Junio-agosto
ROMA está en guerra. El embajador francés Lesseps cerró un pacto con Mazzini, pero al día siguiente lo desmintió su Gobierno. Los franceses atacaron y fueron rechazados. Una, dos, diez veces. Pero los prodigios de valor de Garibaldi poco pueden contra enemigos tan superiores en número y armamento. Se queman montones de cadáveres. Los heridos gimen en hospitales improvisados en el Pellegrino, amorosamente atendidos por damas nobles y prostitutas asociadas en la compasión revolucionaria. Lady Violet ocupa una cama de campaña en un rincón de la vieja prisión de Mantellate. Está delgada, descuidada. Mario no consigue hablarle casi nunca. La situación es desesperada, la guerra está perdida, de un momento a otro irrumpirán los franceses. Nadie se librará. Solo queda huir, pero Violet no atiende a razones. Mario la sorprende recitándole a un moribundo un terceto de lord Byron.
—«For freedom’s battle once begun, bequeath’d by bleeding sire to son, though baffled oft is ever won.»33
¡Vaya consuelo para ese desgraciado! Huyendo de la primera línea, Mario se inventa un trabajo tras otro, una entrega urgente tras otra. Retirado con unos pocos obreros de confianza en la fábrica de Borgo, el bando general con el que Mazzini llama a las armas a todos los varones útiles desde los dieciséis años le coge por sorpresa. Abandona a regañadientes aguja, hilo y las facturas que nadie ejecutará, pero que se volverán útiles si un día alguien le pidiera cuentas del estado de sus finanzas. Cosida en un bolsillo del chaleco conserva la carta de crédito por quinientos paoli. Ha dividido en dos la suma proporcionada por la hija de David, el usurero: la mitad para la causa y la mitad para el futuro. Si hay un futuro. Antes de reunirse con el batallón al que se le ha asignado, con un viejo fusil y un macuto lleno de galleta enmohecida, pasa a despedirse de lady Violet. Ella lo abraza, lo besa apasionadamente. Conmovida al verlo de uniforme, le pone al cuello un colgante con un extraño aro y le pide, con gesto teatral, que lo lleve siempre encima.
—Es una svāstika, el símbolo del sol. Te protegerá de las balas de los enemigos como protegió a mi padre en la India.
Mario va a la batalla con la muerte en el corazón. En la cabeza tiene un único pensamiento: Londres. Se cruza con Mazzini en el camino que lleva a las estribaciones del Janículo, donde Garibaldi sigue impertérrito con sus matanzas de casacas azules. El Maestro, como de costumbre vestido de negro, lleva un bastón con la empuñadura de plata. Se desplaza de barrio en barrio, de carretera en carretera, confortando a quien está cansado, reforzando a quien titubea, consolando a las viudas y a los afligidos.
—Debemos dar a todos el sentido de una vida normal, democrática, libre—explica—. Hoy hay guerra, ¡pero la paz volverá a prevalecer!
En este deseo de entrar en el corazón del enfrentamiento, llamado por el olor de la pólvora y por las descargas de metralla, en el que tantos ven el vuelo armonioso de la abeja atraída por la miel, el exhausto Mario intuye más bien la mosca seducida por la mierda. ¡A Londres, masculla para sí, a Londres!
Junto al Maestro avanza Lorenzo. Concede a Mario una sonrisa apenas esbozada, le augura una suerte favorable, lo despide con un apretón de manos. Se ha explicado con él cuando regresó de Ancona. Ha sufrido por lady Violet, pero no le guarda rencor. Le desea a la nueva pareja un luminoso futuro. A lady Violet le ha enviado una valiosa orquídea acompañada de una nota amable. Espera, frío, la ocasión propicia, mientras nadie sospecha el hielo que lo devora. Su vida no es más que simulación, oscuridad, mentira. Un creciente y perverso placer se extiende por donde en otro tiempo había pasión y dolor. En cuanto al Maestro, ha dado por buena la versión que Lorenzo había inventado sobre los hechos de Ancona. Pero mientras se abrazaban manifiestamente, ante los demás, a Lorenzo no se le había escapado el chispeo irónico en los ojos de Mazzini.
***
La Bruja no come, no bebe y no duerme desde hace tres días. Se mueve espectral por la nueva, grande y luminosa residencia de Dante Gabriel Rossetti, devorada por una inquietud sin desahogo.
