Calabria, julio de 1862
VITTORELLI y su columna entraron en Borgopane Nueva a primeras horas de la tarde. Calles desiertas, cerrado el patio de la iglesia. Ojos que lo escudriñaban escondidos detrás de las ventanas cerradas. Sótanos, probablemente, atestados de asustadas familias. Familias de traidores. Destruido por los bandidos, el pueblo había sido reconstruido a un centenar de metros del lugar de la masacre. Los supervivientes y los nuevos habitantes se habían pasado al otro bando. Y merecían una lección. Vitorelli tenía bajo su mando a cincuenta lanceros: número insuficiente en caso de un enfrentamiento directo, pero suficiente para una tarea de rastreo. Cincuenta buenos muchachos arrancados a sus familias para combatir en una guerra sucia e infame. La falta de sueño, la escasez de alimentos y la ausencia de mujeres los transformaban, día tras día, en bestias. Lo que hacía falta. Vittorelli organizó a la tropa en la plaza central, delante de la iglesia: una choza de madera con un burdo crucifijo clavado sobre el portón. Esperó unos minutos, después le gritó al fiel Blasetti.
—No hay bandidos, si los hubiera ya nos habrían atacado.
El exinspector, ascendido a ordenanza, respondió:
—¡Ordene, señor coronel!
—Sabes lo que debes hacer.
Blasetti dio una orden. Los soldados descendieron de los caballos y se dispersaron por las casas, bayoneta en mano.
Seguían un guion consolidado, una técnica ideada por el general Pinelli y el coronel Fumel. Al cabo de pocos minutos, todo el pueblo se encontraba reunido en la plaza. Vittorelli, sin bajar de su caballo, observó a esa humanidad dolorida y asustada. No es verdad que la gente del sur huela mal. Tienen un olor diferente, eso es todo. Y quién sabe si la razón de tanta hostilidad no se encuentre en la pigmentación…
Dicho esto, en efecto, apestaban.
—Este, estos dos, este, este muchacho y estos tres…
Vittorelli realizaba la selección a partir del aspecto físico. Había quien tenía cara de bandido y quien la tenía de buen hombre. Con los primeros se debía ser radical. Con los otros se podía decidir caso por caso. Es cierto, después de cada acción se alzaba el coro de la prensa liberal y de extrema izquierda. Ciegos: se limpiaba el territorio, y, después de todo, también a ellos les convenía. Por otra parte, se había tenido que recurrir a medidas excepcionales por culpa de una magistratura temerosa y subyugada a obsoletos principios liberales. En la primera fase se había limitado a las redadas de sospechosos, llevados a juicio y regularmente procesados. Pero en Nápoles y Reggio habían sido apresados quinientos subversivos y se les había llevado a juicio. Absueltos por falta de pruebas. En Turín les hervía la sangre de la rabia ante las sutilezas de esos abogaduchos que arriesgaban alimentar a la plaga de bandidos. Los jueces, se decía, eran fieles al viejo rey, que tantos privilegios les había concedido. O quizá, simplemente, no entendían que las cosas habían cambiado, que ya no eran tiempos de florete, sino de sable. Los jueces se habrían adecuado, tomando de nuevo el puesto que les correspondía en la mesa de los potentes. Mientras tanto, mejor darles carta blanca a los militares. A veces se cometía algún error, claro, como fusilar a los ciudadanos que, siguiendo uno de los tantos bandos publicados, se presentaban voluntariamente para entregar las armas. Había sucedido, es cierto, un par de veces. Después se había corregido la puntería. Vittorelli sabía que en Turín se discutía la posibilidad de conceder una pensión privilegiada a las viudas de estas víctimas inocentes. La mayoría no estaba a favor.
—Organizadlos como sabéis.
Los que tenían cara de bandido contra una pared; el resto, contra otras dos. La cuarta pared la dejaban libre. Un muchacho, cara de genuino bandido, dio un paso adelante.
—Señor coronel, se trata de un error. Yo me llamo Santi Vincenzo, soy el hijo del alcalde de Acquascile. Mi familia ha sido siempre devota del Gobierno, soy estudiante del instituto de Castrovillari. Me encuentro visitando a mi prometida…
Acento civilizado, un matiz dialectal al final de las palabras, atuendo desordenado, pero la cara…, la cara no puede engañar, y se sabe cuán hábiles son los bandidos en el engaño.
—Está bien, ve con los otros.
—Gracias, señor coronel.
El muchacho alcanzó al grupo de mujeres y viejos. Vittorelli lo vio abrazar impetuoso a una muchacha de cabellos oscuros y senos impertinentes. Pésimo indicio, jovencito mío. Se sabe que los bandidos tienen un gran encanto entre las jovencitas, es un bandido entrenado, después…
Vittorelli se encendió un cigarro y ordenó a los que tenían cara de bandidos que corrieran hacia la pared que había quedado libre. Después, ante un gesto suyo, los soldados abrieron fuego. Los bandidos cayeron como bolos. Un inmenso escalofrío estremeció a los paisanos, comenzaron fuertes gritos. Los soldados apuntaron los rifles. Se hizo el silencio.
