CONDUCIDO al interrogatorio el sexto día, Lorenzo interrumpe las formalidades con un gesto decidido.

—Pido que no se me llame barón. Hace años que he renunciado a mi título, deberíais saberlo.

El magistrado frunce el ceño y se pasa la mano por los escasos cabellos.

—No se puede renunciar a lo que viene directamente de Dios, barón.

El juez no tiene prisa. Formula las preguntas con calma, son cuestiones articuladas que a menudo contienen en sí mismas las respuestas. Lorenzo admite lo que no es posible negar: las reuniones en Corfú, el reclutamiento de voluntarios, el desembarco, la marcha al interior de Calabria, incluso la idea de provocar la revuelta.

El investigador parece satisfecho con la conducta del investigado. Con un gesto majestuoso deja los lentes sobre el expediente, va a la puerta, la abre y dice algo a un secretario. Unos minutos más tarde aparece un sirviente con una jarra de vino dulce y rosquillas espolvoreadas de azúcar.

—Servíos, por favor, barón.

Lorenzo rehúsa. El juez se sirve una copa de vino, muerde una rosquilla, sonríe comprensivo.

—No despreciéis los productos de nuestra tierra, barón. Los hacen con amor nuestros campesinos.

—¿Y los han probado alguna vez esos campesinos vuestros a los que tratáis como siervos de la gleba?

El juez suspira.

—Pero, en realidad, ¿qué sabéis vosotros de nuestra tierra? ¿Tal vez que vuestra llegada fue recibida con grandes manifestaciones populares, con gritos de júbilo? ¿Tal vez que, cuando pasabais de pueblo en pueblo, las filas de vuestra banda se engrosaron con legiones de voluntarios dispuestos a derramar su sangre por…?—El juez rebusca entre los papeles, coge un documento, lo recorre con sus rollizos dedos, al fin encuentra el punto y lee—. Aquí está: «por la igualdad de derechos y deberes, de penas y recompensas…». ¿Ha sucedido, quizá, todo esto, barón? Si hubiera sucedido, permitidme utilizar un dicho nuestro…, si hubiese sucedido, ahora seríais el cuchillo y yo la carne, y sin embargo…

Lorenzo calla. Casi mecánicamente, dirige la mano a la bandeja, coge una rosquilla y se la lleva a la boca. El juez aprueba complacido.

—No, no ocurrió nada de esto. Esta plebe que os proponéis rescatar de su condición de servidumbre, esta plebe está tan entusiasmada con vuestra ayuda que os llama «bandoleros», «bandidos», «asesinos».

Lorenzo deja la rosquilla mordisqueada. Se levanta, esforzándose por conferir a sus palabras el tono más orgulloso.

—Según parece, todo lo sabéis, excelencia. No entiendo el sentido de este interrogatorio.

—Sentaos, os lo ruego—le invita, conciliador, el juez—; os hablo como un padre, sed comprensivo.

Lorenzo, a su pesar, obedece. De aquel hombre emana una especie de fuerza tranquila que se está introduciendo lentamente en sus defensas. El juez se coloca los lentes y se inclina sobre los papeles. Los examina un momento y, a continuación, se concentra de nuevo en Lorenzo. Su tono se vuelve grave, casi hierático.

—No todo está perdido. Mantengo la fundada esperanza de que el proceso que se celebre pueda concluir de modo… aceptable para ambas partes. Pero vos…, vos tenéis que aclararme un hecho esencial para la reconstrucción de la operación. Y tenéis que convencer a vuestros compañeros de que vuestro futuro, vuestro honor, vuestra propia vida dependen de esto, esencial para nosotros.

Lorenzo calla. Presiente que la conversación se está acercando al punto crucial. No quiere conceder nada. Ya ha sido demasiado condescendiente. El juez se inclina sobre la austera mesa de nogal. Su voz ahora es casi un susurro.

—Deseo que me informéis sobre el papel del famoso conspirador Giuseppe Mazzini en la expedición.

Así pues, esa es la clave de la cuestión: Mazzini. No hay hombre en el mundo al que los autócratas y sus esbirros teman más que a Mazzini. No hay cabeza coronada en Europa que no desee asistir a la ejecución del profeta que juró la destrucción de imperios y reinos. Lorenzo, decidido, devuelve la mirada al magistrado.

—Mazzini fue contrario a la expedición desde el primer momento. ¿No os lo han dicho vuestros espías?

Una mueca de decepción se dibuja en el rostro del juez.

—¡Barón, no queréis entender! Los informes de los espías no me merecen la mínima consideración. Es vuestra palabra la que me inspira confianza. Vos…

—Entiendo demasiado bien, excelencia—corta Lorenzo, levantándose—. De momento, no responderé a ninguna pregunta más.

—Creo que, de todas formas, encontraremos el modo de volver a hablar del asunto. Podéis iros. Los guardias os acompañarán a vuestra celda.