Isla de Favignana, marzo de 1858

DESDE la noche de Navidad, Tierra se había asociado con los camorristas. Veía a la Bruja una vez a la semana. Vivía a la espera de esos breves momentos. El resto del tiempo, proyectaba la fuga. El siciliano, al cual había solicitado ayuda, consideraba el proyecto irrealizable. Pero, con todo, debía existir el modo de huir de la Favignana. Cincuenta años antes lo habían conseguido los antiguos carbonarios. ¿Por qué no iba a lograrlo él? Debía salir de aquella prisión. La Bruja lo imponía, la Bruja lo exigía. La Bruja lo llamaba hacia sí. Hacia sí y a la lucha.

Le había relatado el secuestro, la liberación, la muerte de lord Chatam. Le había explicado el sentido de su primer mensaje: la violencia tiene su número. La violencia es parte del orden general porque es parte de nosotros mismos, de nuestra existencia, de la vida de cada uno. Ahora sé, decía la Bruja, que nunca podrás prescindir de tu lucha. Y ahora sé que tu lucha es también la mía. Y será violenta.

Tierra había sondeado con cautela a los camorristas. En vano. Ni don Totò ni sus hombres estaban interesados en una fuga. Vivían su prisión tranquilos, satisfechos del privilegio que les permitía imponerse a los otros «comunes», leales al acuerdo estipulado con Salvo, confiados en una amnistía. ¿Acaso no está el rey enfermo y, se decía, próximo a la muerte? Bien. Es tradición que, muerto un rey, el sucesor se gane al pueblo con una amnistía. Por lo tanto, los camorristas esperaban. Pero ninguna amnistía podría nunca poner en libertad a los enemigos jurados de la monarquía. Por eso, él y sus compañeros no podían esperar. Y él, por añadidura, se había quedado solo. Totò le había asegurado que los compañeros habían sido transferidos a otras cárceles.

—Y alguno ha dado las gracias al rey.

—Eso no puedo creerlo.

—¡No todos son tan tercos como vos!

Totò era un tipo extraño. Una mezcla de astucia, fidelidad a las reglas y falta de escrúpulos. Ignorante como una cabra, a duras penas sabía emborronar cuatro palabras en el lenguaje cifrado de la Camorra y dependía del mítico Masto, el gran capo al que había jurado obediencia ciega «hasta la muerte». O hasta que le llegara la ocasión de ocupar su puesto. Y como él, los demás: no las fieras sedientas de sangre descritas por la propaganda; si acaso, hombres como otros muchos, hombres cuyos vicios y defectos, cualidades y virtudes se acentuaban con la reclusión. No animales de una raza diferente, pero tampoco compañeros con los que contar en momentos de necesidad. Con uno de ellos, sin embargo, Tierra había creado un vínculo que podía decirse cercano a la amistad. Se llamaba Gigginiello. Era bajo y con el pelo rizado. Un hijo de los barrios españoles, sagaz, brillante, generoso. A veces fanfarroneaba de sus hazañas: acuchillamientos, reyertas, hurtos; otras veces lo veía sombrío, inmerso en quién sabe qué negras cavilaciones. La chispa entre ellos había saltado cuando Gigginiello se presentó a Tierra y le pidió permiso para arreglarle el catre.

—¿Por qué? ¿Crees que no soy capaz de hacerme la cama solo?

—Es una orden de don Totò. Perdonadme, pero vos sois huésped de respeto y yo os he sido asignado.

—Bien, agradéceselo a don Totò de mi parte, pero dile que aquí somos todos iguales. Todos prisioneros del mismo modo.

—Don Totò no entiende ese lenguaje.

—Lo siento, pero tampoco yo comprendo vuestra lengua.

Gigginiello, que ya había pensado algo en el asunto, volvió después a la carga con una propuesta de mediación.

—Hagamos lo siguiente: vos le dais las gracias a don Totò y le decís que yo soy un muchacho excelente…, después os hacéis la cama y todos contentos.

Tierra aceptó el compromiso. Y Gigginiello le pidió que le enseñara a leer y escribir. Tierra se entregó con pasión a esa tarea, orgulloso de los progresos de su avispadísimo alumno. Hasta que una noche, Gigginiello le pidió que le explicara en dos palabras por qué uno como él, ni soldado ni señor, había acabado en la cárcel.

—Por la Revolución —respondió orgulloso Tierra de Nadie.

—¡O sea, para echar al rey y para poneros vosotros en su lugar!

—O sea, para echar al rey y para poner en su lugar a la República y a la Italia unida.

—¿Y después?

—Bueno, eso es ya un comienzo.

—No, quiero decir…, esta República, ¿que significa para mí?

—Por ejemplo, que todos los hombres son iguales.

