Milán-Turín, septiembre-noviembre de 1864

A la cita en los canales se presentaron dos: un milanés de mediana edad y un joven veneciano de largos rizos rubios y ojos azulísimos.

—Hay una fonda aquí cerca—propuso el milanés.

Vittorelli apoyó la propuesta con entusiasmo. Había que mostrarse disponible.

Al menos hasta que el negocio no se hubiera concluido.

Más que una fonda era una cantina de mala muerte, una madriguera de radicales, del tipo que Vittorelli, cuando aún estaba en servicio, no dejaba de tener nunca bajo estrecha vigilancia. Usaba, en esos tiempos, agentes de paisano y presuntos revolucionarios contratados. Mientras se sentaba a una mesa en un rincón, no pudo evitar preguntarse quién, entre los asistentes, sería un verdadero patriota y quién sería un espía. Ante un vaso de tinto robusto hasta parecer turbio, el milanés se calificó como «capitán» de la Falange Armada, la nueva asociación que el eterno Mazzini había fundado en Londres.

—Os he dicho mi grado—le interrumpió el milanés, imponente, calvo, sobre los cincuenta, de evidente origen popular.

Ya está a la defensiva.

En cuanto al muchachote veneciano, su mano se había dirigido rauda al chaleco, donde seguramente guardaba el arma, quizás un puñal. Vittorelli entendió que se le debía haber escapado algo. Quizás una señal convenida, o una palabra clave. Se apresuró por ello a proponerle al milanés el saludo masónico.

El conspirador se lo devolvió y la sombra de desconfianza se desvaneció de su mirada. El muchacho puso las manos a la vista de todos, sobre la mesa.

—¿Cuántas armas tenéis?—preguntó el milanés.

—Son seis cajas de carabinas y seis de municiones. En este momento se encuentran seguras en un depósito.

—¿Aquí en Milán?

—En Turín—respondió Vittorelli con un suspiro.

El milanés profirió una sonora blasfemia.

—¿Seguras? ¿Turín es para vosotros un lugar seguro? Con lo que está sucediendo…

Vittorelli extendió los brazos. El viejo conspirador no estaba del todo equivocado. Menos de una semana antes, cuando había corrido el rumor de que, en virtud de un acuerdo con los franceses, la capital del reino habría sido transferida a Florencia, Turín se había rebelado. Las tropas del incompetente general Della Rocca, digno seguidor de la tradición de la incompetencia de sus predecesores, habían abierto fuego sobre la multitud que se había congregado en la Piazza Castello y en la Piazza San Carlo. Resultado de la genial idea: cincuenta y dos muertos y ciento ochenta y seis heridos, una epidemia de dimisiones en las altas esferas de políticos y burócratas, el exilio temporal de su majestad, siempre dispuesto a jugar al escondite ante las primeras muestras de impopularidad. La enésima obra de arte política de los nietecillos de Cavour había puesto a Italia al borde de una crisis sin vuelta atrás.

—Querido amigo, aunque si hacer contrabando con una carga de doce cajas a Turín no es el máximo de la seguridad, con todo lo que está pasando…—remarcó Vittorelli.

—¿Entonces?

—Se trata solo de tener paciencia durante unos días, después las aguas volverán a su cauce. Vos pagadme cuanto hemos pactado y dentro de una semana recibiréis el paquete.

El milanés chasqueó la lengua.

—Nada que hacer. No era este el acuerdo. El intercambio debía darse en el mismo momento.

—¿No os fiáis?

—Por lo que a mí concierne, podríais ser un espía.

—Sabéis bien quién me manda.

—¿Quién me asegura que una vez que tengáis el dinero en el bolsillo no vais a desaparecer, dejándome con las manos vacías?

—Si es así, buscad a otro.

Vittorelli se levantó de golpe.

—¡Esperad!—lo paró el joven veneciano. Después, girándose hacia su compañero—: Yo podría ir a Turín con él… Así estaremos seguros de que no nos traicionará.

—Podría ser una trampa, Guido—respondió el milanés.

—No había sucedido nunca antes que un…, uno de nuestros transportistas ¡nos pidiera el dinero por adelantado!

—El problema—Vittorelli suspiró y volvió a sentarse—es que yo no soy simplemente un transportista. Yo soy el único que puede encontrar las armas que necesitáis…, ¡que necesitamos! Mirad, estimado amigo mío, las cosas han cambiado mucho en Londres… Vos sabéis que es de allí de donde vienen las carabinas… La simpatía de la que un tiempo gozaba nuestra causa se ha debilitado un poco.

