Yorkshire, agosto de 1857

LORD Chatam está en una encrucijada. Por un lado, el sol; por el otro, el abismo. Un estúpido muchacho le ha entregado a Clarence la carta de Turrey: tengo a la Bruja, te espero en Londres, tú por ella. ¡Qué primitivo gusto literario, y qué vulgar escritura!

Siete años después de la saludable lección, el viejo Cráneo Podrido reaparece en escena. Lástima no haber completado el castigo. Por otro lado, si bien se mira, es una historia vieja. ¿Qué interés puede tener todavía la Bruja para él?

Bajo la mirada inexpresiva de Clarence, lord Chatam arruga el papel y lo tira. Demasiado tarde, Bruja, demasiado tarde. Clarence sigue mirándolo, impasible, inmóvil.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras? Esta historia dejó de apasionarme hace años.

—No he dicho nada, my lord.

—Y ni siquiera has pensado nada, ¿verdad, Clarence?

—Vuestra palabra es ley, my lord.

Clarence se inclina, se da la vuelta, se retira, cargado de años, encorvado. Clarence lo ha juzgado. Juzgado y condenado. Lord Chatam busca consuelo en el opio y en el alcohol. El opio tiene un sabor desagradable, el ajenjo se le atraganta y le provoca un acceso incontrolable de tos. Lord Chatam suda, y es normal, dada la estación. Pero lord Chatam se estremece de frío, y eso no es normal, porque el sudor no se detiene, rezuma como de una fuente, pero los escalofríos crecen, y lord Chatam, delante del espejo, observa su rostro pálido, plagado de arrugas y forúnculos; las manos, que no logran detener un insensato temblor. Como entonces, piensa lord Chatam, como cuando tenía el cuello roto…, ella me llama y yo debo decidir. De este lado, el sol; del otro, el abismo. Clarence reaparece con el aire ausente de siempre.

—Ha llegado la nueva chica, my lord.

Lord Chatam debería ordenar que la introdujeran en casa, luego observarla, olerla para decidir si es necesario un baño o si prefiere su olor natural. Campesinas y pastoras tienen uno inconfundible, almizclado, a medias entre el animal y la paja; las obreras huelen a hollín y sudor, a veces la mezcla es agradable; otras veces, demasiado áspera. Después tendrá que negociar el precio de la prestación, acompañar a la elegida a un dormitorio, optar, por el camino, entre la fusta y el falo crestado de caucho, arrancado a base de soberanos de oro a la colección de un famoso connoisseur. Se limita a un gemido que muere en sus labios secos.

—¡Despídela!

—Ya lo he hecho, my lord.

—Prepárame el coche

—Ya está dispuesto, my lord.