El pintor lleva semanas encerrado en el atelier. Así le gusta definir, a la manera francesa, la buhardilla de techo inclinado en la que combina los colores en un intento desesperado de recuperar un mínimo de inspiración. Toma dosis crecientes de opio y de hachís de un narguilé cuya botella ha pintado personalmente. El hastío y la postración física lo mantienen lejos de los lienzos. Al atelier suben muchas jóvenes modelos, ambiguas criaturas de sexo incierto, turbios orientales, proveedores de la materia prima de los sueños. Hace ya tiempo que él no le dirige una mirada, no la considera digna de atención. La Bruja es indiferente. La razón de su perturbación es de otra clase. La Bruja puede tolerar la traición de hombres, pero no la de los números. La Bruja busca un error. O intenta convencerse de que no puede existir error. Un error en la férrea lógica de los números. En alguna parte se esconde el error, pero la Bruja aún no lo ha descubierto. Y sentirse incapaz de descubrir el error es como admitir que los números la han traicionado. A lord Chatam, que va a verla a diario, le impide el paso la criada, también ella modelo en otra época, ahora caída en desgracia por una lamentable enfermedad de la piel que le deforma los rasgos. Lord Chatam ha cambiado. El pintor ha cambiado. El soldado rubio que la salvó de las llamas ha cambiado. La Bruja misma ha cambiado, y muy profundamente, desde que contaba las patas de las cabras en los montes de Calabria. Postular que el número par modela el orden y que el impar configura el desorden es quizá, reflexiona la Bruja, una primitiva e inmotivada ilusión. Si cada ser humano tiene asignada una secuencia numérica, y si los seres humanos se modifican, evolucionan, avanzan o degradan, también los números se modifican, evolucionan, avanzan, degradan. El orden celeste no puede, por lo tanto, reflejarse en una inmovilidad originariamente impuesta, sino que es devenir. Pero ¿el devenir no está quizá próximo al caos? ¿Cuál es la causa del cambio? ¿Un movimiento incontrolable del devenir o, tal vez, una nueva secuencia, predeterminable o reconstruible a posteriori? ¿No es quizá todo el movimiento energía? Pero ¿no tendría, no debería existir alguna huella de esta energía? Por último: ¿el caos que refrena nuestras existencias no podría quizá ser refrenado? ¿Podemos suponer que un día seremos capaces de «mandar» sobre los números, y no ser mandados por ellos?
Lady Ada Lovelace sorprende a la Bruja delante de la amplia ventana abierta sobre los jardines de Kensington. Habrá sobornado a la criada para introducirse en casa, pero, tras el primer momento de fastidio, la Bruja está contenta de volver a ver a su amiga.
—Leed aquí—le sugiere lady Ada, tendiéndole una hoja sobre la que están escritas algunas secuencias de cifras separadas por espacios blancos.
La Bruja lee y relee. Un ligero rubor se extiende por su rostro.
—La reconocéis, ¿verdad?—pregunta lady Ada.
La Bruja lo confirma. Lady Ada entona una melodía discordante. La Bruja cierra los ojos.
—Es vuestra música—explica despacio lady Ada—, son vuestros números. Vos musicáis secuencias numéricas, primero lo he intuido y después he descifrado la clave. Decidme: ¿por qué?
La Bruja no sabe contestar. Porque es mi manera de dar orden al caos, habría respondido, aún una semana antes; porque la música es armonía de más allá de lo que nosotros imaginamos que es armonía codificada por los músicos desde siempre, y el número está en la base de la estructura de cada armonía. Por último, porque el número lo es todo. Pero no en este momento. No mientras se siente tan frágil, tan carente de anclaje.
—Venid. Hay una persona a la que quiero presentaros—la invita lady Ada, y la coge de la mano.
Villa Pamphili y villa Valentini están perdidas, caídas en manos francesas después de una noche de enfrentamientos encarnizados. Entre los cadáveres insepultos de milicianos han aparecido los religiosos, cuervos revoloteadores envueltos en negra hipocresía en el séquito del general Oudinot.
—Curas bastardos—ruge Ciceruacchio, escupiendo una gran bola de tabaco marrón; luego carga el arma y liquida, casi sin apuntar, a un francotirador imprudente que asomaba un poco por el torreón del fortín Algardi—. ¡Solo bendicen y les dan cristiana sepultura a sus muertos, y los nuestros se quedan pudriéndose al sol!
Luigi, el hijo de trece años de Ciceruacchio, hace de incansable correo entre el cuartel general de villa Savorelli y el Janículo, donde aún resiste la primera línea. Garibaldi ha acudido veloz a Testaccio, ha cargado bajo un intenso fuego de artillería y ha rechazado a la vanguardia francesa. La infantería de Manara, en San Pietro in Montorio, mantiene la posición con quinientos hombres frente a dieciocho soldados enemigos. Las noticias reavivan los puestos avanzados, parte una algarabía de «¡hurra!», se grita «¡Viva Mazzini, viva Garibaldi, viva la República!». Ciceruacchio mastica tabaco y mata franceses como pollos en el matadero.
—Y entre tanto su jefe, ese pedazo de hijo de puta de La Marmora, ha bombardeado Génova. ¡Y menos mal que éramos aliados! Me parece que tienes razón tú, Lorè: había que limpiar la casa mientras estábamos a tiempo, ahora es demasiado tarde.
Lorenzo está de acuerdo y descarga el fusil en el polvo acre de un horizonte indiferenciado, velado por un sol enfermo e implacable. Mazzini se opuso a su proyecto de incendiar iglesias y confesionarios, y de colgar a los últimos curas que siguen en la ciudad. Hace apenas dos días, escribió al papa renovándole la invitación de volver a Roma, asegurándole «todas las garantías necesarias para su independencia durante el ejercicio de su potestad espiritual». Y Mazzini ha ordenado siempre celebrar con gran pompa las fiestas religiosas, abriendo al pueblo, sorprendido, basílicas y sacristías.
