LORENZO vuelve en sí bajo un chorro de agua helada. Están atados de dos en dos con cuerdas muy apretadas en las muñecas y con los pies encadenados. A él le ha tocado en suerte el Pintor. Aprieta en las manos la caja de los colores, quién sabe cómo ha conseguido salvarla.
—¡Oye, Lorenzo! Si salgo de esta, pinto un cuadro con la hoguera de la Bruja… Claro, si esperases un momento para salvarla.
—¡Pero ¿qué estás diciendo?!
—Una escena como de Caravaggio. A saber cuándo tendré otra ocasión así.
—¿Sabes adónde vamos?
—A Cosenza. Parece que allí será el proceso.
—Harían mejor en fusilarnos ya.
—Ya veremos. El Rey Bomba es impredecible. A lo mejor le viene en gana y nos libramos con treinta años en Montefusco.
—Y mientras tanto la Revolución nos liberaría, ¿no?
Un soldado que parecía jovencísimo y asustado se les acerca, gritando algo en dialecto.
—¿Qué coño quieres, eh? ¡No te entiendo! ¡Habla en italiano!—grita, a su vez, Lorenzo.
El soldado levanta el fusil, preparado para disparar. El Pintor dice atropelladamente algo en un dialecto que recuerda el del militar. El soldado retrocede, baja el arma y se santigua. El Pintor suelta una carcajada y vuelve a hablar. El soldado huye.
—Pero ¿qué le has dicho?
—Ti pittu comu a’n u diavulu e ’ u diavulu ti mancia.
—¿Qué?
—Te pinto como un diablo… y el diablo te come.
—¿Hablas el dialecto?
—Cuando hace falta…
Entonces llega el teniente, el que le había golpeado. Los levanta a patadas y empujones y comienzan la marcha.
El viaje a Cosenza dura una semana. Reciben un mendrugo y un cuartillo de agua cada seis horas. Un napolitano tiene una herida en el costado, se queja de dolor, se cae a cada paso arrastrando con él al compañero de cadena. Lorenzo le pide al teniente que le permitan montar a caballo o en un mulo. El teniente escupe en el suelo. Lorenzo jura que se acordará de él en el momento oportuno, si es que llega alguna vez el momento oportuno. El napolitano muere durante la parada nocturna. Llaman en vano toda la noche. Al alba, el teniente constata la muerte, asiente con la cabeza varias veces, luego libera al compañero del muerto y ordena ponerse en marcha de nuevo.
—¿No lo enterráis? ¿Lo dejáis aquí como un perro?
—Tú tienes la lengua demasiado larga, veneciano—susurra el teniente—, agradece a la Virgen que no te pueda tocar, porque si dependiera de mí…
En la voz del teniente hay un matiz casi exótico. Francés, tal vez suizo, cree Lorenzo. Uno de tantos mercenarios del Ejército de su majestad.
Lorenzo no recuerda en qué libro o artículo del Maestro ha leído que los ejércitos mercenarios están destinados a desmoronarse bajo el empuje de los hombres de fe. Bueno, tal vez el Maestro se refería a otro ejército. Ese ejército borbónico parece aguantar incluso demasiado bien el golpe. O mejor dicho, el pinchazo de alfiler… Por otra parte, las palabras del teniente lo torturan. ¿Qué quería decir aquella frase de «no te puedo tocar»? ¿Se habría enterado su padre? ¿Y qué? Nunca le ha pedido ayuda. Cuando trató de razonar sobre el «ideal», recibió como respuesta un anatema sin remisión. Está perdido y lo estará para siempre. Morirá en esa franja de África entregada por el azar a Italia, aborrecido, solo, pero con orgullo. Y con dignidad.
Por el camino, se une a la compañía un batallón de cazadores de la reserva. Al frente está el juez real Saraceni, un hombrecillo pálido de sonrisa meliflua. Convoca a los prisioneros y les exhorta a mantener la esperanza. Infinita es la gracia del soberano para quien está dispuesto a admitir sus culpas. Alguno se ríe en su cara. El juez suspira con hipócrita comprensión. Lorenzo pide audiencia. Le habla de la muerte del napolitano. El juez asiente, grave. Al día siguiente, el teniente monta a caballo y desaparece, escoltado por dos soldados. Antes de partir, se detiene a mirar a Lorenzo con los ojos llenos de odio. Atraviesan pueblos controlados por otros batallones. El azul de los uniformes reales se confunde con el del cielo. El calor es infernal. El juez les hace parar en la plaza de cada pueblo y arenga a pequeños grupos de campesinos y pastores, mientras los burgueses escuchan desde los balcones de sus altas casas.
—Por voluntad de Dios y la gracia de su majestad, han sido capturados estos peligrosos bandidos capitaneados por el famoso Calabrotto…
Los burgueses aplauden. Lorenzo recuerda la proclama que se proponían distribuir después del desembarco. Se habían fijado dos semanas para escribirlo. Las semanas de Corfú, en la Grecia jónica finalmente libre de la opresión, donde los viejos hablaban todavía el dialecto de la veneciana Riva degli Schiavoni.
¡Venceremos o moriremos con vosotros, calabreses! Gritaremos, como habéis gritado vosotros, porque el fin común es establecer en Italia y en sus islas una nacionalidad libre, única e independiente… Continuad, calabreses, en la generosa vía, la única que habéis demostrado que queréis recorrer, e Italia, convertida en grande e independiente, llamará bienaventurada entre todas a vuestra tierra, el nido de su libertad, el primer campo de sus victorias…
Ceguera, improvisación, locura. Lorenzo cruza la mirada con un joven campesino. Parece hermano del de San Rocchino. Es curioso y, a la vez, frío. Parece querer decirle: me pondría de tu parte solo con que demostrases que sabes hacerlo. Pero en estas condiciones, ¿por qué voy a arriesgar el pellejo? ¿Para añadir otra derrota a la infinita teoría de derrotas de mi gente? Ceguera, improvisación, locura. El magistrado grita su «¡Viva el rey!». Los burgueses se le unen, entusiastas. Para arrancar un grito de la boca de los campesinos, los soldados actúan con las bayonetas. El joven se aleja. Aquella gente no está contra ellos, pero nunca estará con ellos. Esa gente estará siempre con el más fuerte.
En Cosenza, los metieron en una celda grande. Desde las ventanas se descubría un retazo del cielo pálido de una tarde de sol velado. Lorenzo piensa en la muchacha. Ella, al menos, está a salvo. Hasta que otro sacerdote ignorante, un campesino supersticioso o un bandido miserable decidan que no hay sitio para ella en este mundo. Ni siquiera en esa indescifrable Calabria, que, locos, querían «liberar»…