Monreale, febrero de 1863

LAS novias bajaron del cortejo de ocho caballos de penacho negro, animales con blancas gualdrapas, blanca y rosa la carroza; de la multitud reunida en la plaza de la iglesia partió un aplauso. Janet Corrigan estrechó con fuerza el brazo de lady Violet.

—Míralas ahí, las mujeres nobles, Violet… Todo sonrisas por fuera y veneno por dentro.

—Les has robado un buen partido, diría, amiga mía.

—Ah, eso no. Si descubro quién ha corrido la voz, te juro que le rompo el cuello como a una gallina.

—Es inútil. Yo lo viví. En poco tiempo, se olvida todo. Mejor, humíllalas con tu indiferencia. Ríe, y no lograrán tocarte. Emiliano te ama. ¿Qué más necesitas?

—Cómo envidio tu seguridad, Violet.

—Yo solo soy una llama que se apaga, cariño.

—¿De verdad estás tan triste?

—Hoy no. Hoy es un día de fiesta. Vamos, ánimo, los novios esperan.

Más aplausos mientras caminaban majestuosamente en dirección a la catedral. Aplausos y comentarios.

—Probó a la esposa antes del altar—dijo, cómplice, un noble.

—Pobre infeliz, no quiso terminar como Garibaldi, que estuvo a punto de casarse ¡con una embarazada de otro!—le hizo eco un segundo noble.

—Pero qué pedazo de mujer—siseó, admirado, un tercer noble, más joven y fogoso.

Michele Liberato y el barón de Sant’Anna habían decidido celebrar juntos sus respectivos matrimonios. Para la ceremonia, que debía ser exagerada, memorable como exigía la santidad del rito y la sicilianidad, no podían haber elegido un marco más adecuado que el de la catedral normanda de Monreale. La fecha, sin embargo, un domingo de mediados de febrero, había sido impuesta—decían las voces populares—por exigencias de diferente naturaleza: Janet Corrigan, futura baronesa de Sant’Anna, se encontraba en estado de buena esperanza. Una calumnia del todo falsa, pero, como sucede a menudo, para muchos era cierto.

A decir verdad, una anécdota para señalar acompañada de un guiño de ojo y un codazo, una sonrisilla de envidia malévola por el toro autóctono que se beneficiaba a la espléndida fémina inglesa. La excentricidad de la elección no agitaba tampoco excesivamente a una aristocracia acostumbrada a la pesca, por decirlo de alguna manera, en mares extranjeros: esposas inglesas, francesas y alemanas ya se habían visto muchas, en Palermo. Hasta una turca, una vez, pero de poca duración, porque era demasiado celosa ella o demasiado cornudo él, vaya usted a saber. Con las extranjeras siempre hay problemas, y después siempre se encuentra una solución. Más bien, en la tenacidad de algunos insidiosos y en las malévolas referencias, jugaba un papel no secundario la adversidad de ánimo que generaba el inconveniente radicalismo del que Sant’Anna hacía gala siempre que podía. Es cierto que un año antes, en las épocas del Aspromonte, el barón, como toda Palermo, había acogido con entusiasmo el regreso de Garibaldi, y miles y miles de jóvenes, los «nuevos Mil», habían dicho que estaban preparados para derramar su sangre por el rescate de la isla, y mucho más. Pero eran manifestaciones formales: todos sabían que Garibaldi habría ido solo y todos sabían que si hubiera ganado se habría acordado de ellos; si hubiera perdido, como después sucedió, nadie habría podido desquitarse con ellos.

Sant’Anna, por el contrario, había jugado muy en serio al juego de las reaparecidas camisas rojas. La sustancial cantidad de dinero que el general había reunido para subvencionar las emocionantes jornadas palermitanas salían de su patrimonio personal, así como eran suyos los hombres que habían seguido a Garibaldi a Calabria, cuadrados y gobernados con mano férrea por Giovanni Corrao, promovido por el Héroe de los Dos Mundos a general en el campo de batalla por su indiscutible valor. Corrao que, como se decía a voces, había perdido la cabeza.

En cuanto a Michele Liberato, ninguna crítica, ningún comentario. Si acaso, un coro unánime de elogios. Él había elegido a una condesita, de una familia más bien caída en desgracia en cuanto a bienes pero de alto y consolidado linaje. Mujer aburrida, con grandes caderas de yegua, castamente educada en un colegio de monjas, experta en el arte del bordado, ojos apocados y cabeza baja para indicar la conciencia del papel que la tradición le ha asignado. En otros términos, Sant’Anna se casaba con la aventura; Michele Liberato, con la paz. En lo que se refería a la aventura, si hubiera tenido ganas de irla a buscar a otra parte, nadie lo habría criticado.

