Londres, mayo 1857
CUANDO Mazzini lo incluye en la misión, Tierra de Nadie no lo duda ni un instante. Después de ocho años de inercia, el regreso a la acción lo exalta, lo reconcilia con su verdadera naturaleza, anula todas las desconfianzas que se han ido acumulando en el tiempo, borra las dudas residuales sobre el método revolucionario, resuena en su alma con el fragor de un crescendo rossiniano. Vencer o morir.
Pero un pensamiento lo obsesiona: la Bruja. ¿Tendrá el valor de decírselo o preferirá marcharse a hurtadillas, como un ladrón en la noche, dejando una inútil carta de justificación? ¿Qué la herirá menos: una fuga repentina o la espera del abandono? Tierra nunca ha sido hábil con las palabras y un extraño miedo crece en él a medida que se acerca el momento de la revelación. Si ella le pidiera que no se fuese, ¿resistiría o se rendiría? Se confía a Mazzini.
—Puedes ir o no ir.
—Maestro…
Mazzini lo detiene con un gesto hierático.
—Demasiadas sombras de compañeros muertos visitan ya mis pesadillas, Tierra. No solo se sirve a la causa derramando sangre. Pero no puedo ser yo quien resuelva tus dudas. Cualquiera que sea tu decisión, te pido que mantengas el más absoluto secreto. El hecho solo debe conocerse a posteriori. Todo depende de ello.
Tierra decide que se irá. Y no hablará con la Bruja. La carta le parece el mal menor.
Pero la víspera de su marcha, cuando salía de la Escuela Italiana, donde acaba de enseñar a un grupo de vivaces chavales a tallar una maqueta de velero, ella se le puso delante.
—Llévame contigo.
—¿Dónde?—pregunta Tierra, con fingido asombro.
—Cuando mientes, te pones colorado.
—Es un secreto.
—¿Secreto? ¿Entre nosotros?
—No puedo, perdóname. Si hablara, los traicionaría a todos.
La Bruja lo mira, serena y, al mismo tiempo, con determinación. Tierra sabe que de aquellos ojos emana una fuerza misteriosa, a la cual no se puede resistir. No puede desviar la mirada. El flujo energético lo arrolla. Es una energía que traspasa como una flecha incandescente, que arde como un fuego devastador.
—¡Maldición, Bruja! Voy a Italia. Con Carlo Pisacane. Atacaremos por el sur y subiremos por la península. Todo o nada.
Tierra argumenta, disputa, justifica. La Bruja escucha aquellas palabras de destrucción, valor y muerte. Tierra es lúcido, apasionado. Construir Italia, ese sueño. Antes de construir, sin embargo, hay que destruir el viejo edificio. La Bruja duda. Siempre ha creído que la construcción era un acto de alegría, un deseo proyectado hacia el futuro. Mientras que la destrucción son escombros, ruinas, muerte. Pero Tierra es convincente. No se puede construir sin antes destruir.
Pero ¿qué números—se pregunta la Bruja—, qué números encarnan la construcción, y cuáles la destrucción? ¿Qué alimenta la dialéctica entre los dos extremos? Y Tierra… De repente, el pensamiento de que pudiera no volver, que una bala pudiera apagar aquellos ojos ardientes, detener el latido del corazón contra el cual encuentra cada noche la paz y del que surge la pasión, el pensamiento de perderlo todo cancela cualquier otra consideración.
Olvida los números y las teorías, y como cualquier otra criatura que sufre, como el cabrito separado de la madre, como el cordero que tiembla entre los brazos del pastor, la Bruja llora. Su llanto silencioso y absoluto atormenta a Tierra más de cuanto pueda decirse, más que la incertidumbre por el resultado de la aventura; abre un surco en su corazón. Por primera vez, el deber le parece un muro infranqueable y hostil. Sin embargo, sabe que irá.
Salen juntos de la Escuela Italiana, sosteniéndose entre ellos como náufragos, bajo las miradas curiosas de los niños. No se fijan en el obrero que les observa subir a un modesto coche, en el gesto que dirige a los dos hombres sentados en el pescante de una calesa tirada por un rocín todo piel y huesos.