—Es una locura—saltó Lorenzo.
—¡Locura sería cubrirse de vergüenza ultrajando a Dios!—bramó Mazzini.
La guerra adquiere, de hora en hora, rasgos sorprendentes. Por un lado, la asamblea negocia; por otro lado, se vierte sangre invocando un cambio de postura del papa. Por un lado, se promulgan leyes igualitarias, laicas y progresistas; por otro lado, se organizan tedeums para solicitar la divina protección para la empresa. Se vive, en definitiva, en medio de un caos que Lorenzo siente beneficioso y cómplice. Llega Tierra de Nadie. Los defensores del Janículo le reciben con un caluroso saludo que habla de afecto y huele a la muerte mil veces desafiada juntos. Tierra ha ganado en medio de la batalla unos galones con los que no sueña ningún comandante, ni siquiera Garibaldi, que en ocasiones también lo considera digno de su confianza. Simple soldado, es más escuchado y temido que un jefe. Su desprecio por el peligro es legendario. Su desinteresada generosidad se ha ganado el corazón de Mazzini. He aquí un hombre recto y, desde luego, mucho mejor que yo, reflexiona Lorenzo. Si ambos sobreviviéramos a la empresa, estas cualidades morales suyas podrían resultarles muy útiles a mi juego. Un idealista, un puro: ¿qué mejor aliado podría encontrar nunca un renegado?
—Tenemos que avanzar. ¡Orden del general!
Los combatientes se quedan perplejos. Defienden desde hace semanas la roca delimitada por la villa del Vascello, convencidos de que, cuando fueran finalmente expulsados, Roma caería sin remedio. Pocas las armas; las municiones y los suministros empiezan a escasear. Una salida es cosa de inconscientes.
—Estamos en las últimas—comenta Ciceruacchio cargando el arma, dispuesto a obedecer sin titubeos—, quiere eso decir que esta noche vamos todos a atizar el fuego del Infierno.
Pero a Tierra de Nadie no le gusta la muerte. En cuanto a Garibaldi, no soporta ni siquiera perder con honor. Si se ataca, es solo para ganar.
—El puesto de avanzada está debilitado por las pérdidas—explica—, las tropas de retaguardia han sido enviadas a toda prisa a San Pablo Extramuros, donde dos batallones franceses están atrapados bajo nuestro fuego. Es el momento oportuno. Los rechazaremos y ganaremos algún día de calma.
Los hombres se preparan. Entre ellos está Mario. Tiene el rostro térreo, el fusil le tiembla entre las manos. Lorenzo lo ha estudiado con cuidado, en esos días de rendición de cuentas. Puede leerle el alma. Es un vil. Piensa en una huida que no tiene el valor de llevar a cabo porque sabe que perdería para siempre a lady Violet. Lorenzo se pregunta si la próxima batalla no le ofrecerá la oportunidad que busca desde hace tiempo. Se acerca a Mario, lo incita con una frase afectuosa, disfruta del terror que se lee en sus ojos, de su palidez, del temblor.
El trompeta da el toque de ataque. Ciceruacchio lo refuerza con un grito feroz y una blasfemia. Tierra de Nadie es el primero en lanzarse al ataque. Lorenzo sujeta a Mario por un brazo y lo empuja fuera del precario refugio, hacia el fuego. Por un instante piensa que sería grotesco caer juntos, codo con codo, uno entre los brazos del otro. Pero una nueva seguridad lo sostiene desde que abrazó la fe del renegado. No morirá en Roma. El asalto pilla por sorpresa a los franceses, diseminados entre las plantas y las ruinas de villa Pamphili. Las primeras líneas vacilan bajo el fuego de los fusiles. Tierra de Nadie y dos compañeros atacan con las bayonetas a tres oficiales, que dejan caer las armas y se entregan. Continúan hacia la parte más peligrosa de la villa. Siluetas con casacas azules se perfilan detrás de los troncos voluminosos de los castaños de Indias. Los franceses se retiran. Es un tiro al blanco. Gritos, polvo y gemidos se mezclan con el sonido del trompeta francés que toca a retirada.
—¡Tras ellos!—grita la mayoría de ellos, enardecidos por el fácil éxito.
—¡Que nadie se mueva!—ordena, imperioso, Tierra de Nadie—. ¡Antes tenemos que fortificar la posición!
Mario ha disparado uno o dos tiros al azar, ahora está apoyado en un tronco y se limpia el sudor. Lorenzo está a su lado.
—¡Vamos! ¡La victoria es nuestra!
—Pero el sardo ha dicho…
—El sardo nos seguirá.
Mario no sospecha. Está demasiado aterrorizado para oponerse. Lorenzo lo empuja tras las huellas de los franceses. Lo conduce hábilmente hacia la espesura de un bosquecillo; todo lo que necesita es una pequeña ventaja, cien, doscientos metros.
—Pero ¿adónde vamos? Los franceses han bajado por allí.
—Y nosotros los rodeamos. Los atacaremos cuando menos se lo esperan.
Ya está. Este es el momento. Lorenzo afloja la marcha y deja a Mario unos pasos de ventaja. Levanta el fusil. A esa distancia no hace falta apuntar con la mira. Y el chasquido de las ramas aplastadas por sus pesadas botas cubrirá el seco ruido de la detonación.