Mezclado con los alcaldes, delegados gubernamentales, un par de senadores del reino pertenecientes a las familias más distinguidas de la isla y con el parterre aristocrático al completo, Salvo Matranga no desentonaba en tan excelsa compañía. A fuerza de estudiar a Michele Liberato, se había adueñado de algunas de sus maneras y se había sacudido de encima ese aire de chaval del establo, la marca que certificaba su origen y condición.

—Te nombro barón ad honorem por méritos de estilo—había proclamado el barón, apreciando el traje que Mario Tozzi le había cosido a medida—. Pero cuando llegue el fotógrafo, métete en segunda fila, no querría que te confundieran con el novio.

Bonitas palabras, pero el establo no lo puedes borrar. Con Violet habían intercambiado el saludo de rigor. Habría dado la mano que le quedaba por poder eliminar la tristeza de su mirada. El marido, que engordaba y reía, quizá pensaba que esa tristeza le favorecía.

Cuando tuvo suficiente de la ceremonia, Salvo salió de la catedral y se encendió un cigarro en el patio. Algunos muchachos, que habían tenido la misma idea, le saludaron con respeto. Salvo les devolvió el saludo con un gesto. Los muchachos, orgullosos, hicieron una inclinación y comenzaron a lanzar miradas amenazadoras. Abrid paso, decían sus ojos, llega la Mafia. Desde hacía algunos meses, para hacer referencia a la Sociedad, en toda Sicilia se había puesto de moda esa palabra: Mafia. Nadie sabía exactamente quién había sido el primero en pronunciarla. Salvo había escuchado hablar de ello a un actor, un director de poca monta, un tal Giuseppe Rizzotto. Este había escrito un drama, Los mafiosos de la vicaría, y decía que le había sugerido el título un mafioso en carne y hueso, el dueño de la taberna Iachinu Funciazza, es decir, Gioacchino Grugno di Porco. La revelación habría sucedido en los días del festejo de la santa, la fiesta de Santa Rosalía, el julio pasado. Independientemente de cómo estuvieran las cosas, el juego había gustado, y ahora todos hablaban y hablaban de la Mafia. Aunque ninguno supiera qué quería decir aquella palabra, visto que en toda Sicilia, mafioso significaba, desde que el mundo era mundo, bello, valiente y fuerte, y al mirar a los muchachos, en lo de valiente y fuerte se podía estar de acuerdo, pero en lo que se refería a la belleza… Y aunque el origen podía ser desconocido o casual, todos sabían perfectamente qué era la Mafia. Y a los otros, a los ignorantes, ya se ocupaban los muchachos de explicárselo. Los muchachos…

Los muchachos, de repente, le dieron pena. Con su vergonzosa arrogancia, embutidos en ropa que no correspondía a su verdadera naturaleza, parecían…, eso es, máscaras, actores sobre un escenario decadente, impacientes por terminar la representación y pasar por la caja a cobrar. Máscaras. ¿Era eso a lo que se refería el director Rizzotto? ¿Que la Mafia era una máscara? ¿Que antes o después llega alguien y te la arranca?

—Saludamos—dijo Corrao.

—Saludamos—respondió Salvo.

—Suceden cosas turbias, Salvo.

—¿Por qué? A mí me parece una ceremonia bellísima…

—No hagas como que no entiendes. Sicilia se está yendo a pique. Estos de ahora son cien veces peores que los Borbones.

—Hace falta adaptarse, Giuvá…

—Yo digo que las cosas tienen que cambiar.

—¿Y cómo?

—¿Te lo tengo que explicar? ¡Con la fuerza!

Corrao vestía el alto uniforme del Ejército que ya no existía, el de garibaldino. Y también sus sueños pertenecían a otra época. Corrao había llevado Sicilia al general y no entendía que había llegado el momento de retirarse.

—Volviste—cortó Salvo, indulgente—, y eso fue lo correcto. Ya no es tiempo de guerra.

Los esposos salían de la catedral, precedidos por una multitud encendida. Los niños comenzaron a lanzar el arroz. Las campanas repicaban. Lady Violet intercambió un tierno abrazo con Janet. Salvo se mantuvo lejos de ella. Intuía el peligro y quería escapar de él con todas sus fuerzas. El barón había hecho de él una criatura incompleta, un punto intermedio entre el pasado y el presente.

Un nada.

El barón le había enseñado a soñar más allá de sus propios límites. ¡Cuánto más felices eran los muchachos, con sus mujeres sumisas y el desahogo de sus putas!