—¡Tú!—dijo, señalando con el índice al supuesto hijo del alcalde—¡Vuelve con tu padre!
—Gracias, excelencia.
El muchacho abrazó a la morena pechugona y empezó a marcharse, quizá todavía incrédulo por su buena suerte. Vittorelli intercambió una mirada con Blasetti. El ordenanza fingió no haberse percatado de la señal. Vittorelli carraspeó. Nada. Está bien, era un trabajo sucio, pero alguien tenía que encargarse de él.
—¡Farsini!—gritó Vittorelli.
Un soldado dio un paso al frente, apuntó al objetivo con precisión y abatió al muchacho con un solo disparo en la nuca. En la vida civilizada, alguien como Farsini habría terminado siendo un bandido. El uniforme le daba sentido a su gusto por matar. Los paisanos supervivientes retomaron sus lamentos. La muchacha morena se lanzó, aullando como un animal, sobre el cuerpo del supuesto hijo del alcalde. Blasetti evitaba la mirada de su superior.
—¿Qué hacemos?—preguntó el segundo comandante, un teniente toscano.
Vittorelli no contaba con órdenes precisas. Por otra parte, su grado le consentía decidir sin tener que pedir permiso o asumir consecuencias. Entre sus colegas al mando, había quien proponía hacer todavía más drásticas las medidas ya extremas. Fumel, por mencionar uno, no habría dudado en pasar por las armas a la población entera, mujeres y niños incluidos, ya que bajo cada falda y detrás de cada lágrima, podía encontrarse una trampa, aquella gente odiaba a los piamonteses. Vittorelli pensaba de otra manera. Sembraba para el futuro, partiendo del hecho de que no tenía intención de dejarse la piel en esa guerra de mierda ni de terminar su carrera vistiendo un uniforme que ya le quedaba demasiado pequeño.
—Traedme a Burlando.
El fotógrafo se abrió paso, desde detrás de la línea del frente, arrastrando su pesado equipo. Fue necesaria una hora para obtener un resultado satisfactorio. Las imágenes de la atónita multitud de Borgopane Nueva, los primeros planos de los rostros de los bandidos muertos, el muchacho con la nuca destrozada, las lágrimas de su prometida…, todo ello terminaría en las primeras páginas de los periódicos turineses, como testimonio de los sucesos represivos en el campo, y para disfrute de los estudiosos que en los gabinetes de investigación medían la bondad y la maldad del género humano en función de centímetros de cerebro, mentones, barbas o lóbulos de las orejas.
—Vámonos.
La tropa volvió a subir sobre los caballos. Solo Farsini se había quedado obstinadamente quieto en el centro de la plaza.
—¿No te mueves soldado?
—Señor, pido permiso para tomar a la muchacha.
—¡Sube a tu caballo o te arranco la cabeza, animal!
También secuestradores de muchachas, no, eso no, aun siendo una guerra sucia, en algún lugar existe el denominado «honor del soldado». Aunque Vittorelli estuviera hasta los cojones de la palabra «soldado».
Aquella noche, y las sucesivas, intentó conciliar el sueño. La campaña de Calabria lo estaba destruyendo, claramente. Ese no era su lugar, pero con que una sola cosa saliera bien…
Y, al final, la cosa salió bien. Llegaron, el mismo día, dos informes. En el oficial se afirmaba que, tras una investigación de la fiscalía local del rey, se había descubierto que el muchacho fusilado en Borgopane Nueva sí que era el hijo del alcalde de Acquascile. El comportamiento de Vittorelli era, por lo tanto, abiertamente censurado, pero se concluía que dadas las circunstancias y para evitar problemas mayores, no se iba a proceder en su contra.
El soldado autor del delito, por su parte, debía ser entregado de inmediato a la corte marcial.
El segundo informe era secreto. Consistía en una breve frase nerviosa y llevaba el sello de la persona más importante del reino. Vittorelli lo leyó y lo destruyó en el fuego. Tras meses de duro tormento, Blasetti vio, sorprendido, cómo afloraba una abierta sonrisa en los labios de su comandante. Y es que las noticias que Blasetti había traído, apenas entregadas por un mensajero, eran de las que podían hacer temblar al mundo.
—¡Coronel! Garibaldi ha eludido el bloqueo naval y ha huido a Caprera. Se espera que de un momento a otro desembarque en Sicilia… Parece que quiere dirigirse a Roma… En Turín están por proclamar el estado de asedio…, hay una orden de movilización general.
—¡Ja, ja, ja!
—Coronel Vittorelli, con todo el respeto, ¿le parece este el momento de reír?
—No, pensaba solo que… si a los otros los llamaron los Mil, ¿a estos como los van a llamar? ¿Los Diez? ¿O los Cien Mil? Ja, ja, ja. En cualquier caso, no es asunto mío.
Y ante los ojos desorbitados del pobre ordenanza, Vittorelli comenzó a quitarse el uniforme.
—No te quedes ahí como un pasmarote, amigo. Yo me vuelvo a casa. ¿Tú que haces? ¿Vienes conmigo o continúas la fiesta con tus paisanos?