—Pero ¿qué hacéis?
Lorenzo baja precipitadamente el arma. Mario se gira y abre los brazos.
—¡Ah, sardo! Dice, aquí, mi amigo, que teníamos que ir a cazar maricas…
Tierra de Nadie tiene una luz indescifrable en la mirada mientras se para ante Lorenzo y lo observa, severo.
—Había dado una orden, me parece.
—Solo estábamos ganando un poco de tiempo—responde Lorenzo, sosteniéndole la mirada.
Luego, con un ligero tono de desafío:
—¿Ya no atacamos?
—No. Volvemos. Y nada de indisciplinas, ¿comprendido? Cada hombre es valioso, recordadlo.
Mario se le coloca detrás, resoplando aliviado. Lorenzo los sigue ahogando la rabia.
El profesor Babbage es un hombre de talla media, con cabellos grises y ondulados, y aspecto irritado y altanero. Luce un frac de paño, una camisa de blancura inmaculada y un elegante fular rojo. Saluda con cierto calor a lady Ada mientras sus ojos fríos traspasan de lado a lado a la Bruja.
—¿Entonces esta joven es el prodigio de la naturaleza del que me habéis hablado, amiga mía?
—Lo veréis con vuestros propios ojos, Charles—dice conciliadora e irónica la noble dama.
Babbage asiente, poco convencido. Coge una hoja del rimero de papel que hay en el austero escritorio del estudio de la moderna y extraña casa situada en Portland Place y, con aire digno, se la da a la Bruja.
—Empecemos con algo sencillo.—Luego, marcando mucho las sílabas con un tono de voz singularmente alto, como si se dirigiera a una idiota o a una niña malcriada, pregunta—: ¿Qué leéis en esta tabla?
—La Bruja comprende muy bien el inglés, Charles. Y os responderá con el lenguaje de los sordomudos.
—Que yo no comprendo—murmura Babbage—; por tanto, Ada, seréis mi intérprete. Entonces, Miss Bruja…, ¿qué os dice esta tabla?
La Bruja fija sus ojos serenos en los del extravagante matemático. Babbage se ve obligado a bajar la mirada, sacudido por una descarga que, si no fuera el científico racional y sabio que cree ser, atribuiría, sin sombra de duda, a lo sobrenatural. La Bruja, entre tanto, ha leído en aquella mirada la obsesión del número, la angustia del tiempo que corre, la frustración de quien es consciente de llevar una luz que la mezquindad humana se empeña en rechazar. Luego inclina la cabeza sobre la mesa y se sumerge en aquel galimatías de letras aparentemente indescifrable.
B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z
B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z A
C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z A B
D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z A B C
E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z A B C D
F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z A B C D E
G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z A B C D E F
H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z A B C D E F G
I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z A B C D E F G H
J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z A B C D E F G H I
K L M N O P Q R S T U V W X Y Z A B C D E F G H I J
L M N O P Q R S T U V W X Y Z A B C D E F G H I J K
M N O P Q R S T U V W X Y Z A B C D E F G H I J K L
N O P Q R S T U V W X Y Z A B C D E F G H I J K L M
O P Q R S T U V W X Y Z A B C D E F G H I J K L M N
P Q R S T U V W X Y Z A B C D E F G H I J K L M N O
Q R S T U V W X Y Z A B C D E F G H I J K L M N O P
R S T U V W X Y Z A B C D E F G H I J K L M N O P Q
S T U V W X Y Z A B C D E F G H I J K L M N O P Q R
T U V W X Y Z A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S
U V W X Y Z A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T
V W X Y Z A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U
W X Y Z A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V
X Y Z A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W
Y Z A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X
Z A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y
—¿Qué demonios trata de decirnos?—ladra casi Babbage cuando, un instante después, la Bruja se dirige gesticulando a lady Ada.
—God save the Queen—puntualiza la hija de Byron, con una sonrisa seráfica.
Babbage palidece, después arrebata la tabla de las manos de la Bruja.
—Es solo un maldito golpe de suerte. O, peor aún, el engaño de una señora que se ha encaprichado de…
—No nos pongáis a prueba, Charles—ríe lady Ada—, a mí me gusta jugar lealmente, deberíais saberlo.
—¡Bah! Conocéis mi pasión por los códigos cifrados. Vos misma sois capaz de interpretar los menos complejos. Por añadidura, sabíais muy bien qué estaba escrito en la tabla. Y en cualquier caso, no creo que baste tan poco para apelar al milagro. Incluso los caballos, convenientemente adiestrados…
La Bruja, entonces, coge la hoja de las manos del matemático. Con paso suave se dirige al escritorio, empuña un lápiz y escribe algo sobre un folio en blanco. Después, se lo pasa a Babbage.
—¿Y qué es esto? Ah, otra tabla… ¿Qué es, un reto?
Babbage examina la tabla, se pone a buscar los lentes, luego busca otra tabla, la superpone a la primera, empieza a escribir algo.