—O quizá los ingleses tienen sus propios problemas con Irlanda y la India…

—Puede ser. Pero escucho decir cada vez más a menudo: «Ah, estos italianos, su patria ya la tienen, ¿qué buscan ahora?». La popularidad del mismísimo Maestro está en declive. Quien en el pasado nos suministraba por ser aliado hoy pretende que le paguemos en el acto… ¿Creéis que os pido el dinero para darme a la buena vida? ¡Vamos, hombre! No estaría aquí con vosotros arriesgándome a que me arrestaran si ese fuera el caso… Con este dinero saldaré una deuda pendiente y adquiriré un nuevo cargamento… ¿Está claro el concepto?

Sellaron el pacto con un apretón de manos. Vittorelli se felicitó a sí mismo. Todavía era bueno en el oficio. Para ser sinceros, el mejor del gremio. Esas cajas de armas eran las últimas sobras de la desgraciada empresa de Víctor Manuel. Parte había conseguido revendérsela a los húngaros y montenegrinos. Pero aquella gente pagaba una miseria. Se había visto obligado a retomar el contacto con los mazzinianos. Había tenido que hacerlo todo solo, visto que el agente Elizabeth parecía haberse perdido definitivamente. ¡Pero al diablo! Lo que cuenta, en estos tiempos de renegados e imbéciles, es solo el saldo personal. Y ya que los únicos interesados en fusiles y balas son los irreductibles soñadores, es con ellos con quienes se debe hacer negocios.

Estaban en la tercera ronda de tintos cuando entró en la fonda un viejo con una guitarra. El milanés se levantó para saludarlo, después le invitó a la mesa.

—Señor, os presento a Toni, el Ciaparàt…

—¿Atraparratones? No entiendo…—dijo el muchacho veneciano.

El viejo se echó a reír.

—¡Que ratones ni ratones! Algunos ratonazos altos y gordos, con los bigotes y el uniforme austriaco…

—¡Sois un veterano del 48!—se iluminó el muchacho.

El viejo se sonrojó de placer y se lanzó a dar una pomposa descripción de emboscadas, tiroteos, luchas cuerpo a cuerpo con el enemigo…

Debía de ser un personaje popular este Ciaparàt, ya que en el momento que se había puesto a hablar los clientes habían abandonado sus conversaciones para escucharle, y un silencio cargado de fervor reinaba en el lugar. Vittorelli, que ya tenía suficiente, buscaba una excusa cualquiera para abandonar su compañía, obviamente llevándose consigo al muchacho, su garantía personal. Pero Ciaparàt era incansable. Una hora después, seguía allí vanagloriándose, y los enemigos abatidos eran ya doscientos. Alguien le pidió que tocara la guitarra. El miles gloriosus no se hizo de rogar y comenzó con una brillante marcha:

 

Se vorrii fà l’Italia per de bon

mandèe in galera il re e Napoleon

vun l’ha imparàa dal zio a fa’ el robott

l’alter dal pà a vess traditor, bigott.

Ma el zio lè andàa a Sant’Elena a crepà

e a Oporto, de rabbia, è mort el pà…

Sperem che i discendenti, coi istess vizzi,

vaghen anca for istess a precipizzi.

Oh sì, la nostra Italia desgraziada

passà la ciocca, la dervirà i oeucc…76

 

Un aplauso frenético marcó el final de la exhibición.

—¿Y vos no aplaudís?—preguntó el milanés a Vittorelli, al que le costaba disimular su aburrimiento.

—Os confieso que no he entendido una palabra.

El milanés tradujo. Vittorelli asintió.

—Así, pasada la resaca, nuestra Italia desgraciada debería abrir los ojos… ¿Vos lo creéis de verdad? ¿Creéis que abriremos los ojos?

Después, visto que el aficionado artista, animado por el vino generosamente ofrecido por los radicales ilusos, se preparaba para el segundo acto, aferró por un brazo al veneciano y lo sacó de allí. Vittorelli hospedó al muchacho durante una semana en su casa de Moncalieri. Como había previsto, las aguas se iban tranquilizando poco a poco. El muchacho, Guido Toso, tenía diecinueve años. Pertenecía a una antigua dinastía de vidrieros de Murano. Era hijo y hermano de patriotas muertos de cólera en el asedio del 49. El rescate de la patria era su razón de vida. Parecía el agente Elizabeth de joven, reflexionó Vittorelli, con cierta ironía.

