LORD Cosgrave cerró el paso a su hija, preparada ya para salir. Era una mañana dominical de octubre. Se anunciaba un invierno inclemente en Londres.
—¿Adónde vas?
—Lo sabes de sobra. Al número 5 de la calle Greville.
—¡Sabes que lo desapruebo!
—Y tú sabes que yo estoy acostumbrada a hacer lo que me parece.
Lord Cosgrave resopló. Sentía pasión por aquella hija del amor. El único amor de su descabalada vida. Por ella había contravenido más de una de las rígidas reglas de su mundo. La había hecho rica. Había pensado en su futuro, sabiendo que, el día en que él no estuviese, le faltaría su protección y el resto de la familia despedazaría a la «mestiza», jamás aceptada, jamás amada. Le permitió una educación que se negaba a muchas otras mujeres, incluso de la alta sociedad. Habría hecho cualquier cosa por ella. Pero también era su deber de padre intervenir. Aquel asunto de la escuela popular del señor Mazzini se estaba volviendo cada vez más incómodo. Miembros respetados de su círculo se lo habían señalado en varias ocasiones, con discreción pero con firmeza. Lady Violet estaba en boca de todos.
—¿Sabes que en esa escuela… tuya se forman jóvenes revolucionarios?
—¡Vamos, padre! Enseñamos un poco de inglés y matemáticas, arte e italiano, historia y un oficio a unos pequeños esclavos que sin nosotros…
—Enseñáis «’riting, reading, ’rithmetic and revolution», según dicen algunos.
—¿Quiénes? ¿Tus amigos esclavistas y reaccionarios?
—Pues la verdad es que la frase es de tu amigo Carlyle.
—Carlyle es una gran persona, pero a veces puede ser incluso más insoportable que tú.
Con un cariñoso beso, lady Violet creyó poner fin a la conversación. Por lo general, sucedía así. Una caricia, una zalamería y el arisco pero tierno lord sucumbía. Pero lord Cosgrave estaba particularmente preocupado ese domingo. Cogió a su hija por un brazo y la obligó a mirarlo sus acuosos ojos, encendidos con una luz casi apasionada.
—Similares iniciativas pueden socavar la base de nuestra civilización, Violet. Y hacen que nuestra economía sufra.
Lady Violet estalló.
—¿No te parece que exageras?
—Esos niños que deseas arrancar a su destino natural…
—¿Destino natural? ¿Qué destino natural? ¿Que familias en la miseria se los vendan como esclavos a un traficante de carne humana, que los arrojen a las calles para que toquen la flauta y hagan bailar a un ratón?
—Eso solo es la apariencia del fenómeno. He hablado con personas mucho más informadas que tú y que yo, probablemente inmunes a la propaganda de tu amigo Mazzini, y puedo decirte que la mayoría de esos niños italianos encuentran empleo digno en nuestras fábricas y establecimientos de tintes.
—Fábricas, tintes… Pero ¿has estado alguna vez en uno de esos lugares, padre? ¿Has visto cómo tratan a los niños? Sin luz ni agua para lavarse, con vigilantes que los azotan, enfermos de tuberculosis, obligados a dormir de veinte en veinte en tugurios infames. No puedo creer que tú…
—Una gran nación exige, a veces, sacrificios.
—No. Tú me estás diciendo que una gran nación exige esclavos. Que es diferente.
—Todos no podemos ser doctores, Violet. Si todos fuésemos doctores, quién haría funcionar las fábricas, quién cultivaría los campos, quién…
Lady Violet se soltó de la mano del padre. Un gesto seco, irritado, inusual en ella. El lord la miró con estupor y orgullo herido.
—Violet, ¡te prohíbo ir a esa escuela!
Lady Violet sintió que estaba a punto de cruzar una frontera. Una línea de no retorno. No habían faltado las diferencias con su padre y su mundo. Nunca, sin embargo, de forma tan explícita. ¿Qué sucedería si cruzaba de verdad esa línea?
—Lo siento. Ya lo he decidido.
—¡Por Dios, Violet! Va a pasar algo esta mañana. No vayas…
Era solo culpa suya, pensó amargamente lord Cosgrave mientras, desde la ventana, la veía subir al carruaje. El italiano rubio, con una inclinación, se ofreció a ayudarla. Violet lo rechazó con gesto seco. Lord Cosgrave, a su pesar, sonrió. ¡Qué temperamento! No sería fácil domar a esa chica. No lo sería para nadie, fuera revolucionario o par de Inglaterra. Quién sabe si un día acabaría votando en la cámara alta una moción socialista. ¡Quién sabe si presentada por su impetuosa hija! Entre tanto, tenía cosas importantes que hacer. Lord Cosgrave envió dos lacayos de confianza, armados con bastón y pistola, a la escuela. Tenían orden de intervenir si era necesario.