Venecia, octubre de 1866

NIEBLA, lluvia fina y en el fondo el canto de los gondoleros, los gritos fugaces de las gaviotas. Venecia era y no era su ciudad. Un oficial austriaco había vivido en la antigua casa de Lorenzo. Huellas, en todas partes, de una fuga precipitada. Un retrato de familia: un caballero de alto rango en uniforme, espeso bigote y espada sobre la cintura; la mujer, austera, una luz cansada en la mirada; dos hijos altos y rubios; perros con manchas; el horizonte de una laguna inmersa en la niebla del primer sol. No es su familia. De esa solo quedan pocos recuerdos apilados en el gran ático. La vieja chaqueta de andar por casa del padre. Un retrato de Lorenzo de niño, los ojos llenos de fe y de afecto que recorren la figura del teniente general. Un cofre forzado. Dentro, el fósil de una cucaracha, un mechón de cabello negro con el olor de su madre. Movimiento imprevisto en un agujero: aparece la sombra inquieta de un roedor. Hombre y rata permanecen mirándose fijamente durante un breve momento, inmóviles, curiosos el uno del otro. Después el animal recupera el coraje, da un paso. Lorenzo rebusca en los bolsillos, encuentra una miga de pan, se la ofrece a la Rata. El animalillo se acerca, prudente. Huele. Agarra. Se retira deslizándose inalcanzable hasta su agujero.

Era, y no era, su casa.

Desde hacía tres días en Venecia.

Veintitrés años después. Ninguna emoción. Y un pensamiento que se abría camino, obsesivo: ¿dónde conseguir opio? ¿En Mestre, quizá? ¿O con algún gondolero?

Giacinto, un criado reclutado en Dorsoduro, más o menos de su talla. Lo había mandado con los últimos ahorros a renovar el vestuario. Pocas cosas y prácticas. Aquí está de vuelta con dos mozos del más famoso sastre de los Schiavoni.

—Es para tomar las medidas, señor barón.

—No tengo dinero para pagarles, Giacinto.

—Él ha dicho que para vos no hay problemas de monedas… No hay que pagarles, señor Lorenzo.

¡Al diablo! El desconcierto de los mozos. Se dejó tomar las medidas. Les dio dos monedas inglesas como propina.

—¡Estas las ponemos nosotros en un marco, barón!

¿Lo insultaban? ¿Se reían de él? Y sin embargo…

—Hay gente que quiere veros, barón.

—¿Quién?

—Dos hombres; uno, más anciano; el otro, jovenzuelo.

—Diles que se vayan. ¿Queda vino?

—Una botella, señor barón, la última.

Beber, ya que otras cosas no se le permiten. ¿Por qué diablos la Bruja y Tierra habían sentido tanta pena por su alma dañada? ¿Por qué no le habían dejado morir? Y si habían decidido, por alguna extraña razón, que era todavía digno de vivir, ¿por qué privarle del opio, esos dos malditos?

Una explosión de voces, casi en coro, y acordes de guitarra. Una serenata bajo su ventana. ¿Amantes desorientados quizás? El pensamiento volaba hasta lady Violet. El último mensaje de la Bruja: vuelve con ella, no la dejes sola… ¡Qué locura! ¡Qué inútil desperdicio! ¿Recuperaría alguna vez el valor de terminar con todo?

—¡Señor barón, señor barón! Venid, venid, asomaos a la ventana.

La noche era fría y oscura. Solo algunos días más tarde la nueva administración, los nuevos patrones, darían la orden de volver a encender las farolas. Antes, Giacinto había ironizado, deben ponerse de acuerdo para repartirse los servicios. Giacinto, nostálgico del emperador y del 48 al mismo tiempo. Y ahora bajo su ventana, linternas, farolillos en movimiento lanzaban destellos sobre el perfil oscuro del campanario de San Marco.

—¡Aquí está!

—¡Es él!

—¡Viva!

—¡Viva Lorenzo de Vallelaura!

—¡Viva el barón! ¡Viva el héroe!

—¡Mazzini! ¡Mazzini!

—¡Garibaldi! ¡Garibaldi!

Y finalmente el coro, poderoso: hermanos de Italia, Italia se ha despertado…

Un disparo de pistola. No, petardos. Y fuegos artificiales. Una fiesta en toda regla.

—¿Qué es esta payasada, Giacinto?

—No es una payasada, amigo mío. Es el justo homenaje que la ciudad reserva al retorno de un héroe invicto.

A sus espaldas se había materializado Vittorelli. Una inclinación burlona, un vigoroso apretón de manos, incluso un abrazo que Lorenzo toleró sin mover un músculo. Al cabo de pocos instantes se encuentra la casa llena de gente. Los que traen bandejas llenas de mariscos, cestas de pan, cajas de botellas.

Está el Pintor, con alguna que otra hebra gris en el cabello, que evoca la empresa del 44 en Calabria y lo reserva para un retrato «de espaldas a la laguna y con Italia en forma de torre que atraviesa el Gran Canal en una góndola». Está Griffin McCoy, portador de un mensaje personal del embajador norteamericano con una oferta de afiliación a la masonería.

—Directamente en el grado treinta, ¡un honor reservado a unos pocos!

Hay un joven rubio, ojos azulísimos, que se tira a sus pies y le abraza las rodillas, y en un ímpetu que mezcla palabras y lágrimas lo proclama «el más puro entre los puros, electo entre los elegidos, bandera y esperanza de la Nueva Serenísima Italia».

