Palermo, julio
RUGGERO Settimo, presidente del Parlamento siciliano, y el barón de Villagrazia salieron juntos del palacio del Gobierno. Con ellos estaba el abogado Francesco Crispi, alma de la revuelta en la isla. Salvo Matranga hizo un gesto a Tore y al Siccu, y se pusieron a seguir, con discreción, al trío. Don Caló había sido claro: no podía sucederles nada a aquellos tres grandes. De su seguridad dependía la vida misma de los Hombres de la Sociedad. No se toleraban errores. Se alternaban en la vigilancia grupos de tres, comprometidos todos ellos en las decine22 de la Sociedad. Palermo parecía tranquila, después de los disturbios de enero y la invasión de los campesinos que, en los meses siguientes, habían amenazado seriamente las propiedades de las «personas dignas y de mérito», aquellas que la Sociedad había jurado proteger.
En principio, el barón, y con él todos los Hombres de la Sociedad, estaban con el antiguo rey. Su tarea era conservar un orden que se iba desmoronando bajo el avance impetuoso de los «liberales». Más tarde, los barones se habían dividido. Algunos habían permanecido fieles al viejo orden, otros se habían alineado con el nuevo. «Su» barón se había convertido en estrecho colaborador del Gobierno revolucionario, a causa de la insistencia de su hijo. Michele Liberato de Villagrazia había estudiado sistemas de riego avanzados y cultivos «a la inglesa». El baroncito anhelaba ocupar el lugar del señor barón padre y conducir a inexploradas y venturosas playas la tradición de la familia…
Así pues, Salvo era, a todos los efectos, un «liberal». En la medida en que le conviniese… ¿Habían echado a un rey? Ya volvería. O pondrían a otro en su lugar. ¿Cambiaban los poderosos? El mundo no cambiaba: unos estaban arriba y otros abajo. Era siempre y solo una cuestión de dinero. En cuanto a él, tenía una misión y la cumpliría.
—Chi facemu, Salvu’?
Los tres personajes se separaban. Settimo y el abogado Crispi se subían a una carroza, el futuro barón seguía por la calle que conducía al peligroso barrio de la Albergheria.
—Vui pigghiati ’u fiaccheru. Al baronetto ci penzu ju.23
El hijo del barón caminaba con paso lento, como saboreando los momentos que, pronto, pasaría entre los voluptuosos pechos de la cantante Chantal Chérie. Se decía que era francesa.
«Francesa de Escila y Caribdis, buena pelandusca está hecha», se contaba que había exclamado, casi ahogado de risa, el señor barón padre, cuando sus agentes le informaron de la identidad del último amorío de su hijo. Un pedazo de mujer, sin duda. El futuro barón Michele Liberato sería muy liberal, pero desde luego mantenía algunas tradiciones de los señores.
El problema, en todo caso, era otro. Presa de los estremecimientos eróticos, el hijo del barón se había metido en una zona peligrosa. Acortar por Albergheria le permitía evitarse un buen tramo de camino, pero lo exponía a riesgos de muy distinto tipo. El futuro barón era conocido como uno de los líderes de la revuelta. Y hacía ya meses que entre el pueblo se propagaba una insidiosa revuelta contra la revuelta. El riesgo de agresiones era alto: el bloqueo naval borbónico había puesto de rodillas a Sicilia, las vacilaciones del rey Carlos Alberto, ’u piemuntisi, el piamontés, hacían incierta la suerte de la guerra y, con ella, la del joven Gobierno de Palermo. La plebe era un animal indómito que no se gobernaba solo con palabras y bonitas promesas. El hijo del barón mostraba la confianza más absoluta en el progreso que barrería el viejo orden. Salvo se lo había oído decir con sus propios oídos. Pero con el progreso no se llena la panza, y con la libertad todavía menos. Por eso Salvo estaba alerta.
***
No lejos de los bastiones de la ciudad española se cruzó con Balduccio Salemi, el administrador del barón. El hombre se inclinó en una reverencia más que respetuosa, untuosa. Salvo se limitó a una breve inclinación de cabeza. Desde que lo habían «bautizado» estaba aprendiendo, como todos los Hombres, a economizar gestos y, sobre todo, palabras. El administrador, con la cabeza baja, siguió su camino. Un hombre intransigente y vil. Pero sin él, Salvo no sería en ese momento más que uno de los muchos desesperados que trabajaban en los campos por una hogaza de pan, un siervo, un perro de mierda. Y en cambio, gracias al maestro Balduccio y al cabrero, ahora era un Hombre.
Este cabrero le había faltado el respeto a una hija del maestro Balduccio. El administrador había acudido a quejarse al barón, que le había encargado el asunto a su superintendente. Don Caló puso a su disposición al joven Matranga, el hijo de la Tullida y de un soldado napoleónico que había servido al general Guglielmo Pepe después de la revuelta del 20. Salvo Matranga sabía que del resultado de la misión dependía su futuro. Sabía que no había sido elegido al azar. Muchos años antes habían vigilado a don Caló, fuera de la villa del barón, y al ver aparecer su corpulenta figura, se había arrojado a sus pies.
—¡Hazme Hombre, pigghiàtimi ’nta Sucità24, por Dios!
