguen vivos quince. Un oficial da la vuelta al cadáver del Marquesano, tiene el cuello doblado de forma poco natural. Lorenzo vuelve a acurrucarse. La muchacha señala el fondo de una grieta. Lorenzo la mira sin comprender. La muchacha dibuja con la punta del cuchillo una roca y en la roca una hendidura. Le sugiere una vía de escape. ¿Morir como mártires de la Revolución o salvar la piel para otras y más nobles empresas? Entonces un temblor en los ojos de ella lo hace volverse de golpe.

—Ccà’ n autru ci nn’è!7—grita un urbano de aspecto exaltado.

Un teniente pálido de cabello corto y oscuro avanza cauteloso hacia Lorenzo, apuntando con una pistola. La muchacha está a su espalda. Quizás el oficial todavía no la ha visto. Quizá todavía puede salvarse. Con gesto decidido, Lorenzo se planta delante del teniente y le tiende el fusil.

—Me llamo Lorenzo di Vallelaura. Soy vuestro prisionero.

El otro lo escruta con aire irónico.

—¿Piamontés?

—Veneciano.

—¡Ah! Ti xe de Venexia8?—se burla el teniente. A continuación, sin motivo, lo golpea en la sien con la culata de la pistola.