Milán, abril

UN joven patrullaba en el foso del castillo Sforza. Venía de Cerdeña. Era bajo, musculoso pero ágil, tenía el pelo corto y rizado y unos sorprendentes ojos azules, herencia de una de las tantas invasiones que habían mezclado la sangre de la isla. Lo llamaban Tierra de Nadie. Lo llamaban asesino. Un día, el rey de Turín cerró por ley los pastos que durante milenios habían sido patrimonio libre de todos los pastores, de todos los campesinos. De la noche a la mañana, unos cuantos ávidos especuladores se transformaron en los dueños de la tierra. Pero la tierra es de todos, gritó su padre, cogiendo el fusil. Su padre combatió siete largos años contra la perversa «ley de los cierres». Se convirtió en un bandido legendario. Soldados, carabineros, curas y espías habían emprendido una caza despiadada. Rondaba de pueblo en pueblo animando a la gente a pelear contra los señores que chupaban la sangre de Cerdeña. Letreros con el lema de su banda, «La tierra es de todos», aparecían en las paredes de los caseríos más aislados y en los muros de los cuarteles del ejército real y, a veces, lo tatuaban con sangre en los cuerpos de los renegados. Su padre cayó en una emboscada una mañana de abril. Cuando estaba rodeado por los guardias, prefirió darse muerte él mismo. El chico era aún niño cuando, en la placita de Tonara, le mostraron el cuerpo de su padre colgado cabeza abajo.

Un teniente de Saboya escupió sobre los pobres restos.

—¡Decía que la tierra es de todos!—gritó, dirigiéndose a la multitud de hombres silenciosos y de enmudecidas mujeres vestidas de negro, que nunca se doblegarían ni derramarían una lágrima—. Vedlo ahora: es tierra de nadie.

Él tenía solo siete años. Esa misma noche se presentó a los soldados de guardia y dijo que quería abrazar por última vez el cuerpo de su padre. Los soldados le dejaron hacer. Estaban nerviosos, temían incidentes. Los pastores llevaban horas haciendo sonar las esquilas del rebaño: un canto fúnebre en honor de su padre, el bandido. Se apoderó del cuchillo que su padre escondía siempre en una bota. Había decidido que su nombre sería Tierra de Nadie. Había decidido que la venganza sería el propósito de su vida. El destino, sin embargo, decidió de manera diferente. Su madre intuyó su determinación y se lo encomendó a un familiar de la ciudad. El pariente lo hizo entrar en el seminario. Huyó. Fue prendido y castigado. Huyó de nuevo, lo prendieron otra vez y lo castigaron más duramente. Se dio cuenta de que si quería lograr su propósito, tendría que fingirse sumiso. Crecer, fortalecerse, aprovechar la primera oportunidad que se le presentara.

Diez años más tarde era para todos un muchacho prudente. Pero por la noche, cuando nadie lo veía, se ejercitaba golpeando objetivos de barro y paja. El día que cumplió dieciocho años, le comunicó al prior su intención de hacer los votos. El prior lloró de emoción y lo llevó a su lado en la procesión de la Asunción. Tierra de Nadie le besó la sotana. La procesión atravesó las calles céntricas de la ciudad, aclamada por la multitud. Tierra de Nadie avanzaba tranquilo y concentrado, sosteniendo una imagen de la Virgen, y mientras tanto exploraba rostros, inspeccionaba fisonomías, escrutaba perfiles. Buscaba al hombre que había escupido sobre el cadáver de su padre. Lo vio, de pie en el palco de autoridades. Estaba gordo y abotagado, resoplaba y sudaba apretado en un uniforme demasiado estrecho. Había ascendido a coronel. Cuando la procesión desfiló frente al palco, Tierra de Nadie se separó para acercarse al oficial. Con una media reverencia, le tendió la imagen. Mientras el oficial, sorprendido, aceptaba la ofrenda, con un rápido movimiento extrajo el cuchillo de la sotana y le cortó el cuello. Ni siquiera intentó escapar y, sin embargo, en la enorme confusión, habría podido hacerlo. Se entregó. Lo esposaron y golpearon. Le interrogaron. Su calma helada impresionó a los investigadores. Un importante médico dijo que estaba loco y, como tal, no podía ser condenado a muerte. Lo encarcelaron en un fuerte húmedo, con cadenas en los pies y un pesado collar de hierro. Las autoridades de la Iglesia plantearon conflicto de jurisdicción. Los piamonteses, que lo habrían fusilado en el acto, tuvieron que enfrentarse a una sofisticada batalla legal.

