Red House (Yorkshire), otoño 1853

PARA el dorado exilio que no sabía si terminaría ni cuándo, lord Chatam prefirió, antes que la dorada campiña de Kent, la áspera desolación de Yorkshire. Atendió personalmente los trabajos de renovación de una vieja residencia nobiliaria, que rebautizó como Red House, «casa roja», porque el rojo de las paredes, de los marcos, de los muebles y de las cortinas es el color dominante, único antídoto al gris uniforme del páramo.

Para la inauguración invitó a sus personas queridas. A la persona querida, mejor dicho: la Bruja, que, a causa de su insano amor ecuménico por sus semejantes, se ha llevado con ella a la variopinta compañía de los londinenses. Así pues, lord Chatam se encuentra rodeado por lady Violet y la pequeña Cristina Devi, amorosamente mecida por una fría y digna nodriza hindú que responde al nombre de Tabitha, «gacela» en hindi. No está presente el nuevo esquire Mario Tozzi, ocupado con su nueva actividad de comerciante de vinos nobles, con los buenos auspicios de lord Cosgrave padre.

—Te envía muchos saludos, Jerome. No olvidan, ni él ni Michele Liberato, que sin tu sabio consejo nunca habría nacido la empresa. Y te piden que aceptes este regalo.

Dos siervos descargan las cajas con el apreciado marsala del Baglio di Catafratto. Lady Violet se aleja para controlar que no se pierda ni siquiera una botella del preciado líquido. El revivido y siempre demacrado pintor Dante Gabriel Rossetti se acerca a lord Chatam y le susurra algo al oído.

—¿Queréis saber el verdadero motivo de la ausencia del triunfante joven? El burdel de Rosie Wexingham. Ahora que puede permitírselo, Mario es cliente fijo…

El nombre de la que fue niña desgraciada, y ahora legendaria maîtresse, provoca un estremecimiento en lord Chatam. Janet Corrigan, la fogosa irlandesa, la última llama del pintor, se acerca y lo coge por el brazo, riñéndolo en voz baja porque «quién sabe qué maledicencia has susurrado al pobre Chatam, que ya tiene bastantes penas con su injusto exilio». Lord Chatam ve alejarse a la pareja hacia una hilera de arbolillos escuálidos, que, se puede asegurar, no sobrevivirán al duro invierno de Yorkshire, al polvo de las minas que se insinúa por todas partes. En el mejor de los casos, crecerán torcidos y raquíticos como los hijos andrajosos de los pastores del condado. Janet ha jurado «salvar» a Dante Gabriel. El pintor está dispuesto a permitir el experimento, hasta que se harte y vuelva al vicio, o se busque una nueva amante. ¡Sublime dedicación femenina a la imposible redención de los perversos!

Pero la referencia a Rosie perturba el corazón inquieto de lord Chatam. Todo comenzó por ella, o mejor dicho, por un innatural gesto de bondad. Un gesto por el que se había decidido para librarse de la insistente pareja de sufragistas. Sin embargo, desde que lo han alejado de Londres, en la soledad del Shire, lord Chatam se ha sentido peligrosamente fuera del camino. La sensación de estar siendo zarandeado por una fuerza externa se ha instalado en sus pensamientos. Debería coger aparte a la Bruja y contárselo. Explicarle que añora los viejos tiempos, que ha entrado en contacto con un sinvergüenza de Sheffield, un individuo que controla un discreto rebaño de pastorcillas…, y la fascinación y el horror se lo están disputando.

La Bruja está inmersa en una densa conversación de gestos con Tierra de Nadie y el rabino Solomon. Tierra parece sombrío y malhumorado.

—No está atravesando un buen momento—lo justifica la Bruja, cuando finalmente lord Chatam consigue llevarla a un quiosco adornado con plantas trepadoras de América—. Está ofendido con Mazzini porque no lo incluyó en la insurrección de Milán. ¡Pero yo estoy encantada de que no se haya unido a esos locos!

—¿Llamas locos a los patriotas? ¿A los que quieren liberar a tu país de la opresión?

—Sus métodos me desconciertan, lord Chatam. Se puede abatir a un tirano, pero ¿y después?

—El después se piensa después, querida mía, ¿no crees?

—No…, es necesario pensarlo ahora. Formar las conciencias. Educar al pueblo. La educación lo es todo.

—Pero qué gran maestrita, mi Bruja.

Y lo dice con dulzura, sin sarcasmo. La Bruja lo mira perpleja.

—Y tú, querida, ¿qué momento estás atravesando?

Un momento confuso, le explica. La muerte de lady Ada ha asestado un golpe terrible a Babbage. El matemático vuelve cien, mil veces sobre los mismos cálculos, recorre caminos tantas veces trazados, hace y deshace su eterna tela de Penélope. Está indeciso en todo, paralizado.

—Yo creo que esa máquina maravillosa no la vamos a construir nunca…

—Quizá no es el momento justo.

—Y quizá nosotros no seamos las personas justas…—replica ella.

Luego, de golpe, el movimiento de los dedos se detiene. La Bruja fija sus ojos escrutadores en los de lord Chatam y, sin añadir una palabra, le da la espalda y se va.

Con cierta decepción, mientras los criados disponen los manteles sobre la gran mesa y se entrecruzan los comentarios sobre el clima (¿Lloverá? ¿Con este sol? Ya conoces Inglaterra, querida, sabes lo imprevisible que es el tiempo, aquí entre nosotros), la ve alejarse. ¿Por qué ha interrumpido tan bruscamente la conversación? ¿Ya no siente interés por él? ¿Ha intuido algo de la tormenta que está agitando su ánimo?

En la comida, la Bruja está taciturna, come apenas un bocado o dos de las especialidades francesas que el lord había encargado a la única cocinera decente de los alrededores. Por último, es ella la que insiste, a la caída de la tarde, en que el grupo regrese a la ciudad, donde podrán tomar el último tren hacia la capital, rechazando así la invitación de lord Chatam para quedarse allí por la noche.

—¿Por qué tanta prisa por volver?—le pregunta Tierra de Nadie dándole un suave masaje en el cuello, cuando ya están en el coche.

—He sentido el soplo del mal—responde ella, triste.