Sicilia

EN Marsala, la Sociedad no era tan fuerte ni estaba tan estructurada como en Palermo y Agrigento. Había un par de tipos, pero se las arreglaban por su cuenta, apañándose con la vigilancia y limitándose, como mucho, a escarmentar a algún campesino impertinente. Salvo contrató como guardaespaldas a un tal Gorratorcida y al Tullido, cojo de una pierna—bonito trío formaban con el manco y el cojo—, y todo lo demás tuvo que hacerlo por sí mismo.

Michele Liberato le había ordenado buscar los terrenos más adecuados para plantar las vides. Salvo hizo mucho más. Le procuró al hijo del barón un viñedo. Si hubieran empezado por el terreno desnudo, habrían sido necesarios al menos cuatro años para el primer vino aceptable, quizás incluso más, para hacer el marsala como se debe. ¿Por qué perder tanto tiempo cuando se podía tener todo y pronto?

Había un viejo conde caprichoso que llevaba toda la vida haciendo marsala y, además, lo hacía bien. Lástima que se hubiera dejado comer el corazón y la cabeza por una cantante de ópera y por la baraja. La cantante voló como ceniza al viento en cuanto olfateó el primer tufo de quiebra; la baraja, en cambio, seguía traicionándolo con la misma implacable monotonía que la artista infiel. Ante las monedas tintineantes que Salvo dejó caer sobre la última mesita rococó salvada de la casa de empeño, el conde opuso una blanda resistencia. Pero no estaba en situación de negociar el precio como hubiera querido: al cabo de diez días, la hacienda llamada Baglio del Conte cambió de manos como consecuencia de una cesión notarial en regla.

Llegado aquel momento, surgía el problema de los acreedores.

Campesinos, cosecheros y familias fueron convocados en el patio de la gran casa de labranza que había pertenecido al conde. Salvo les arengó con franqueza: nadie perdería el trabajo, más aún, todos recibirían la paga justa, quizás un poco más reducida, dado que la empresa debía recuperarse de la crisis, pero con puntualidad y sin saltarse ni una semana. La oferta de un generoso anticipo venció cualquier resistencia, y cuando los muchachos distribuyeron el escaso dinero que para aquellos desgraciados, reducidos al hambre desde hacía meses, representaba la salvación, brotaron gritos de júbilo dirigidos a Salvo, ’u novu patruni, un veru signuri. Otros acreedores menores fueron acallados con el pago en efectivo de un tercio de la deuda: contentos también ellos por haber recuperado al fin dinero que habían dado por perdido para siempre.

Más difícil fue regular la cuestión con Boccazza, un tipo obstinado y astuto que debía su nombre a la coz de un mulo terco que, por haberle fracturado la mandíbula, le había dejado incapaz de cerrar correctamente la boca. En otro tiempo hombre de confianza del conde, ese Boccazza se había adueñado poco a poco de cierta cantidad de efectos que, si los hubiera hecho valer, lo habrían convertido en propietario de todo. La suma que exigía para liquidar el asunto era desproporcionada: si Salvo pagaba la deuda, tendría que declararse en quiebra antes de empezar.

Un primer encuentro resultó inútil. Boccazza quería lo suyo, y lo quería lo antes posible.

Sus hombres se impacientaban. Salvo dudaba. Estaba a punto de iniciar una gran empresa con el dinero de un exiliado, que no debía figurar en modo alguno. Todos debían creer que se trataba de una idea de un forastero—él mismo—que tenía amigos influyentes en Inglaterra. No había que llamar la atención de las autoridades. En Palermo habrían bastado dos o tres incendios, algún destrozo, el asesinato de un animal, incluso romperle las piernas al cabeza de familia. Pero allí las cosas no eran como en Palermo. Y Boccazza se había mostrado reacio a comprender el concepto de «política»; así pues, se hacía necesario recurrir a la «fuerza política». Al menos, de forma mínima.

Salvo invitó al rival a una comida.

—Pactemos un acuerdo—propuso Salvo, cuando iban ya por la segunda botella de vino.

—¿Un acuerdo? ¿Y qué hay que acordar?—respondió el otro, desconfiado.

—Tú me das lo que me corresponde y te quedas con los viñedos, las prensas, las quintas, los almacenes y todo lo demás.

—Yo te doy la mitad y seremos socios.

—¿Yo socio tuyo? ¿Contigo? ¡Qué tonterías dices, Salvo Matranga!

—¿Y qué quieres hacer, Boccazza? ¿Realmente te quieres quedar con el Baglio?

—¿Y por qué no?

—Porque tú no sabes hacer vino. Y esta tierra, en tus manos, se arruinará más que con el conde.

—Ya veremos… Entre tanto, tienes una semana para pagar. Si no…, ¡aire!

Boccazza escupió al suelo, como para poner fin a la charla. Salvo levantó la mano que le quedaba y sonrió.