Estuvieron discutiendo hasta el toque de queda, cuando Tierra vio con el rabillo del ojo que Gigginiello se había apartado para hablar con don Totò.

A la mañana siguiente, el capo le habló con expresión severa.

—Vuje l’avite a ferni’ ’e mettere ‘sti tavani dint’a capa ’e guagliune!51

—¿Qué tonterías?

—Ca simme tutti euàle, e cose accussì!52

—Habéis hablado con Gigginiello, ¿eh?

—Chillu è nu bravo guaglione, Tiene famiglia, fora accà. Ancora due anni, si ’o Re nun mòre apprimma, 53quedará en libertad. Y cuando esté fuera, tiene que recuperar su vida. Y su vida es ser nu bravo camorrista. Pero si vos le metéis ’ncapa malas ideas, él dejará de ser nu bravo camorrista y se convertirá en nu scunnùto… ¿Me comprendéis? En un desgraciado.

—Don Totò, yo he comprendido solo una cosa. Que debéis cambiar de ideas… Vos, no Gigginiello.

Tierra se encontró tendido en el suelo con la nariz ensangrentada antes de poder siquiera intentar defenderse. El camorrista había perdido la paciencia. Y cuando intentó levantarse, seis, ocho, diez manos potentes lo sujetaron en aquella incómoda posición, con la cara a un centímetro de los zapatos de don Totò, vencido, impotente.

—¿Habéis visto? Vienen aquí a hacer la revolución, e mo’ ci insegnano pure comm’ amm’a campa’! Tiratelo su a ’stu strunze!54

Lo pusieron en pie. Totò ’o Meschiniello era una máscara de odio.

—Vuje nun me putite fare la morale a me. Pecché vuje site peggio ’e nuje! Peggio, sissignore! Cumpa’!—gritó vuelto hacia los otros—.’O sapite ca ’o signurino se crede che i compagni suoi stanno, che saccio, alla Vicaria o al castello di Trapani…55

Un coro de sonoras carcajadas ahogaron las últimas palabras del capo. Con la mirada velada por la sangre y el dolor, Tierra vio a Gigginiello: estaba apartado, esquivando su mirada, con los puños apretados.

—Vuestros compañeros…, ¿queréis saber dónde están? Venid conmigo, que os los enseño… ¡Jacobinos!

Los camorristas actuaban como una sola mano. Ni siquiera era necesario que Totò los guiase. Sabían exactamente qué hacer. Cada uno conocía su papel en la macabra representación que siguió.

Golpearon la puerta de madera. Los superiores abrieron. Totò y otros dos cogieron en volandas a Tierra de Nadie y lo llevaron a rastras por las escaleras hasta el patio. Un tropel de presos comunes y de guardias se sumaron a la procesión. Insultaban, se burlaban, escupían, entonaban cancioncillas sarcásticas sobre la República y la Italia unida. Desde el patio, siguieron por una trinchera que Tierra desconocía. Comenzó a resonar un grito potente: «¡A la fosa! ¡A la fosa!». Zarandeado por todas partes y con la ropa desgarrada, Tierra se encontró sobre una enorme cisterna cerrada por un bloque de piedra viva. A un gesto de Totó, movieron la piedra lo suficiente para permitir la vista. Un hedor inhumano lo invadió.

—¡Mira, imbécil, mira a tus compañeros!

Estaban allí abajo. Veinte por lo menos. En siete metros de espacio, atados por los pies de dos en dos y además encadenados, iluminados por una única luz débil que penetraba a través de un lucernario altísimo. La piedra cerraba el acceso, posible solo desde arriba, gracias a una polea movida por unas maromas corroídas.

Tierra retrocedió. Totò ’o Meschiniello lo sujetó por los hombros y lo obligó a mirarlo a los ojos.

—Ah, fete, eh, fete ’a morte! Statemi bene a sentire: vuje nun site comm’a chelli là, vuje nun site euàle a isse. Vuje site… cchiù euàle, mi sono spiegato? E mi dovete dire grazie, grazie, don Totò, perché se non era per me… e pe’ l’amici vuoste siciliane… a chest’ora…56

Tierra miró fijamente al camorrista. Después cogió impulso y le escupió a la cara. Y antes de que el capo pudiese reaccionar ante la sorpresa, se lanzó al agujero. Bruja, pensó al caer en el montón andrajoso de sus compañeros, Bruja, he vuelto a casa. Tú lo entenderás y, si un día volvemos a vernos, no tendré que justificarme.