—A su debido tiempo—había contestado lapidario don Caló. Y él siempre mantenía su palabra.
El cabrero era un hombre alto, fuerte, que despreciaba el peligro. Corría el rumor de que no se había consumado el ultraje no por la heroica resistencia de la hija del administrador, sino exactamente por lo contrario: la negativa del cabrero a yacer con aquella mujer endemoniada. En qué estado se hallaba la cuestión era algo que a Salvo no le preocupaba: cosas de jefes y barones. A él solo le interesaba una cosa, entrar en la Sociedad, el resto no tenía importancia. Puesto que no tenía arma de fuego, ni dinero para procurársela, y ya que no tenía ninguna intención de recurrir a ayuda externa, había decidido actuar por su cuenta. Se enfrentó al cabrero cara a cara en un pórtico cercano a Carini. Le había insultado ferozmente, hasta que se le inyectaron los ojos en sangre y luego, en lugar de pelear, se había dado a la fuga. Salvo Matranga era un chico flaco y ágil, y conocía cada rincón de aquellas tierras malditas. El cabrero, más grande y poderoso que él, pero también más lento, se había fatigado muy pronto. Volvía sobre sus pasos cuando Salvo lo atacó por sorpresa y de un solo golpe le rajó la garganta. Arrojó el cuerpo en un barranco. Nadie lo había visto, y aunque alguien lo hubiera hecho, no diría nada. En cualquier caso, gritó, para beneficio de los posibles espectadores, o tal vez al viento cálido de la primavera, o quizá para dar salida a la soberbia que le inundaba el pecho, la frase acordada con don Caló:
—Esta santa puñalada te la manda don Caló en nombre del barón de Villagrazia.
En los días sucesivos, los narradores de historias relatarían por toda Sicilia el acto de justicia. Su nombre correría de boca en boca. Él tendría que limitarse, de acuerdo con las reglas, a estar callado y dejar decir. Respeto y prestigio irían creciendo cada día más. Como conviene a un Hombre.
Estaba ya en la Piazza de San Nicolò cuando se dio cuenta de que, inmerso en los recuerdos, rebosante de orgullo estúpido, había perdido de vista al hijo del barón. La plaza estaba soleada y desierta. Se cruzó con la mirada de una mujer. Tenía el rostro hinchado, abotagado por el calor. Tendía ropas humildes en la cuerda colocada entre dos estrechos balcones. Oyó unas pisadas, una exclamación sofocada. La mujer se retiró precipitadamente, abandonando la colada. Otros ruidos, como de una pelea. Llegaban de la parte posterior del palacio Giallongo de Fiumetorto, en la cercana Piazza de San Nicolò. Echó mano al cuchillo, salió a la carrera. Si le había pasado algo al futuro barón…
Dio la vuelta al palacio. Los ruidos se hacían más fuertes. Otros gritos sofocados. Había un altercado. Se metió por un callejón, luego por otro. De repente los vio. Eran tres. Le daban la espalda. El hijo del barón, arrimado a una pared, agitaba un látigo a modo de bastón.
—¿Necesitáis algo, compadres?—dijo, avanzando un paso.
Los tres se volvieron al tiempo. Caras de campesinos, de pescadores. Caras labradas por el hambre. Estaban con las manos desnudas. Pobres y desesperados.
—Buscamos pan—casi se justificó uno de ellos.
Salvo aireó el cuchillo.
—E ’u circati a ’stu cristianu? ’Unnu sapiti ca è ’u barunettu di Villagrazia? Ca vi cummanna a tutti pari?25
—Siddu era puru Gisucristu…26—comentó otro.
Y se lanzaron contra Salvo. Este los apartó hacia la izquierda y le dio una cuchillada en el brazo al primer agresor, que lanzó un grito y se quedó aturdido observando la sangre que brotaba de la herida. También sus compañeros se detuvieron.
—Turnativinni a’ casa, picciotti, ca megghiu è…27
El herido había empezado a quejarse con un llanto ahogado, casi una letanía. Los otros dos seguían enfrentándose a Salvo, pero se veía que no sabían muy bien qué hacer.
Salvo dio un paso y dirigió el cuchillo al vientre de uno de ellos. Controlaba al otro con el rabillo del ojo.
—¿Me entendéis, desgraciados?
Los dos compinches recogieron al herido y huyeron, dejando en la huida un rastro de blasfemias. Salvo limpió el cuchillo y lo guardó. Se acercó al futuro barón con expresión seria. Michele Liberato de Villagrazia estaba pálido, pero no temblaba. Había hecho frente a los asaltantes valerosamente, dándole tiempo para intervenir. Hombre sí que era.
—Está bien, excelencia. El peligro ha pasado. Solo eran tres desgraciados.
El hijo del barón se pasó una mano por el pelo.
—Piden pan, y tienen razón. Si no acabamos con esta miseria, la Revolución no tendrá futuro—comentó para sí mismo, con tristeza.
—Si me lo permitís, os acompaño… adonde tengáis que ir, excelencia.
El heredero consintió y, a continuación, le preguntó el nombre.
—Salvo Matranga, Hombre de la Sociedad del barón de Villagrazia, vuestro ilustre padre, a vuestras órdenes, excelencia.
El hijo del barón asintió y se puso en camino.