—Se llama Guido Toso. Perdió a su familia en el 48. Un exaltado, pero nos será útil—explica Vittorelli, llevándose a un lado a Lorenzo—. Deja que te lo diga, dadle la satisfacción, o echadle. Pensad en divertiros; el resto, mañana…

Y mujeres. Muchachas de las familias un tiempo eminentes, en cuyos rostros Lorenzo reconocía los rasgos, rejuvenecidos, de las madres amadas antes del exilio, y cortesanas conocidas de risa aguda y senos arrogantes, músicos, y vino, y alegría. Y Vittorelli, insinuante…

—Venga, ¿a qué esperáis? No tenéis más que elegir a la que más os guste.

—Bueno, sí, sí, después de todo, por qué no…

Se despertó al amanecer. Una forma femenina de costado sobre la cama, cabellos castaños desparramados sobre unos hombros pecosos, en el aire olor a perfume y sexo agrio.

Vittorelli, con el cuello de la camisa abierto, regaba con lo que quedaba de una botella de blanco un muslo de pollo frio.

—El hoy os pertenece, amigo mío. ¿Queréis serviros?

—Quisiera entender.

—Sentaos aquí junto a mí. ¿Entender? No hay nada que entender. Solo hay que tomar. Sois el hombre del momento, Lorenzo. Veintitrés años de exilio, veintitrés años junto a Mazzini, hacen de vos un ídolo para los republicanos y los garibaldinos. Vuestra refulgente carrera sin manchas…, sobre la cual, prestad atención, no sueño siquiera con ironizar… Vuestra carrera hace de vos el candidato ideal para los proyectos futuros de esta gente.

—¡Pero si ni siquiera he combatido por Venecia!

—Porque una grave enfermedad nerviosa os obligaba a permanecer en Londres. Esta ha surgido con las primeras muestras de las intenciones de Víctor Manuel. El ansia de derramar sangre por la patria ha doblegado a vuestro físico, ya puesto duramente a prueba por el exilio… Queríais partir, lo queríais con todas vuestras fuerzas, han sido los médicos quienes os lo han impedido. Habéis intentado incluso fugaros, y os han tenido que encerrar en aquella clínica para evitar que el cansancio y la angustia del retorno os matasen.

—¡Pero es todo falso!

—Bueno, me he inspirado en Mazzini. Su reticencia a la primera línea es conocida, no soy yo quien os debe recordar las fiebres cerebrales y los dolores dorsales que lo han mantenido siempre a una prudente distancia del corazón de la batalla. Por ello, desde este punto de vista, estáis cubierto.

—¡Cubierto! Pero ¿cómo habláis?

—Escuchadme. Dentro de poco serán las elecciones. Vos os presentaréis como candidato. Los republicanos, que aquí son muy fuertes, os votarán en masa. Y yo, modestamente, os traeré también a los moderados. Bastará darles seguridad sobre vuestra… disponibilidad para ciertas operaciones importantes para ellos.

Negocios inmobiliarios, explica Vittorelli. Identificar terrenos y hacerlos edificables. Establecer hoteles y salas de juego. Conceder licencias, obtener concesiones, activar una línea de vapores hasta tierra firme.

—Yo no haré nada de eso, Vittorelli.

Un asombro sincero se dibuja en el rostro del turinés. La ofensa, centelleante.

—Pero ¿por qué?

—Porque he vuelto a Venecia por un único motivo: morir en paz.

Vittorelli suspira.

—¡Ah, cuánto romanticismo! Bien, no quiero pelear con vos. Tenéis tiempo para pensar.

—Ya he decidido.

—¡Venga, no precipitemos las cosas! Después de todo, si quisiera, podría cubriros de fango en cualquier momento…

—Hacedlo.

Soledad. Le ordenó a Giacinto que se deshiciera de la muchacha, no se acordaba siquiera del nombre. Durante todo el día, siervos y lacayos limpiaron la casa. Llegaron muebles nuevos y antiguos, escritorios, cuadros, papel de cartas, sillones. Todos regalos para el héroe. A la hora del atardecer, se metió en San Marco. En cualquier lugar, a su paso, aplausos, peticiones de entrevistas confidenciales, miradas cómplices, ofertas amorosas. ¿Y si hubiera aceptado? Podía probar a jugar con Vittorelli, arriesgarse a jugársela. Tramar, sí, pero para construir escuelas, abrir fábricas, desarrollar un programa de reformas sociales. Reclamar a Mazzini del exilio, ofrecerle la ciudadanía, corromper a funcionarios gobernativos para obtener a su favor la siempre negada gracia. Podía recomponer la línea recta de la existencia volviendo al punto en el que se había quebrado. Agarrarse al poder para doblegar al poder. Vittorelli lo habría masacrado. Estaba cansado. Mejor quizá morir como héroe, visto que para ellos era tan importante.

Se deslizó por callejuelas olvidadas, bordeó canales periféricos, se paró ante antiguos palacios decorados para la fiesta. Un joven hebreo de la armería lo bendijo. Saboreó la peste dulzona de las aguas. Se reflejó en las olas temblorosas, encontrándose viejo, descolorido, vano.

Cuando volvió a casa, ya noche profunda, lady Violet estaba allí, esperándolo.