—Enhorabuena—susurra lady Ada, estrechándole un brazo a la Bruja—, habéis descifrado de un vistazo la indescifrable cifra autollave de Vigenère … ¡Y habéis puesto contra las cuerdas al genio matemático más grande de Inglaterra!
—Cuatro patas tiene la cabra, cuatro los cabritos…—murmura Charles Babbage, emergiendo del descifrado—. Pero ¿qué significa esto?
—¡Que os he traído a un genio, amigo mío!
El resto de la tarde, Babbage somete a la Bruja a una batería de preguntas. La provoca con los números de Bernoulli, aventura ecuaciones de tres incógnitas, propone operaciones cada vez más difíciles. La Bruja las realiza en fracciones de segundo. Solo un ligero rubor y la frente que, de tanto en tanto, se frunce delatan su extrema concentración. Es de noche ya cuando Babbage recuerda que es norma de cortesía servir el té y alguna pasta rancia. Y es de noche cuando el ilustre matemático cae de rodillas ante la Bruja y la anima a colaborar con él y con Ada en el gran proyecto de su vida. La Bruja, con una dulce caricia, lo ayuda a levantarse, y representa un mensaje que Ada traduce orgullosa.
—Os enseñaré la lengua de los mudos.
Ha conquistado a Babbage. Coge a la Bruja de la mano y la conduce por un inhóspito pasillo hasta el laboratorio. Es un lugar amplio y frío. A la luz de los candelabros llevados por dos siervos cariacontecidos, les muestra un enorme cilindro de doce pies de alto y seis de ancho, encerrados en una torre de madera de la que salen otros cilindros más pequeños, conectados entre sí en vertical por correas de transmisión sobre las cuales se fijan fichas de papel perforadas.
—¡Es la «segunda máquina» de Babbage!—exclama Ada—. ¡Es el futuro!
La Bruja, con un escalofrío, intuye que quizás allí dentro, en ese cilindro que le parece incomprensible y que pronto—está segura de ello—conseguirá domesticar, encuentre la respuesta a todas sus preguntas.
Roma ha caído.
Garibaldi huye hacia el norte con su esposa, Anita, que está enferma, y un reducido pelotón de supervivientes, entre ellos Tierra de Nadie. Mazzini, impulsado por la insistencia de los patriotas, ha aceptado un pasaporte a nombre de George Moore, ofrecido por el cónsul norteamericano, gracias a los buenos oficios de Griffin McCoy.
Mario Tozzi no ha dejado escapar esta oportunidad y se ha sumado al grupo, arrastrando con él a una reacia lady Violet. Al final, Mazzini ha elegido el exilio, la salvación, la vida, en resumidas cuentas.
—¡Será el martirio!—había proclamado, apenas tres días antes.
—¡Y la resurrección!—había apostillado Lorenzo. Era la palabra clave de la Giovine Italia, la Joven Italia.
Mientras la asamblea buscaba a través de la diplomacia una salida honorable que ninguna potencia estaba dispuesta a conceder, el Maestro, cada vez más aislado y a veces abiertamente contestado, soñaba con un baño de sangre.
Si bien la guerra está perdida, todavía queda un modo de transformar la derrota en victoria, el martirio en resurrección. Será necesario dejarse masacrar. Calle por calle, casa por casa, hombres, mujeres, niños, todos derramando su bendita sangre en las bayonetas de los franceses. Roma quedará arrasada como en tiempos de las invasiones bárbaras. La civilizadísima nación francesa perderá el honor frente al resto del mundo. La sangre de cien mil víctimas cubrirá de vergüenza la Marsellesa. Iremos al matadero cantando, ofreceremos el pecho a las balas enemigas, y cada descarga de los fusiles ensanchará la brecha que se abre en la hipocresía de los imperios. Cuando haya ardido en la pira de la República hasta el último jirón de carne, el mundo, por fin, abrirá los ojos. Se honrará a los mártires como héroes. Roma será liberada. Italia, una e independiente. El papado, una institución execrada para la eternidad.
Lorenzo atizaba el fuego, incitaba al holocausto, proyectaba el exterminio final.
—Cuando llegue el momento, nos encerraremos en una iglesia y nos mataremos unos a otros, como los zelotes en Masada. Lo haremos, Maestro, ¡y mi puñal será para vuestro pecho!
Su parte, por supuesto, estaba ya escrita: la parte de Flavio Josefo, que sobrevive a un mar de muertos y se pone a salvo para contar la historia.
Mazzini le dejaba hablar. Mazzini afirmaba, bendecía, movía el bastón para indicar un punto vago más allá del horizonte. Tal vez buscaba un contacto directo con aquel dios en el que proclamaba inspirarse, pero que parecía reírse de su utopía. O, quizá, solamente soñaba con una Roma desierta en una gélida noche de calaveras con las órbitas vacías: el último monumento a su personal y eterna gloria.
Roma ha caído, pero todavía hay quien resiste en las viejas calles del Borgo. Son desesperados que prefieren cruzarse con la bala fatal combatiendo, mejor que acabar con los ojos vendados delante del pelotón. Y con ellos los chacales, las vanguardias de la restauración, los salteadores de caminos. Y los renegados.
Lorenzo se dirige, con las manos en alto, hacia un destacamento de franceses que recorren las callejas en torno al Pórtico de Octavia.