Escapó tres meses más tarde, mientras lo trasladaban al continente. Se embarcó como grumete. Él, un hombre de la tierra, tuvo que adaptarse a las leyes del mar. Se dijo: será por poco tiempo. Pronto se olvidó de su intención. Aprendió lenguas desconocidas, amó a mujeres a las que nunca vería por segunda vez. El cuchillo acabó con alguna vida, y salvó la suya. El mar podía ser bravo y dulce. Aprendió a amarlo. El mar no conocía límites. El mar saciaba su sed de libertad. Encontró italianos en Caracas, en San Francisco, en las escalas más infames del norte de África. Todos le hablaban de movimientos fracasados, de represión, de un tal Mazzini. Todos huían de algo o de alguien. Él, entonces, se sentía en paz consigo mismo y con el mundo. Las noticias resonaban en sus oídos distraídos como una música irónica y suave. Luego, dos meses antes, en Marsella, alguien había dicho que en Italia se respiraban vientos de revolución en el aire. Un nombre corría de boca en boca: Garibaldi. También él un marinero sin una patria, un héroe predestinado según muchos, un aventurero que había traficado con esclavos según otros. Había marineros eslavos que escuchaban escépticos y húngaros que se inflamaban y gritaban que la libertad de los italianos era también su libertad. En un abrir y cerrar de ojos, se formaron dos facciones. Estalló un altercado. Tierra de Nadie estaba instintivamente con los húngaros. Los eslavos fueron puestos en fuga. Le preguntaron cuándo se embarcaría para ir a liberar Italia. «Cuándo», no «si». Sintió que algo moría y algo nacía en su interior. Recordó a su padre colgado boca abajo, acarició el cuchillo, decidió.

Llegó a Milán pocos días después de la expulsión de los austriacos. Preguntó cómo encontrarse con Mazzini. Se rieron de él. Mazzini estaría en Londres, o en París, o en Lugano, seguro, lejos de sables y fusiles… A un republicano le cayó simpático.

—Si tienes tantos deseos de luchar, muchacho, ve con los piamonteses. El rey Carlos Alberto necesita carne fresca para su conquista.

Pero él nunca vestiría el uniforme de los asesinos de su padre. Se unió, al fin, a una brigada de voluntarios, en su mayoría estudiantes toscanos: jóvenes llenos de excelentes intenciones, con sus ojos iluminados por el sueño de la causa, pero sin esa malicia que, en acción, salva la vida. Estaban acuartelados en Milán. La acción tardaba. En Tierra de Nadie crecían la impaciencia y el tedio. Había decidido cambiar Milán por Venecia, donde el abogado Daniele Manin resistía impávido el asedio de los austriacos, cuando corrió el rumor de que Mazzini llegaría de un momento a otro. El día en que Mazzini entró en Milán, estaba preparado, como todos, para recibirlo con orgullo, preparado para empuñar la espada y derramar su sangre. Pero le ordenaron hacer guardia en algunas calles en torno al castillo: Milán estaba liberada, pero los austriacos se reorganizaban y siempre era posible una contraofensiva.

Y de este modo, mientras recorría con el fusil al hombro el foso, Tierra de Nadie encontró a Lorenzo y su vida cambió.