CUANDO Lorenzo y lady Violet irrumpieron en la chabola de Shoreditch, acompañados por Mestrino y tres agentes de paisano, se ofreció a sus ojos un espectáculo terrible. Había nueve, tal vez diez niños, de una delgadez impresionante. Varios animalillos inquietos estaban encerrados en unas pequeñas jaulas. Algunos de los niños tenían un instrumento musical. Todos llevaban la ropa desgarrada. El hedor era insoportable. Al principio, aterrorizados por la invasión de extraños, después más tranquilos por la presencia de Mestrino, rodearon el amigo reencontrado, asediándolo a preguntas. Y el Mestrino le repetía a cada uno lo que lady Cosgrove le había jurado ante un delicioso helado, bajo las miradas aparentemente indiferentes de los arrogantes camareros del Queen’s Royal Garden: no tendréis más amos ni más palizas ni tú ni tus amigos, solo manos afectuosas que se ocuparán de vosotros.

La historia del Mestrino había conmovido a la impetuosa inglesita.

Lorenzo la había visto encenderse y apretar los puños de indignación mientras le traducía el interrogatorio del niño. Lorenzo la había visto incluso llorar y con un asomo de ironía había pensado que, al día siguiente, en los salones de Belgravia tendrían tema de discusión: la excéntrica, joven y bellísima Cosgrave, en un club exclusivo con un extranjero, uno de esos revolucionarios, ya sabéis, y con un mocoso que mendigaba, y, como si no fuera suficiente, había llorado, llorado en público, como cualquier mujer del pueblo.

—Me llaman Mestrino porque procedo de Mestre, cerca de Venecia.

—¿Cuántos años tienes?

—¿Quieres saber los reales o los que dice el amo?

—Los reales. Y no lo llames más amo. Ya no tienes amo, desde ahora.

—Los verdaderos son quince. Pero tengo que decir once. Así me dan más dinero.

Pero que hablaran, que criticaran, pensaba lady Violet, mientras repartía caricias y caramelos animando a los niños a subir al carruaje que los conduciría a la Escuela Italiana. Ella era lady Cosgrave. Tenía diecinueve años. Contaba con una considerable fortuna de la que no tenía que rendir cuentas a nadie. Fortuna mal adquirida: fruto de antepasados corsarios y habituados a traiciones. A ella le correspondía limpiarla por medio de un futuro de nobles empresas. Lady Violet Cosgrave tenía un único faro como guía: cambiar el mundo, convertirlo en un lugar diferente y mejor.

De Lussardi se había perdido el rastro. Tal vez alguien, quizás un policía sobornado, le había advertido a tiempo.

El Mestrino tardaba en subirse a la carroza. Sus compañeros lo llamaban a gritos. Lorenzo volvió dentro a buscarlo.

—Falta una amiga mía.

—¿Quién?

—La Bruja.

Más tarde, Boca de Liebre contó que Lussardi, dos días antes, se la había vendido a un caballero inglés. Un hombre muy malo, añadió santiguándose.