—¡Soy funcionario del Imperio austriaco!—grita en francés, agitando sus credenciales.
Una bala silba peligrosamente cerca de él. Se detiene, renueva su anuncio, pide que se le conduzca ante un oficial superior. Los soldados se consultan, perplejos. Se adelanta un teniente. Tiene los ojos gélidos. Comprueba distraídamente los papeles que le entrega Lorenzo, los tira al suelo y les ordena a sus hombres:
—¡Fusilad a este espía!—ordena en un italiano torpe. Después se da la vuelta, aburrido, indiferente.
Los soldados apuntan. Lorenzo agarra al teniente por la garganta y lo obliga a girarse. Apunta a la sien del oficial con su fiel pistola de un solo disparo.
—Ordena a los tuyos que se retiren o eres hombre muerto—le susurra.
Los soldados están sorprendidos, desorientados. El teniente grita una orden. Los soldados retroceden.
—¡Recoge mis papeles, imbécil!
El oficial lo hace. Lorenzo avanza con cautela entre los soldados, que le lanzan miradas desconfiadas. Gana diez, veinte, cien metros. El oficial lloriquea, le asegura protección, se rebaja a ofrecer una suma de dinero a cambio de la salvación.
—Tais-toi, con!
Lorenzo se lo quita de encima con un empujón en las cancelas que marcan el inicio del gueto. Empieza a correr, sin meta, maldiciendo su imprudencia. Debía haber esperado a tiempos más tranquilos, al regreso de la legación austriaca, era a ellos a quienes debía entregarse, no a esos «maricas» despreocupadamente sanguinarios. Continúa, entre portones trancados y ventanas que manos invisibles cierran a su paso, saltando por encima de los cadáveres de compañeros y de gente del pueblo, hinchados por el gas, y los esqueletos de animales, envuelto en un hedor inhumano de desolación y de muerte. Gritos a sus espaldas. Los soldados aparecen detrás de una esquina. El teniente, al frente, manda atacar a gritos. Lorenzo se para de golpe, dispara a ciegas, los perseguidores se dispersan, echa a correr otra vez. No tiene forma de recargar el arma. La guarda. Mira alrededor en busca de una reja que se mueva, de una carbonera, de una bodega, de cualquier agujero donde esconderse. Pero el gueto, inmóvil en su oscura segregación, se ríe de sus vanas esperanzas. Ha ido a dar a un callejón sin salida, cuando, de una abertura en el muro, surge una mano y tira de él. Percibe un rumor de vestiduras; un olor a manzana y a limones recién cogidos lo invade; intuye un velo del cual escapan largos cabellos negros y rizados; luego una puerta se cierra detrás de él. Guiado por una figura femenina, baja unas escaleras antiguas hasta una bodega que huele a vino y humedad. Hay grandes cántaros amontonados contra las paredes.
—¡Aquí abajo, pronto; no tenemos tiempo!
Golpes furiosos resuenan escaleras arriba. Gritos en francés, el eco de una detonación. Ella se apoya con todo su peso en uno de los cántaros, que se desplaza sobre la base, revelando otros escalones. Lorenzo se mete allí. La mujer mueve el recipiente en sentido contrario. Lorenzo está en un escondrijo diminuto, una tumba vertical en la que apenas entra el aire. La oscuridad es total. Percibe un ruido de botas. Órdenes a gritos, luego el silencio. Por último, una conversación que, en otro momento, habría juzgado irreal.
—Aquí no hay nadie, señor teniente, solo nuestro vino…
—¡Mentís! ¡Vos escondéis a un rebelde!
—¿Y dónde, si se puede saber?
—Dentro de los cántaros.
—Si así fuera, estaría ya ahogado, señor… Venid, mirad vos mismo.
Estrépito metálico. El sonido de un líquido que cae en un recipiente.
—Bueno…, más aún, realmente excelente. Aunque, como vos sabréis, señora, el vino francés no teme rivales.
—Hacemos lo que podemos, señor teniente. Si queréis serviros, y también vuestros soldados…
—Si no es excesiva molestia…
Los franceses beben, aprecian, se felicitan; el teniente primero se excusa, luego se presenta. Tiene un nombre dulce, quizá provenzal. Risas femeninas, profundas, de garganta. El teniente saluda militarmente, da un taconazo, pasos que suben por las escaleras antiguas. Silencio. El cántaro se mueve de nuevo. Lorenzo reaparece.
—Así es que habéis vuelto a visitarme…—sonríe su salvadora.
Ahora, por fin, Lorenzo reconoce a Esther, la hija del usurero. Y recuerda la frase que le había susurrado al oído cuando, meses atrás, había ido al gueto en busca de financiación para la empresa.
«Volveréis a visitarme. Y yo estaré aquí esperándoos.»
Te vas, le dijo Dante Gabriel Rossetti. Y no era una pregunta ni un reproche. Era una mera constatación. Me voy, le respondió ella, bajando la cabeza. Te llamo un coche. No es necesario, lady Ada me ha prestado el suyo.
—Te echaré de menos. O quizá no. No puedo conservar la huella de cada ruiseñor caído.