—Comenzad por conseguiros un pasaporte más decente.

—¿Qué tiene de malo este? Me lo han dado los compañeros milaneses. Ellos dicen que…

—Haría sospechar hasta a un croata borracho, eso es lo que tiene de malo. Mañana os traeré uno en condiciones.

En los días que transcurrieron en obligado contacto, Vittorelli le contó una serie de mentiras hábilmente elaboradas. Y cuando, revocado el toque de queda, vuelto el ejército a sus cuarteles, Turín fue de nuevo segura, el muchacho le tenía una confianza absoluta. Concluyeron el negocio a primera hora de la mañana, a la luz del sol. Después de un inicial titubeo, el muchacho había renunciado a controlar el contenido de las cajas. Vittorelli, con gesto de magnánima hermandad, rechazó contar el dinero. A cambio de una modesta compensación, Blassetti, acompañado por cuatro gendarmes ajenos al peligro, supervisaba las operaciones de cargamento. Las doce cajas, oficialmente «instrumentos ópticos», terminaron sobre una carroza alquilada a nombre de un inexistente caballero Selva de Coddé. En el momento de la despedida, Guido Toso tenía lágrimas en los ojos. Vittorelli no esperaba otra cosa que quitárselo de encima. Después de todo, con esa última transacción, había acumulado bastante como para poder cambiar de oficio. Volvería al mercado inmobiliario. Informado desde hacía tiempo de la transferencia de la capital, ya había invertido en Florencia. Un día, Venecia y Roma serían también óptimos territorios para explorar… Pero el muchacho no se decidía a despedirse.

—Entonces todo bien…

El muchacho, con ímpetu, lo agarró del brazo.

—Vos que habéis estado en Londres…, quizás habéis conocido a Lorenzo di Vallelaura…

—¿Por qué me lo preguntas?—dijo, rígido, Vittorelli.

—¡Porque es nuestro héroe! Decidle, os ruego, que el día en que Venecia sea finalmente libre, nosotros, los muchachos venecianos, se la entregaremos. Decidle que su radiante ejemplo nos ha mantenido con vida todos estos años… ¡Decidle que combatimos por él!

Esa noche Vittorelli no consiguió conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama del antiguo Hôtel de l’Europe, situado entre la Via Roma y la Piazza Castello. Quizás estaba en la misma cama en la que había dormido aquel mulato bizarro de Dumas. Otro que quería cambiar el mundo. Había sido inútil buscar la paz entre los brazos de la alegre modista que, de vez en cuando, asumía con diligencia la función femenina de calentar sus sábanas.

—¿No quieres desahogarte conmigo, tesoro?

—¡Dame por perdido, Doretta!

Una buena muchacha, pero ignorante como una cabra. ¿Cómo habría podido, una como ella, penetrar en los abismos de amargura en los que Vittorelli se sentía caer? Durante toda la vida había cultivado con diligencia, es más, con meticulosa dedicación, con soberana inteligencia, el arte de la mentira y el enmascaramiento. Se había convertido en consciente instrumento de engaños y abyecciones, y la paradoja de la historia había hecho que de esos engaños y de esas abyecciones naciese una nueva nación. Una nación quizá coja, imperfecta, pero en cualquier caso una nación. Ahora se encontraba frente a frente con una nueva y, a sus ojos, dolorosa paradoja: Lorenzo, que en el juego había sido involucrado a pesar suyo, Lorenzo, cuya vida había sido arruinada por aquel juego, Lorenzo se demostraba, al final de la partida, mejor jugador que él. Lorenzo, el más vil traidor, se convierte en el faro de esos inexpertos aprendices de conspiradores. Guido Toso lo había martirizado durante una hora con la gesta del mítico barón de Vallelaura, desde la primera expedición en Calabria hasta los veinte años de exilio londinense. ¡Pues anda y que te den! No consiguió dormirse antes del amanecer. Y todo por culpa de una idea que se había ido abriendo paso, sustituyendo a la frustración, al odio, a los propósitos extremos que antes había acariciado en su imaginación. Si las cosas iban así, fiel a las enseñanzas del único maestro que había tenido en su vida, Cavour, pues bien, esa paradoja la habría transformado en su fuerza. Dos meses después, el rey Víctor Manuel dio señales de vida, y como si no hubiera pasado nada le ordenó retomar el contacto con Mazzini. Vittorelli aceptó de buen grado, poniendo como única condición un considerable cambio en las comisiones.