Florencia-Parma, octubre

LORENZO está en Parma. Doble encargo: informar a Vittorelli sobre el estado del orden público en la ciudad que el Piamonte proyecta anexionarse, y a Mazzini sobre las posibilidades de reorganizar a los republicanos de los antiguos ducados.

Cuando se saludaron, en la estación Leopolda de Florencia, dos días antes, el Maestro le pareció cansado y desencantado como nunca. Está obligado a volver a Londres porque Ricasoli le ha negado cualquier protección posterior de los piamonteses. En cuanto a Víctor Manuel, ha proclamado una amnistía selectiva: todos libres, excepto Mazzini, el único gran excluido. Media Italia está hecha, también gracias a él, sobre todo gracias a él, y el nuevo Gobierno todavía quiere colgarlo.

Lorenzo lo escolta al vagón de segunda clase. Tiene el cabello cortísimo y ha tenido que sacrificar la barba por cuestiones de seguridad. Viajará hacia Livorno mezclado con los campesinos y los pequeñoburgueses, con ese pueblo al que proclama amar tanto y que nunca llegará a conocer a fondo. Está solo, Mazzini, solo y derrotado. Dicen que es sanguinario, y también es verdad. Pero estos mediocres figurantes, estos nuevos señoritos que han abandonado vilmente su Venecia, estos le provocan horror.

Parma, entonces. Un breve reconocimiento le resulta suficiente para olfatear el aire. «Parma está en manos de los canallas», informa a Vittorelli en un conciso despacho. No recibe respuesta. En los cafés y en las hosterías ve concentrarse las mismas caras que se agolpaban diez años atrás en los callejones sin salida de Ancona. Es una historia que conoce demasiado bien. En el desorden de después de la revolución, bandas callejeras vagan extorsionando a quienes temen una venganza del nuevo orden. Viejas y nuevas cuadrillas cometen ultrajes con la excusa del patriotismo. Los verdaderos patriotas les dejan hacer: porque están asustados, porque son incapaces, o peor aún, cómplices. Cogen al coronel Anviti, definido por la prensa libre como el «famoso verdugo del Ancien Régime». Lo capturan mientras huye en una carroza. Lo llevan de vuelta a Parma, donde es provisionalmente encerrado en el cuartel de los carabineros piamonteses. Cinco hombres, seis como máximo, vigilan su integridad. Una muchedumbre pendenciera se concentra fuera del edificio. Los oficiales superiores se niegan a tomar medidas. Advertido por telegrama, el dictador Farini no da señales de vida. El cuartel es asediado. Lorenzo intenta aplacar los ánimos, explica a los más agitados que una ejecución sumaria mancharía irremediablemente la conquista, pondría en peligro la misma anexión de los ducados al Reino de Cerdeña, verdadero objetivo político de ese momento. Puede que Anviti haya sido un canalla, argumenta, pero ¿cuántos peores que él se han apresurado a rehacerse una virginidad patriótica? Lorenzo es aislado, empujado hacia la periferia de la ruidosa marea humana. Un tipo alto y más bien harapiento intenta darle un puñetazo. Lorenzo lo esquiva, y al mismo tiempo devuelve el golpe. El tipo mira a Lorenzo con odio, lanza una blasfemia en inglés, vuelve a sumergirse en la multitud. ¿Ingleses? ¿Ingleses entre los canallas de Parma? Algo en la fisionomía de aquel agresor le trae a la mente antiguos recuerdos que creía olvidados. Tiene la clara sensación de haber visto a ese hombre antes. Un desconocido distinguido, con chaqué y bombín, lo toma y se lo lleva aparte.

—Dejad que el pueblo resuelva la situación, intervendremos en el momento oportuno.

¿Es un agente del Gobierno? ¿Un policía de incógnito? ¿Un acérrimo fiel de Farini? ¿Un mazziniano? ¿Es posible que el Maestro haya caído tan bajo? ¿Es posible que el furor lo haya poseído de tal manera?

—¿Quién sois?

—Alguien que hace el mismo trabajo que vos.

Lorenzo decide seguirle el juego.

—¿Cuáles son vuestras órdenes?

—Las mismas que tenéis vos, imagino.

Lorenzo indica al presunto inglés, que está incitando a un grupo a pasar a la acción inmediata.

—¿Conocéis a ese tipo?

—¿A quién? ¿A Lussardi? Si fuese vos, me mantendría lejos. Es uno de esos que resultan útiles en el juego sucio, pero es mejor dejarlo. Vendería a su madre por un tornés.

