Turín, junio 1856
LA sorprendente facilidad con la que el hombre más buscado de Europa conseguía superar los estrictos controles de los gendarmes piamonteses picó la curiosidad de Lorenzo. Mazzini le confirmó que los pasaportes utilizados para la misión italiana eran «auténticos». Sin añadir más. Por tanto, una de dos: o los documentos habían sido suministrados directamente por los funcionarios de Víctor Manuel—cosa poco probable, dado que sobre Mazzini pesaba aún una condena a muerte—, o las manos del Maestro eran tan largas como para haber penetrado dentro de la burocracia saboyana, permitiéndole disponer de documentos falsos perfectos. En cualquier caso, aparte del corte de la barba y una bufanda a cuadros que rompía el lúgubre negro, Mazzini no había adoptado ninguna precaución particular. Y se paseaba, en apariencia tranquilo y sereno, por territorio enemigo.
En Génova fueron invitados, para una breve parada, por el marqués Pareto. Mazzini no dejaba traslucir ninguna emoción al volver a ver, después de treinta años de exilio, su ciudad. Prefería confiar los sentimientos a las cartas y diarios, que seguía actualizando con meticulosa dedicación, llenando hojas y hojas con su densa y desordenada escritura. Solo una vez Lorenzo lo vio estremecerse: cuando el marqués le preguntó si pensaba visitar la tumba de su madre.
—Puedo organizaros un acompañamiento seguro al cementerio de Staglieno.
—No, mejor no, es un riesgo—decidió Mazzini tras una breve e intensa pausa.
Luego se retiró, disculpándose y aduciendo una improbable jaqueca. Durante buena parte de la noche, las notas de su guitarra resonaron entre las paredes del palacio Pareto.
Mazzini sufría.
Pero Lorenzo no tenía tiempo para el dolor ajeno. Precedió al Maestro a Turín, donde se iba a producir la traición.
Ahora esperaba con cierta inquietud a Von Aschenbach en el café Fiorio, llamado cariñosamente «el café de las coletas» porque allí acudían dignatarios de la corte, políticos leales al rey y militares de alta graduación. Él mismo había elegido el lugar. Le atraía. Como para un ensayo general de su nueva vida. Recuperaría el título, las tierras, la posición que le correspondía en el mundo.
Pero Von Aschenbach no había respondido a su último mensaje. Y el retraso—media hora, un tiempo insólito—era poco conveniente para una cita tan decisiva. Esperó unos minutos más, al fin pagó la bebida y la tarta que apenas había probado, y se levantó de golpe. Von Aschenbach no acudiría. Sin duda habría ocurrido algo. Tal vez Mazzini pueda explicarme qué había sucedido, pensó, con amarga ironía. ¿Sería posible que su gran ocasión volviera a esfumarse de nuevo?
Los dos hombres que, desde el fondo de la sala, no lo habían perdido de vista ni un momento, también se levantaron y lo siguieron. Lorenzo llegó a la Via Po y levantó un brazo para llamar a un coche. Un vehículo negro tirado por dos robustos caballos se detuvo a un metro de él. Lorenzo dio al cochero la dirección de la modesta pensión en Dora, donde se alojaba con la identidad de Pietro Stefano Maggioli, y subió al coche. Los dos hombres, rapidísimos, se colaron en el habitáculo, cerraron la portezuela y echaron la cortinilla para impedir la visión desde el exterior. Lorenzo se dio cuenta de la trampa y trató de sacar la pistola. El más alto de los dos intrusos le puso su propia arma sobre la cara y el otro lo registró.
—Está armado.
—¡Lo estaba!
A continuación golpearon en la parte del cochero y este arrancó.
—¿Sois austriacos? ¿Piamonteses? ¿Patriotas? ¿Quiénes sois?
No hubo respuesta. Solo un gesto burlón del más bajo de los dos, mientras que el otro se encendía un cigarro barato, impregnando el aire de un olor pestilente. Lorenzo se dio cuenta de que cualquier pregunta sería inútil.
Después de un tortuoso recorrido, el coche se detuvo. Le vendaron los ojos y le ordenaron bajar. Un perfume penetrante de hierba mojada y la fresca brisa de la noche indicaban que se encontraba en la colina. Sujeto por sus ángeles guardianes, fue llevado al interior de una casa. Le quitaron la venda. Estaba en una pequeña habitación sin adornos. Una silla de mimbre en el centro, paredes desnudas, a excepción de una estampa de Víctor Manuel a caballo, un modesto escritorio con una butaquita de cuero, lámparas que emanaban una débil luz verdosa. Le ordenaron sentarse, con gestos. Salieron y cerraron con llave. Una vez solo, miró alrededor. Había una única ventana de pequeñas dimensiones, empotrada en el muro. La puerta era sólida, aunque la emprendiera a patadas no se desplazaría un milímetro. No había escapatoria, pues. No quedaba más remedio que esperar. Transcurrió un tiempo indefinido, que Lorenzo trató de engañar anulando todo pensamiento. La única certeza, que deducía de la estampa de la pared, era la de encontrarse en manos piamontesas. En tal caso, quizá tuviera alguna carta por jugar. Luego la puerta se abrió. Junto a los dos tipos armados que lo habían secuestrado en la Via Po había un hombre alto con una cicatriz en el rostro. Lorenzo lo reconoció inmediatamente. Era el agente turinés que, en Lugano, había intentado secuestrar a Mazzini. El hombre al que él, Lorenzo, había herido.