Lady Ada, en el carruaje, le coge una mano. La Bruja está tranquila, confiada. Trata de explicarle que, a su manera, el pintor ha alcanzado un nuevo estado de armonía. Es, a su modo, feliz en su condición de ebria imbecilidad. Por la noche, la Bruja intenta explicarle a lord Chatam el grandioso proyecto de Babbage y de lady Ada.
—¿Construir una máquina del cálculo universal? ¿Y por qué una máquina debe ser capaz de desarrollar capacidades que ya pertenecen al ser humano? ¿Para ganar un poco de tiempo que haga ganar más dinero a los ricos y vuelva a los pobres todavía más infelices?
—No se trata solo de esto, my lord…
—Detesto que me llame my lord la única amiga que tengo.
—No se trata solo de esto. Sí, la máquina que tenemos en mente será capaz de realizar operaciones complejas en pocos instantes, pero… el hecho es que… esta máquina pensará… un día, podrá sustituir al hombre.
—Repítemelo más lentamente, querida mía. Cuando te apasionas de este modo, tus gestos son demasiado rápidos para mi comprensión.
—Sustituir al hombre.
—Oh, oh, entonces había entendido bien. Me gusta. Una máquina que sustituye al hombre. El hombre es una horrible alteración del orden de lo creado, pero no tan horrible como para resultar sublime.
—Vos sois el futuro, lord Chatam—dice ella, seria.
—Por tanto, tú admites la idea de que los hombres pueden cambiar.
—Vos sois la prueba viviente.
—Quisiera tener tu fe en la naturaleza humana, Bruja…
Y le habla de la pequeña Rosie Wexingham, la niña a la que, en un impulso de generosidad, o quizá solo para que lady Violet no lo aturullara con su filantropía, había librado de un merecido ahorcamiento.
—Le he fijado una renta, más que nada para quitármela de encima. Era y soy consciente de la maldad intrínseca de esa chica irredimible. Yo pensaba que abriría un taller de costura, o algo similar, pero… me equivocaba. Rosie administra ahora el burdel más afamado de Londres. El «número» estrella consiste en la cópula de la joven y de su gorda y asquerosa madre con el cliente de turno. A los cachorros de la nobleza, asiduos visitantes del ameno lugar, les entusiasma.
La expresión apesadumbrada de la Bruja lo sacude como un alfilerazo. Desearía tomarla entre los brazos, consolarla, pero un inusual entumecimiento lo refrena.
—¿Por qué me decís eso, señor?
—Para abrirte los ojos sobre el mundo, amiga mía.
O, quizá, porque nadie puede ganar la guerra contra sí mismo.
Esther vuelve al gueto con dos pollos y las últimas noticias. La guerra ha terminado. Los maricas se van, se instalan napolitanos y austriacos. El gueto vuelve a respirar. El gueto no se cerrará, resultan infundados los temores de quienes temían quién sabe qué venganza. El papa ha elegido la justa vía del medio: inflexible con los traidores, generoso con los indiferentes. Las leyes republicanas se han derogado, pero su santidad ha apreciado la actitud neutral de los judíos de casa. El pueblo romano asiste al regreso con gran pompa de las sotanas. Es la paz, hay que celebrarlo: dentro de los límites del decoro papal, naturalmente. En cuanto a los irreductibles, que sigan escondidos entre la putridez y los ratones de las bodegas y de los escombros, miserables, mezquinos, vencidos.
—Me voy—anuncia Lorenzo.
—Todavía es peligroso—protesta Esther.
—Conozco la situación—la tranquiliza él, sombrío y orgulloso.
Esther le da un beso apasionado. Él corresponde con poco ímpetu. Si la amase, la dejaría a su suerte. Así, su vida y su inocencia estarían a salvo. Pero ya sabe que ella no permitiría que la abandonase. Si la respetase, huiría como un ladrón en la noche. Sin embargo, se aferrará a su amor sin condiciones. Le contagiará su depravada angustia. La ensuciará al máximo, la hará cómplice de sus empresas, permitirá que ella cruce, a su lado, el umbral del lado oscuro.
Afronta el sol cegador después de un mes de enclaustramiento. Los ojos tienen dificultades para adaptarse a la luminosidad de una maravillosa mañana de finales de agosto. Viste una camisa blanca y un pantalón sencillo. Lleva el cabello muy corto, tiene aspecto indolente, se desliza a lo largo de muros y callejones hacia el consulado austriaco de Monte Cavallo. La salida de los franceses lo deja a salvo de encuentros desagradables. Solo teme a los chaqueteros. Podrían denunciarlo por acreditarse ante el nuevo poder. La idea de que lo detengan a él, el príncipe de los delatores, por la delación de algún desgraciado patriota, le arranca una sonrisa amarga. Roma es un jolgorio de misas, rosarios, tedeum.
