Favignana, agosto de 1857

SE acabó, el rey lo ha estado pensando y ha concedido su gracia a los condenados a muerte. No su gracia de verdad porque, si así fuera, los problemas de don Totò ‘O Meschiniello se habrían acabado, sino una media gracia: es decir, que la pena capital se conmuta por cadena perpetua.

—¿Y se quedan aquí, en la Favignana?—le pregunta, inquieto, al director.

—Según parece, sí.

¡Maldita sea! Pero ¿qué rey es este que se arrepiente de su palabra? Los has mandado a la horca y los cuelgas, ¿no? O los fusilas, ¡basta de tonterías! ¿Qué coño son estos arrepentimientos? Solo los cornudos vuelven sobre sus pasos. Un rey que cambia de palabra es como un santo que ya no hace milagros, como una mujer que se pone a estudiar para doctor, como un maleante que se cree Masto. ¡El rey se vuelve bueno! ¡Pero qué desfachatez! Un rey bueno va contra el orden del mundo, por eso un rey bueno es un rey muerto. Y el problema del privilegio del sardagnuolo se reaviva. Totò convoca a Salvo Matranga y le expone el caso.

—Pero, don Salvo…, ¿se puede ayudar a quien le importa un huevo tu ayuda?

Salvo Matranga piensa que el sardo sería un excelente hombre en la Sociedad de los Hombres. Leal, desdeñoso del peligro, valiente… Bravo, bravo muchacho. Si don Michele puede contar con cierto número de valientes como este, entonces la causa está destinada a prevalecer.

Pero ¿qué pide en el fondo, don Totò? Que también los otros tengan el mismo tratamiento.

—Ya, ¡y que la cárcel se convierta en el palacio real de Caserta!

—Tenemos un acuerdo, no lo olvidéis.

—Un acuerdo para uno, no para todos los socialistas del Reino de Nápoles.

—Donde se ha hecho para uno, se puede hacer para todos.

—Pero no está en mi mano, y vos lo sabéis.

—Decidle esto al Masto: decidle que los que hoy son bandidos mañana podrán convertirse en ministros. Intentadlo.

¡Bandidos que se vuelven ministros! O es una locura, piensa el Masto cuando le llega el nuevo mensaje de la Favignana, o los sicilianos saben algo que nosotros no sabemos… Y entonces esta no es locura, sino profecía. El Masto se toma dos días para decidir, y luego decreta: hacedlo, pero hacedlo políticamente. Y al mensaje adjunta instrucciones detalladas.

Don Totò recibe, interpreta, consulta al director y, por fin, el último día del mes, hace su entrada triunfal en la sección de los políticos. Lo acompañan el camorrista de jornada y tres compinches de ínfimo rango con los brazos cargados de cestos llenos de toda clase de delicias.

—¡Es fiesta, muchachos!—exclama el jefe, mientras que los compinches extienden sobre la mesa salami, rosquillas, hogazas de pan, trozos de queso, tarros de aceitunas passuluna, higos y frascas de vino.

Los compañeros miran a Tierra de Nadie, perplejos. Los guardias desaparecen, cerrando la pesada puerta tras ellos.

—Vamos, ¿a qué esperáis? ¡Todo es de primera calidad!—les anima ’O Meschiniello.

Tierra, con un gesto decidido, detiene a los compañeros, a los que ya se les han iluminado los ojos, y arrastrando las piernas encadenadas, planta cara al camorrista.

—Os he dicho que no quiero favoritismos. Sin ofenderos, llevaos todo esto.

—Nada de favoritismo. Esto es de todos. Eh, servíos…

Luego aparta un poco a Tierra de Nadie y le explica—son palabras sugeridas por Masto, que Totò ha aprendido de memoria y repite con aire solemne—que su dedicación a la causa ha profontamente impressiunate al Masto, que ha decidido, por tanto, un nuevo acuerdo. Es decir, el mismo de antes, pero ampliado a todos.

—Esta es para vos—concluye, entregando a Tierra de Nadie la carta de lady Violet que anuncia la próxima visita de la Bruja.

Y mientras Tierra lee y relee aquellas pocas palabras apasionadas, mientras los compañeros se lanzan sobre la comida, don Totò se felicita a sí mismo y al Masto, y elogia en silencio la grandeza de Mamma Camorra. Porque los jacobinos se quieren sentir igual que los otros, y nosotros se lo hacemos sentir, igual que a los otros. En cuanto a serlo, esa es otra historia. Lo importante es que la vida pueda reanudarse ordenadamente. Gracias a Dios y al Masto, que para los esbirros es la ira de Dios, pero en los corazones sencillos de los camorristas está sentado en el mismo escalón que el Padre Eterno.