—¡Bienvenido, agente Elizabeth!
Así es que su identidad estaba descubierta. Lorenzo siguió sentado, sin mover un músculo. Vittorelli despidió con un gesto mudo a sus dos asistentes y se dirigió al rehén con tono ambiguo.
—Me habría gustado presentaros los respetos de nuestro común amigo Von Aschenbach…, pero desgraciadamente… ya no está entre nosotros.
—¿Lo habéis matado?
—Se ha suicidado. Y el hecho, debo confesarlo, me ha sorprendido bastante…, de un invertido como él no me esperaba semejante manifestación de virilidad… De todos modos, antes de realizar el insano gesto, hemos hablado mucho de vos.
Vittorelli se concedió una sabia pausa. Lorenzo seguía inmóvil. Esperaba su momento.
—¿No decís nada?
—¿Qué podría decir? Vos creéis saberlo todo.
—¡Oh, oh!—rio Vittorelli—. Cuánta sublime astucia en ese «creéis»…
El oficial piamontés se acercó a Lorenzo y lo agarró por las solapas. Su aliento olía a menta y alcohol. La cicatriz latía por la excitación.
—¿Ibais a decirme que se espera a Mazzini en Turín? Lo sé ya. Si pensabais en un intercambio, os habéis equivocado.
Vittorelli se enderezó, hizo crujir las vértebras del cuello, abrió y cerró varias veces los puños, como para dominar un nuevo acceso de violencia, y fue a ocupar la butaca del escritorio.
—Mazzini ha sido llamado por Cavour. Verá al primer ministro y puede que también a su majestad. Vos no podéis decirme nada que yo no sepa.
¡Conque ese era el objeto del viaje! Mientras los moderados creían que lo habían marginado, Mazzini, con una de sus improvisadas cabriolas, los había descabalgado… Y trataba directamente con Cavour y con el rey… Los pasaportes, entonces, eran auténticos, no falsos. Y él no había intuido nada, ¡nada! Se sintió sucio, culpable una vez más, mezquino.
—Está bien. ¿Qué queréis de mí?
—La cuestión—comenzó Vittorelli, pero se interrumpió para encender la pipa y no continuó hasta haber aspirado dos densas bocanadas—, la cuestión no es qué quiere el hombre que se sienta delante. A eso llegáis vos mismo—añadió acariciándose la cicatriz—, porque, ya veis, este hombre…, yo…, yo no cuento. Lo que importa es mi papel al servicio del Piamonte. Por tanto, lo que voy a deciros no tiene nada de personal. ¿Estáis preparado?
—Terminemos con esta comedia. ¿Queréis que trabaje para vos?
—¡Ooooh, por fin una reacción! Empezaba a preguntarme si no os había sobrevalorado en todos estos años… Sí, desde este momento trabajaréis para el Piamonte. Y, en cierto sentido, por la unidad de Italia.
—¡Vamos, no me hagáis reír! El Piamonte no quiere unir nada. ¡El Piamonte quiere conquistar a precio de saldo un buen trozo de tierra!
—¿Veis? ¿Veis por qué Mazzini os aprecia tanto? Porque pensáis como él. Mejor dicho, pensabais como él, porque él ha cambiado de idea. ¡Ahora somos aliados, querido barón, aliados! La política es un animal extraño, ¿verdad? El enemigo de ayer se convierte en el amigo de hoy. Realmente no existe nada más frágil que la política.
—Admitamos que acepte…
—¡Aceptaréis!
—¿No teméis que los austriacos sospechen algo?
—Os he liberado de ellos. Es parte del acuerdo con el difunto Von Aschenbach. Deberíais agradecérmelo.
Vittorelli aspiró otra bocanada de humo.
—Por lo tanto—continuó—, nos informaréis puntualmente de todo intento de matar a Napoleón III, ya que también él es nuestro aliado y, sin su ayuda, Italia no se unirá nunca. Y esta será vuestra consigna hasta nueva orden porque, después de todo, nunca se sabe… Recibiréis las órdenes por medio de un código que mis colaboradores os entregarán. ¿Estáis perplejo? ¿Y por qué motivo? ¿Qué cambia para vos? En el fondo, se trata solo de sustituir los táleros de Francisco José por las honradas liras italianas. ¿No lo encontráis hasta… patriótico?
Y con gesto rápido, Vittorelli se sacó del bolsillo una bolsa de dinero y la arrojó a los pies de Lorenzo.
—Recogedla. Ahora estáis a mi servicio. Es una orden.
Lorenzo se levantó y apartó la bolsa de una patada.
—¿No habéis pensado que podría haber otra posibilidad?
—¿Cuál?
—Podría hacer como Von Aschenbach. Salir de la escena con dignidad…
—¡No me hagáis reír! Si estamos aquí es porque sois un cobarde. En caso contrario, ya lo habríais hecho en el 44… ¡Vamos, coged vuestro dinero y marchaos!
Lorenzo bajó la cabeza y con gesto cansado recogió la bolsa.