 

 

 

Salvo Matranga le dio la noticia a la Bruja y, con todo el ánimo del que era capaz, la persuadió de que volviera a Londres. No habría más encuentros quién sabe durante cuánto tiempo; habían cambiado las reglas por culpa de una… «acción represiva» del Borbón que volvía imposible cualquier acuerdo con los políticos en el interior de la Favignana. Después le entregó una carta sellada para Michele Liberato: «Preparad a la Bruja para lo peor—había escrito—. En las condiciones actuales, no puedo ni siquiera garantizar que quien sabéis sobreviva a la venganza de los camorristas». Mientras la Bruja se alejaba vacilando, después de haber rechazado el ofrecimiento de un carruaje, Salvo Matranga pensaba que sí, el sardo habría sido un digno miembro de la Sociedad, pero que entre la Sociedad del sardo y la de Salvo nunca podría haber verdadera comunidad. Aliados tal vez, pero durante un tiempo, de cara a un objetivo, después cada uno por su lado. Nunca, como en ese momento, con el eco aún caliente del sacrificio del sardo, nunca las reglas de la Sociedad se le habían aparecido en toda su sagrada sabiduría. Era todo cuestión de política. Un Hombre nunca se habría dejado morir en nombre de un abstracto principio de igualdad. Por el contrario, habría sacado beneficio del privilegio, quizá para buscar luego el modo adecuado de ayudar a los demás y de contrarrestar a los carceleros. En esto, concluyó meditabundo encendiéndose un cigarro, en esto está la diferencia entre nosotros y ellos: nosotros sabemos hacer política de verdad.

Londres, abril de 1858

—¡No culpable!

Un inmenso fragor acoge el veredicto de los jueces. Desde las gradas de la sala grande del Old Bailey, una marea humana rebasa las barandillas de protección, a los policías de guardia, a los funcionarios y a los oficiales judiciales, y se lanza sobre el banquillo de los acusados para estrechar con un eufórico y caluroso abrazo al hombre cuya vida, hasta un instante antes, estaba amenazada por la horca y que ahora podría volver, libre y respetado, a sembrar su verbo revolucionario.

Lorenzo siente deslizarse la mano de lady Violet, que ha estrechado con dulce furor y secreta confianza durante la interminable espera de la sentencia, y la ve huir excitada, triunfante. Su mirada se cruza con la del fiscal general. Sir Fitzroy Edward Kelly, una máscara de irritado estupor, recoge sus inútiles documentos con una mirada de gélido desprecio hacia los tres jueces que han absuelto a uno de los acusados más altaneros y culpables de los que ha tenido que procesar. Los revolucionarios de todo el mundo se agrupan en torno al doctor Simon-François Bernard. ¡Absuelto por insuficiencia de pruebas! ¡Libre! Bernard es maltratado, besuqueado, periodistas de todo el mundo piden una declaración suya. Pero Bernard calla. Tiene la cara pálida, la chaqueta azul oscuro moteada de caspa. Parece más sorprendido e irritado que el ministerio público.

Lorenzo llega a la salida agitado por un tumulto de pensamientos. Bernard no se esperaba la absolución. Bernard no quería la absolución. Bernard quería el martirio. Se lo han negado. Y él se tiene ahora por hombre acabado. ¿A qué viene amenazar de muerte a los agentes que lo han detenido? ¿Por qué reivindicar el atentado de Orsini, jurar que, si acaso lo liberan, regresaría a París para eliminar personalmente a cada tirano que osara ocupar el puesto de Napoleón III? ¿Por qué responder despectivo a sus abogados, que le mostraban los cráneos en formaldehído de los condenados a muerte y le preguntaban si quería acabar así? ¿Por qué responder: «Si es el destino…»? ¿Por qué, por qué? ¡Pues por la gloria, demonios, por la huella dejada en el infinito, por la vanidad!

Lorenzo puede leer el corazón de ese revolucionario porque lo siente muy similar al propio. Habrían sido perfectos como gemelos, él y el doctor Bernard. Orsini y Pieri guillotinados un mes antes en París; Bernard, el que manda, el inspirador, libre. Injusticia, en apariencia. Profunda sabiduría de la historia, en realidad. ¿Qué mente refinada, si no la inspirada por el soplo divino, podía imaginar para el ambicioso Bernard una pena peor?

Por la noche, todos cenan en casa de lady Violet. Gran parte de los gastos legales han sido pagados por ella.

Lady Violet es mármol, es granito, es pureza y fuerza. Pasa por los peores engaños, pero siempre está dispuesta a conceder una segunda oportunidad. A todos. Menos a él. Poco antes, tratando de aprovechar el fuego de la pasión revolucionaria, ha intentado robarle ese beso que espera desde hace años. Ella se echó a reír: pero ¿qué haces? ¿Te parece el momento? Al final, se verá burlado. Como Bernard, que no tiene ni siquiera las palabras para describir su empresa, y ahora escucha, apagado, taciturno, el elogio de una cabeza exaltada polaca, o quizás irlandesa, y trata de ahogar los negros pensamientos en el champán, mientras con una mano rebusca bajo las faldas de su vecina de mesa. Una ardiente revolucionaria, of course.