—Un momento más, por favor…

Los hombres de Salvo se colocaron detrás del obstinado Boccazza, que se volvió, inquieto. Salvo no dejaba de sonreír.

—Una vez—empezó, tranquilo—un amigo mío, un gran señor, me habló de un libro. Dentro de ese libro estaban las hazañas de un condottiero de los tiempos antiguos…

—Pero ¿qué coño dices?

Los hombres se movieron. Salvo reprendió a Boccazza.

—Estate quieto. Es de buena educación escuchar cuando alguien habla… Boccazza hizo ademán de levantarse. Luego, intuyendo algo, se quedó inmóvil donde estaba.

—Bravo—continuó Salvo—. Pues bien, este condottiero, cuando quería conquistar una ciudad, se presentaba ante sus murallas con el ejército y banderas blancas. Hacía que lo llevaran a la presencia del rey del lugar y le decía: amigo mío, si tú me entregas la ciudad por las buenas, yo te salvo la vida y las casas. Basta con que me digas que sí y pagues el tributo, y todo sigue como antes… Si el rey decía que sí, todo bien. ¿Me sigues, Boccazza?

—¿Y si decía que no?—preguntó el otro, cada vez más inquieto.

—Si decía que no, el condottiero se despedía, con educación, y se marchaba. Al día siguiente, regresaba. El mismo ejército, pero en esta ocasión con las banderas rojas. Hacía que lo llevaran a la presencia del rey y le decía: amigo mío, ayer me dijiste que no, pero yo soy una persona sensata, una persona razonable… ¿Me sigues, Bocca’?

—Te sigo.

—Bravo. Entonces, decía el condottiero, hoy las condiciones han cambiado. Yo te salvo la vida. Sin embargo, dado que me has hecho perder el tiempo, ahora tengo que destruir la ciudad. Llegados a ese punto, casi todos decían que sí. Casi todos…

—¿Y los que decían que no?

—Eh…, el condottiero se despedía y se marchaba. Al día siguiente regresaba con su bravo ejército, pero las banderas eran negras: ya me has hecho perder la paciencia, querido rey…, ahora no solo destruiré la ciudad, también te quitaré la vida… ¿Me he explicado, Boccazza?

Boccazza miró alrededor. Los muchachos estaban quietos. El aire era pesado. Maldijo el día en que aquel palermitano arrogante había desembarcado en Marsala. Estuvo a punto de ceder. Pero luego razonó: ¿qué pueden hacerme? Todos saben que estamos peleando por el Baglio. Y todos saben que hoy nos hemos visto. Y aunque me mataran, los pagarés pasarían a mis hijos. Por eso, no le conviene. Solo está tratando de asustarme.

—Pero tú no tienes ejército, Salvo Matranga.

—Y tú no eres un rey, Boccazza. Vete en paz. Por ahora.

Boccazza le había concedido una semana. Durante seis días cada uno de sus pasos fue seguido por las sombras omnipresentes del Tullido y de Capagrossa. No hacían nada por esconderse, no movían un músculo, no hablaban. Pero dondequiera que Boccazza fuera, ellos estaban allí, mudos, rígidos, indiferentes, con la mirada fija en el objetivo.

El último día, Boccazza se arrastró hasta la casa de labranza. Estaba pálido, con la mandíbula imperfecta temblando de indignación.

—¡Te llevo a los guardias, Salvo Matranga!

—¿Y qué les dirás, Boccazza? ¿Que no te ha gustado la comilona?

—Tus muchachos…

—Son libres de ir y venir donde les parezca…, ¿o me equivoco?

—En cuanto salga de aquí, llevo los pagarés al tribunal. ¡Y tú tendrás que dejar esta casa!

—Cogeré una a cien metros. Dinero no me falta…

Boccazza comprendió que no podría resistir aquel acoso. Si había entendido quién era y qué representaba Salvo Matranga, antes o después, llegaría el golpe. Y por otra parte, Salvo no se equivocaba: ¿por qué delito habría podido denunciarlo? No, aquello era una guerra. Y él, que no sabía cómo estaba hecha una pistola, nunca la ganaría.

—Pues bien—suspiró vencido—. Acepto. Seremos socios.

—Lo siento. Esas eran las banderas de ayer. Banderas blancas. Hoy es otro día. Las banderas se han vuelto rojas.

Al final, Boccazza terminó con el veinte por ciento de la deuda original y un extra por la cesión de la casa.

—No es bueno que permanezcas en Marsala—le explicó afable Salvo Matranga—. No me gusta que escupas en mi casa.

Boccazza se fue a las Calabrias maldiciendo su cobardía. Salvo inscribió la nueva marca de la sociedad: Baglio de Catafratto, por el antiguo nombre de la finca. Al futuro barón le gustaría. Y así, con mal disimulado orgullo, le comunicó a Michele Liberato que la aventura comenzaba. Gracias a Dios, a un poco de «fuerza política», no más de la estrictamente necesaria, y a Tamerlán el Grande.