CUATRO patas tiene la cabra; cuatro, los cabritos; cuatro, las ovejas; y cuatro, los perritos. Y cuatro tienen los lobos que bajan de los montes, las hembras delante para seguir las huellas, los machos jóvenes a los lados para marcar con la orina los claros del prado. Es la armonía de la creación. El amo dice: las ovejas blancas se llaman Blanquita; las negras se llaman Negrita. Todas las criaturas tienen un nombre, incluso los árboles y los tallos de hierba. La muchacha no. Ella no tiene nombre. Te llamaré Muchacha, le había dicho el canónigo. La muchacha no tiene nombre y no tiene voz. Se despertó un día en las montañas, no había un antes, pero habría siempre un después. Cuatro patas tiene la cabra. El rebaño tiene treinta y seis cabras. Hay, por tanto, ciento cuarenta y cuatro patas. Los números no mienten, los números no traicionan. Y un día, una Blanquita se queda atrapada en una trampa para lobos y pierde una pata. Así pues, quedan ciento cuarenta y tres patas en el rebaño. Solo un día, veinticuatro horas, porque después muere Blanquita y las patas se convierten en ciento cuarenta. No podía ser de otra manera. A los números les desagradan las anomalías. Te gustan los números, dice el canónigo acariciándole la garganta cuando anochece y de cada redil se eleva el humo de las hogueras y el canto nocturno de los pastores. El canónigo la acaricia más abajo, entre las piernas, y le regala un libro. Está lleno de números y tablas. La muchacha no saber leer, pero pronto aprende a relacionar los números entre ellos. Solo son símbolos trasladados al papel, con la misma armonía de la creación. La secuencia de las hojas del pino de los Balcanes, los élitros de los insectos que vuelan rozando el Neto, los bordes lisos de las piedras que rebotan si se lanzan con determinada inclinación. La muchacha no sabe si detrás de todo esto está Dios, pero algunas noches de luna llena su corazón se inunda de una pena secreta. ¿Existe otro mundo más allá de su valle? ¿Hay hombres distintos a aquellos pequeños y negros que le dan órdenes y la golpean con la vara si no las cumple como es debido? ¿Y para esos otros hombres tiene el número el mismo significado que para ella? El canónigo le entrega un misal. La muchacha comprende que las letras funcionan como los números. Funcionan como símbolos. C como cabrita, D como Dios, E como elefante, F como la fanfarria de la fiesta de San Roque. Pero también C como el can que curó las heridas del santo, D como el diablo que hace gritar por las noches al canónigo y le obliga a confesar su pecado, E como la expiación que la comunidad espera del canónigo, F como las forquetas con que le dan caza, con el canónigo al frente, para quemarla ante la puerta de la iglesia y expulsar así del pueblo a Satanás y a su bruja. La muchacha corre, y al correr cuenta los pasos. Setecientos cincuenta desde donde cogieron al soldado rubio hasta la grieta de la roca, y mil seiscientos desde la grieta hasta la orilla del Neto, y veinticuatro pasos para vadear el río por otras tantas piedras, y desde la ribera hasta la cueva donde pasará la noche, sesenta y seis pasos. Sesenta y seis como las piernas de los extranjeros que habían desembarcado por la noche entre el mar y la desembocadura del río. El Calabrotto los había conducido al pueblo. Estaban todos en la plaza, delante de la iglesia. El canónigo con la antorcha en mano, la mirada exaltada, encolerizado, gritaba letanías. La muchacha mira las estrellas antes de envolverse en la piel de cabra. Miraba las estrellas también aquella noche, atada a la puerta de la iglesia. Miraba las estrellas, que no querían mostrarse, y se preguntaba cuál era el pecado por el que querían quemarla. El soldado rubio se había acercado al canónigo y le había derribado de un revés. La muchacha cuenta trescientas veinticinco estrellas a través de la franja opaca de la vía láctea. Pasea largo rato la mirada buscando la última estrella, porque aquel número asimétrico la ofende. Ha leído en los libros del canónigo algunos nombres que le resuenan en la cabeza: Casiopea, Alfa de Centauro, el Carro Mayor y el menor… Cada letra tiene un sonido diferente, la suma de las letras hace una palabra, pero los sonidos no se suman simplemente, el resultado final es un sonido diferente, un número diferente, Casiopea es una canción, Casiopea más la estrella de Centauro es otro sonido. La Bruja comienza a reproducir los números en forma de sonidos, disfruta jugando con ellos, surgen armonías que perturban el oído, solo algunas cabras algo extrañas y las ratas parecen comprenderlos; las ratas, que se detienen a escucharla, extasiadas, cuando la Bruja toca el caramillo de caña, erguidas sobre las patas traseras, con los bigotes inmóviles, y los ojos que parecen corresponder a los de ella… Cuando decide imaginar la última estrella, y lo decide porque ella sabe que esa estrella existe en algún lugar, y lo sabe porque los números no tienen principio ni fin, entonces, solo entonces, el rostro de la noche se confunde con el del soldado rubio, y la muchacha entiende que solo puede hacer una cosa: volver con él. Pero apenas cruzado el umbral de la cueva, siente que la sujetan. Un hedor de podredumbre le provoca un amago de vómito. Se revuelve, lanza gritos mudos, pero la aferran con firmeza, la ahogan, no hay escapatoria.
—Aundi ti ‘ndi vai, strega? 9—pregunta, con voz burlona, el bandolero Calabrotto.