Turín, mayo
EL club de los mazzinianos turineses se reúne en casa de un gran maestro de la masonería. Hay diputados, un senador, abogados y un maestro de la logia Thaon. Es la burguesía ilustrada y republicana que sueña con la Italia del mañana, la columna vertebral de la conspiración, la cara noble y hermosa de la lucha. La excitación es máxima. Todos esperan la victoria, ahora que Napoleón III combate junto al Piamonte.
Naturalmente, falta el pueblo: pero a esta ausencia, antes o después, hasta Mazzini terminará por habituarse. Lorenzo expone en pocas y concisas palabras el mensaje de Londres.
—El Maestro no es partidario de esta guerra. Y nos pide que liberemos al mundo del tirano francés.
Los patriotas se miran consternados. Su sorpresa es indescriptible. ¿Es posible que Mazzini no lo entienda? ¿Es posible?
—¡Por el amor de Dios, convencedlo como sea para que no continúe con este insensato proyecto!
—¡Ahora que finalmente podemos vencer!
—¡Sin los franceses nos aplastarán en un santiamén!
—¡Ahora consigamos la unidad, ya pensaremos después en el resto!
—Es como en el 57, como con Pisacane. Nos pidió que mináramos los cimientos del arsenal de Génova, que asaltáramos a mano armada los cuarteles…
—¡Mazzini ha perdido la cabeza!
—¡Se está deslizando fuera de la historia!
—¡Paradlo! ¡Tenéis que pararlo!
—Se lo diré—promete Lorenzo.
La reunión se disuelve. El gran maestro le ruega a Lorenzo que se quede, esforzándose por mantenerse frío.
—Corren rumores en vuestra contra…
Lorenzo saborea el licor, domina el temblor que está a punto de sacudirlo y se encoge de hombros.
—¿Y entonces?
—Se os ha visto entrar en el edificio…, ese que nosotros llamamos el de los espías de Cavour…
—He sido autorizado por el Maestro en persona para mantener contactos en los más altos niveles—rebate imperturbable.
Y suena convincente. Sobre todo porque, por una vez, está diciendo la verdad.
Es una guerra extraña, reflexiona Lorenzo cuando, más tarde, se encuentra con un soldado francés y uno sardo. Ambos heridos, ambos inmersos en la lectura a la sombra de un haya en el parque en construcción en torno a las ruinas del viejo castillo de Valentino. El francés lee a Balzac; el sardo, a Leopardi. Lorenzo les lleva bebida, se sienta a su lado.
—¿Cómo va la guerra?
—Ni bien ni mal—responde el francés, un gran hombre alto y rubio con un brazo en cabestrillo—. Los austriacos se defienden con la artillería, pero ante la bayoneta huyen como conejos.
—¿Y nosotros?—le pregunta al sardo.
El otro arruga la frente.
—Nosotros… ¡Los voluntarios combaten por Italia, los mercenarios por la paga! Y la tragedia son los oficiales…, nos tratan como a basura, hablando con respeto; para ellos somos solo carne de matadero. Por eso, en cuanto podemos, pensamos solo en salvar el pellejo y volver a casa. Para los franceses es diferente. Sus oficiales son amigos, compañeros, hermanos, frecuentan los mismos cafés, se intercambian la comida y la ropa, combaten…, eso es, combaten con amistad, digamos incluso que con afecto, mientras que nosotros…
Sí, concluye Lorenzo, esta es una guerra extraña.