De camino, oye relatos que corren de boca en boca. Dicen que Anita ha muerto en las marismas de Comacchio y que el general ha llorado, pero ha seguido adelante, porque la lucha debe continuar. Dicen que Ciceruacchio ha rechazado la venda en los ojos, igual que su hijo menor, y un cura y otro patriota que estaban con ellos. Dicen que gritó a los austriacos que acabaran pronto. Dicen que la primera descarga los dejó vivos, hasta tal punto que el crío seguía en pie, y que el que mandaba el pelotón tuvo que disparar él mismo el tiro de gracia, porque ni el soldado más bastardo quería machacarle el cráneo a un niño. Y dicen también que Ciceruacchio se fue escupiendo y recordando a los muertos de Pionono. Los asesinaron a medianoche, en un lugar perdido en el delta del Po. Dicen que los austriacos fueron tan crueles porque estaban furiosos por la fuga de Garibaldi y de Mazzini. Lorenzo imagina la escena del fusilamiento. La verdadera escena. Probablemente, Ciceruacchio se habrá agitado e invocado la gracia, y el niño se habrá puesto a gemir, y Anita, en los espasmos de la agonía, habrá maldecido a su José, tan apuesto, tan heroico y aventurero, y tan derrotado e impotente. Luego llegará un pintor, y transformará la sangre y la mierda en mito. Y otros ilusos creerán no la realidad, sino su representación. Mucho más sabio es el pueblo romano, que de todo esto habla ya sin resentimiento y sin pasión, sin gloria ni rencor. Este pueblo que ha conocido el esplendor del dominio absoluto, la disolución del Imperio, bárbaros, saqueos, rey, caudillos y grandísimas putas; este pueblo eternamente igual a sí mismo, ya ha triturado a Mazzini y sus sueños, y se prepara para convivir, una vez más, con la inmutabilidad del poder. Incluso el papa, de vuelta en Roma, es una entidad transitoria.
El cónsul Von Aschenbach tiene dulces ojos grises y mejillas de niño en las que con mucha dificultad se consolidan las grandes patillas impuestas por la moda imperial. Le ofrece un aquavit fuerte y un blando apretón de manos, y un despacho procedente de Venecia que le anuncia la muerte de sus padres.
—Comprendo que en este momento para vos dolorosísimo…
Una bala perdida, disparada por los defensores de la Serenísima, fulminó al teniente general, entregado al asedio de su ciudad. A su madre, en cambio, se la llevó el cólera. «Mujer de nobles sentimientos legitimistas—dice el documento—imposibilitada de llegar hasta su consorte por la soberbia de los rebeldes, que la habían dejado incomunicada en el palacio de la familia, destinado a sede de conspiraciones…»
Con una mano en la cara, Lorenzo reprime la carcajada burlona que le brota del fondo del alma. Ya no queda espacio en su corazón ni para el dolor de la pérdida ni para la tristeza del recuerdo. Otro pensamiento se impone. Habla de libertad reconquistada, de la vida que se reanuda. El cónsul lo observa, desconcertado. Ya, hay que fingir, simular, cualquiera en su lugar, en tal trance… Lorenzo se pasa una mano por el rostro, ahora con aspecto contrito.
—No es un deshonor llorar—susurra el cónsul, y se le acerca, solícito, con una ligera presión en el brazo que tiene más de caricia que de consuelo.
Lorenzo nota la mano suave, perfectamente cuidada, y percibe un tenue olor a violeta. Un homosexual, sin duda: marica, pero no francés. Y, además, aquella risa, maligna, ofensiva, que apremia, invoca, anhela el desahogo.
—¿Se me permitirá, ahora que…, que las cosas han cambiado tan trágicamente…, se me permitirá volver a Venecia? Para honrar a mis queridos difuntos—se apresura a añadir, temeroso de ser descubierto.
Von Aschenbach suspira. Es un hombre apuesto, este joven renegado y traidor. Posee una belleza divina, manchada con la furia del Ángel Caído. No ha llorado por su familia muerta, trata de manejar la desgracia en su beneficio. Es Lucifer, el tenebroso, envuelto en un aura de seductora perversidad. Von Aschenbach se imagina entre sus brazos, objeto de un placer rudo, despiadado, culpable y sin remisión. Somos tan similares, nosotros dos, quiere decirle; somos de la misma raza, amigo mío, obligados ambos a la mentira y al subterfugio: tú, el traidor; yo, deseoso de amistades imposibles. Si de esta afinidad pudiera nacer un vínculo… El cónsul sopesa un intento extremo, pero en el último instante se retrae. El italiano no lo entendería, o quizás intentaría sacar provecho de su debilidad. Y sería, para ambos, la perdición.
—Quiero seros sincero, amigo, porque entiendo vuestra condición… y creo que en Viena, a veces, son demasiado exigentes con quien ha dado pruebas de lealtad. Pero lo que me pedís, barón, es imposible. El bando contra vuestra persona no ha sido revocado, ni mucho me temo, por el momento, hay modo de hacerlo. Lo que significa que las propiedades de vuestra familia serán confiscadas y anexionadas al tesoro del Imperio, y que vuestra… misión… debe continuar.
Y el dolor, la rabia de ese maravilloso amante que nunca será tal… Von Aschenbach baja la cabeza, incapaz de sostener la mirada herida de Lorenzo. Sus últimas palabras le llegan mientras trata de dominar el temblor que se ha apoderado de sus manos.
—Pido un salvoconducto para una persona que quiero llevar conmigo. Espero que al menos esto podáis concedérmelo, señor cónsul.