Londres, mayo de 1856
LA noche anterior a perder el conocimiento, lord Cosgrave llamó a Violet y le reveló que había puesto a nombre de ella la mayor parte de sus bienes.
—Así tus hermanastros no podrán quitártelos…, y ni siquiera tu marido.
—Padre…
—Ese Mario Tozzi no me gusta. No me gustó nunca. Te hará sufrir. Y el dinero, si no puede compensar las penas, al menos te hará libre.
Murió esa misma noche. La despedida de lord Cosgrave se celebró en la abadía de Westminster, un apacible sábado de mayo.
El reverendo Cole pronunció un discurso inspirado y, pensaba Violet, del todo hipócrita. ¡Pintar como un modelo de moral cristiana a ese viejo bastardo libertino! Si hubiera dependido de ella, habría habido canciones indias y una gran cantidad de bebida, al ritmo de las danzas de las mujeres morenas que tanto había amado en vida y de las salvas de los cipayos, que lo habrían honrado como a uno de ellos. Pero lo que más le molestaba eran las lágrimas de sus hermanastros, que siempre la habían despreciado, y las miradas preocupadas que se intercambiaban con las nueras, rojas de avidez y de impaciencia. ¿Cuánto duraría aún aquella tortura? ¿Cuándo abrirían el bendito testamento?
Un interminable cortejo de carruajes escoltó al féretro a la monumental tumba de la familia. Hubo, antes de la inhumación, otra inútil homilía del reverendo. Mario la tenía de la mano, con cara de circunstancias, como convenía. Los rumores sobre sus repetidas infidelidades se habían atenuado. Pero lady Violet empezaba a experimentar un sentimiento de decepción por aquel hombre: sentía que todavía lo amaba, pero ya no con el ímpetu de antes; ya no estaba dispuesta a precipitarse al fuego por él, a aullar como un perro a la luna, a dejarse empapar por el rocío de una noche de insomnio. El reverendo Cole carraspeó discretamente. Lady Violet atendió y lanzó un puñado de tierra sobre el ataúd. Todos se quitaron el sombrero, alguno lloró. Retrógrados y libertarios comparten el último homenaje a lord Cosgrave. ¡Tienes de qué estar orgulloso, padre!
La Bruja escrutaba el gentío buscando a lord Chatam. Estaba segura de que había recibido su nota. Pero no había aparecido. Ya no quería verla y, por tanto, si faltaba era porque no quería mantener relación con ella. Cada vez que pensaba en lord Chatam, secuencias confusas se le agolpaban en la mente. La falta de armonía reinaba soberana, los números perdían todo sentido y toda organización. Había abandonado a Babbage y su tela de Penélope. Dividía el tiempo entre los niños de la Escuela Italiana, los pequeños judíos del rabino Solomon y el amor callado, devoto, de Tierra. Pero el desgarrón que lord Chatam había provocado dentro de ella solo se había cubierto momentáneamente por un telón provisional. Pronto ocurriría algo. El desgarrón estaba destinado a ensancharse. La Bruja lo advertía con dolorosa conciencia.
Al regreso del funeral, Lorenzo le dijo a Esther que unos días después partiría a Italia con Mazzini, para una misión secreta de la que, quizá, no volvería. En Viena habían tomado decisiones. El escenario había cambiado. Había un acuerdo con los piamonteses. Debía entregar a Mazzini. La decisión era irrevocable. Y luego sería rehabilitado. Libre de volver a Venecia. Libre para recuperar su vida.
—Y tú, Esther, eres libre de no esperarme.
—¿Tiene eso importancia, quizá?
La respuesta lo dejó confuso. Por primera vez, ella se le reveló bajo una luz diferente. Había sido franco con Esther, para recompensarla por todo el amor desinteresado que le había profesado en todos esos años. Se había imaginado una crisis de llanto, súplicas para que cambiase de idea o una dolorosa y muda resignación. Se encontraba con una mirada orgullosa, un tono resentido, dos ojos fríos y llenos de sarcasmo.
—¿Crees que no la tiene?
—Creo que nunca me has amado.
—Nunca he dicho que te amara.
—El rabino Solomon se marcha. Tiene intención de recorrer las comunidades recogiendo fondos para la causa de la nación judía. Me ha pedido que vaya con él. Te lo habría dicho también si tú…
—¿Te has enamorado de él?
Esther apartó la mirada.
—No es el amor el problema, Lorenzo. Es la dignidad.
Esa misma noche Esther se fue con la Bruja. Cuando, dos semanas después, Lorenzo y Mazzini se embarcaron en Southampton, ella no fue a despedirlo.