Londres, verano de 1866
EL remedio para la desesperación, la vía maestra hacia el final: dos partes de ajenjo, una de alcohol puro, una bolita de opio machacada y disuelta en la bebida. Lorenzo ha llegado a pesar sesenta kilos, los dientes le bailan, las pupilas han quedado reducidas a cabezas de alfiler. Incluso en este junio de excepcional calor, tiritonas de frío le sacuden. El chino llega tarde. Las manos comienzan a temblar. Arcadas de vómito seco le suben por el esófago. Se pone un abrigo, el único que posee, y enciende la chimenea. Se tumba sobre un sillón frente a la lumbre, y observa cómo se van componiendo figuras monstruosas que no le dan tregua: un dragón que abre las fauces y amenaza con devorarlo; lady Violet en un traje rojo, después desnuda; ahorcados que tienen los rasgos de Trevigiano, del Berva, de Lussardi y de los otros hombres sin nombre con cuya sangre se ha manchado; Mazzini, diablo cornudo, que toca la guitarra y se ríe de él. Después se le aparece su propia calavera, gusanos vomitados por las cuencas de los ojos se arrastran por las paredes, y siempre, siempre un burlón repicar de campanas. Llaman a la puerta. Lorenzo se arrastra para abrir. Feng Li ha traído el opio, pero pide que se le pague. Lorenzo rebusca en sus bolsillos. Están vacíos. El chino se pone rígido. Lorenzo le implora que se lo dé a crédito una última vez.
—Tres meses sin pagar.
—Me recuperaré.
—Decís todos lo mismo. Lo siento. No hay dinero, no hay opio.
Pero no puede quedarse sin él. No ahora. Mañana, quizá, mañana, cuando cambie todo… Se lanza sobre el chino, no creía poseer todavía fuerzas. Feng Li es menudo y ágil. Sobre todo sano. Pero sabe cómo se trata a los adictos al opio, está en el oficio desde hace veinte años. Conoce todos los trucos, argucias y miserias de esos desgraciados que le dan de comer. Detiene a Lorenzo antes de que le golpee. Las manos del chino se cierran sobre su cuello.
—¡Puedo matar!
—Hazlo entonces—jadea Lorenzo—. ¡Ahógame y terminemos con esto!
La presión se afloja. Lorenzo inhala el aire viciado del cuchitril de Clapham Commons. El último refugio, ya no habrá otros. La semana está por agotarse. Lo esperan los puentes.
—¡Menudas ideas!
Lorenzo se pone de pie tosiendo. Feng Li le ha echado el ojo, animado, al bastón que Lorenzo ha robado del estudio de Mazzini. El chino juega con el mecanismo, hace salir la cuchilla y la vuelve a enfundar, ríe extasiado. Después extrae del bolsillo un trozo de opio, se lo tiende a Lorenzo, agita el bastón.
—¿Dar y tomar?
Lorenzo asiente. Feng Li deja caer el opio. Lorenzo se precipita a recogerlo. Feng Li lo aleja de una patada. Lorenzo se arrastra tras la preciada porción, lo aferra, arranca un pedacito, lo engulle. El chino se ríe. El opio comienza su lento descenso. Lorenzo cierra los ojos. Imperceptiblemente, el temblor cesa, la náusea desaparece, se produce un silencio cargado de paz.
Tras un tiempo indefinido se encuentra de nuevo en pie. Sudado, febril, con el corazón sobresaltado. La dosis que hubiera matado a cualquier otro ha sido apenas suficiente para un momento de inconsciencia. Traga más opio. No sucede nada. Mira a su alrededor. El chino se ha ido. El fuego agoniza en la chimenea.
En un ataque de rabia, Lorenzo destruye la única silla superviviente y la lanza entre las llamas. Pero algo debe haber obstruido la campana. Un humo denso invade la habitación. Las náuseas se apoderan de su garganta. Vomita, cae, se levanta, vomita de nuevo. El humo se condensa en una capa impenetrable; la vista se le nubla. Lorenzo sabe que a pocos pasos se encuentra la puerta, la salvación. Pero está cansado. La vía maestra hacia el final: tos, humo, los pulmones colapsados. Tengo piedad de mí mismo, piensa, y un instante después se corrige: no merezco piedad. Se acerca al corazón de la lumbre, las llamas crepitan salvajes. Aspira furiosamente el humo para que todo termine. Se derrumba. Un ruido lejano le sacude. Una ráfaga de aire limpio le hace cosquillas. Una mano fresca le acaricia la frente. Advierte en torno a sí un vocerío confuso. Tiene la sensación de volar, es tarde, debería gritar, pero de la boca no le salen más que jadeos y grumos de materia inmunda. Otra caricia sobre la frente; después un chorro de agua helada, que le obliga a toser. Abre los ojos. Está en la calle. Inclinada sobre él, la Bruja. Su doloroso tacto, que parece devolverle el sabor ya olvidado de la vida.