Siente el aliento del pasado en la nuca. El pasado tiene las desgarradoras zarpas de un pájaro negro y burlón. ¡Lussardi! Mientras tanto, la multitud entra en el cuartel. Los carabineros huyen sin realizar un disparo. Encuentran a Anviti, temblando, escondido detrás de un mueble. Lo agarran, lo llevan a una plaza pública. Lo matan a patadas, a puñetazos, a pedradas. Arrastran el cadáver hasta una taberna de mala fama, le arrancan la cabeza al tronco, fuerzan las mandíbulas y le echan dentro café.

El alboroto se calma al atardecer. Saciada de sangre, la multitud se retira. Los verdugos se quedan en el campo, jactándose de los hechos. Lussardi, rodeado de degolladores que le aplauden, los arenga. Lorenzo está en su mesa. Mezclarse con los canallas es su trabajo, por la facilidad con la que consigue pasar por uno de ellos se podría decir que es su verdadera vocación. Alza continuamente el vaso, escucha y vuelve a escuchar la narración de la tortura, espera paciente. Por la noche, cuando el toscano se separa de la compañía y se aventura ebrio en la ciudad desierta y oscura, Lorenzo lo sigue; y cuando el otro atraviesa un pórtico estrecho y oscuro, lo adelanta corriendo. Después se da la vuelta de golpe y le corta el paso.

—Tengo un mensaje para vos, señor Lussardi.

—¿De parte de quien?—farfulla el otro, con los sentidos ofuscados por el vino.

—De parte de la Bruja—sonríe Lorenzo, y hunde la hoja del cuchillo en el cuello del torturador.

Deja que los chorros de sangre le salpiquen, afloran las lágrimas, lágrimas perdidas, lágrimas de quien no tiene perdón.

Farini, el dictador, da señales de vida una semana después. Pronuncia una noble proclama, arresta a algún inocente, libera a todos deprisa y corriendo y se disculpa. Los verdaderos culpables, mientras tanto, han sido alejados con la máxima discreción. Y remunerados, según le explica con los hechos consumados el misterioso anónimo.

Esta es la situación: el Gobierno piamontés quiere sustituir a Farini por el viejo D’Azeglio. Farini se estremece de indignación. Farini tiene óptimas relaciones con la canalla. Farini desencadena a la canalla. Homicidio de Anviti. D’Azeglio es débil. Farini se precipita a Parma, realiza algunos arrestos para la galería, con una proclama incendiaria promete paz y seguridad a los burgueses aterrorizados. El juego es elemental, y justamente por ello funciona. Los burgueses, ansiosos de retomar la paz y sus negocios, se revuelven: D’Azeglio es un incompetente, para mantener controlados a los canallas se necesita un hombre con mano de hierro. Farini se ratifica como dictador entre la furia del pueblo.

De vuelta en Turín, Lorenzo informa a Vittorelli. Intuye, por la sorpresa del piamontés, que la trama le resultaba desconocida. Por la descripción que Lorenzo le hace del anónimo, cree reconocer a un exagente, despedido por indigno. Lorenzo se da cuenta de que también en Turín hay en marcha una guerra de bandos. Los propios servicios secretos. Al mejor postor.

—Acciones similares refuerzan a esos que vos combatís—concluye, amargo—, a los reaccionarios en primer lugar, y después a Mazzini. Nunca se había atrevido a tanto.

Vittorelli encaja el golpe sin parpadear.

—Se intentará sacar enseñanzas útiles de lo acontecido—concede, desconcertado a su pesar.

Todo se olvida. En los días siguientes, la mordaza impuesta a la prensa hace desaparecer la noticia de las primeras páginas de los periódicos. La atención se dirige hacia los preparativos del plebiscito que sancionará la adhesión de los ducados al nuevo Estado. Lo que cuenta, aquello que quedará para la historia, es la inmensa hazaña realizada con astucia por Cavour. Los nombres de Farini y de otros como él se usarán para darles nombre a las calles, y después nadie se volverá a acordar de ellos. También los hombres mediocres, incluso los ladrones, pueden beneficiar a la causa; en cualquier caso siempre se tratará mejor con ellos que con los puros de corazón. Con estos últimos, al final, no hay más que dos caminos: o dársela como ganada, o apagarlos. Pero Dios salve a la humanidad de los puros de corazón, piensa Vittorelli.