Londres, noviembre de 1862
EL doctor Simon-François Bernard fue enterrado a mediodía el 30 de noviembre. Más de mil personas se habían reunido para darle el último adiós al pequeño médico de Carcasona que había hecho temblar a las cabezas coronadas de Europa. Lorenzo miraba alrededor, recordaba el entusiasmo con el que se había recibido, cuatro años antes, la noticia de la absolución del cerebro que estaba tras la masacre de la Rue Lepelletier.
¡Cómo se había equivocado!
Bernard no había sido olvidado, era todavía un mito para muchos revolucionarios y conspiradores, rusos, italianos, polacos, irlandeses, húngaros, alemanes, eslavos, que soñaban, como él lo había hecho, con la reencarnación de la bomba, la catarsis de la sangre. Ilusos que habían transformado un sueño en religión, o vencedores. Después de todo, si Italia se había hecho era en parte también gracias a los Bernard y sus bombas. Pero en una cosa no se había equivocado: el atardecer había sido amargo, para Bernard. Ningún martirio espléndido, sino la sórdida degeneración de una enfermedad venérea.
Un año atrás, en pleno estado de confusión, Bernard había recorrido diecinueve millas agarrado al techo de un tren metropolitano. En mayo había perdido el habla y lo habían ingresado en la Brooke House, el manicomio de Hackney. En las últimas semanas se había añadido una parálisis total. Durante los últimos días habían tenido que darle de comer a base de papillas. Lorenzo miraba alrededor, reconocía los rostros famosos y marcados por los años de pasión revolucionaria de un tiempo, observaba la fisionomía valiente de los jóvenes que se preparaban para tomar el relevo, y aun estando entre tanta gente, se sentía solo. Hacía ya dieciocho meses que Vittorelli no respondía a sus mensajes. Desde Turín, ninguna señal de vida. Ya no llegaba ningún dinero. Para salir adelante se había puesto a dar clases de italiano a las hijas de Stansfeld. De vez en cuando, Tierra, la Bruja o la misma lady Violet le escribían. No respondía jamás a sus cartas, pero cada domingo, siguiendo el deseo de la Bruja, dejaba una flor sobre la tumba de lord Chatam. Y cuando Mazzini, con la habitual sonrisa indescifrable, le había preguntado por qué no volvía también él a Italia ahora que ya no le buscaban, había respondido: «Volveré cuando hasta mi Venecia sea libre». Y había añadido a media voz: «Igual, mi lugar es este…».
Al decirlo, se había sentido aún más solo.
Mazzini, sin hacer comentarios, había vuelto a concentrarse en un ensayo sobre Buda y el hinduismo en el que estaba trabajando bajo la influencia de las cartas de lady Violet. ¿Lo había convencido? ¿Y quién podía saber realmente lo que había en esa cabeza? Ahora, ¡hasta Buda! Por su parte, Lorenzo había sido sincero a medias. De Venecia, a este punto, le habían desaparecido hasta los recuerdos, y para un apátrida, Londres o cualquier otro sitio tenían el mismo valor. Y sin embargo, no conseguía irse. Y no se decidía a separarse de Mazzini. El austero ataúd de Bernard fue introducido en la fosa común, en una zona del cementerio reservada a los ateos. Desde lo profundo de mil gargantas, explotó un grito: «¡Viva la República, democrática y social!». E inmediatamente después, se elevó, potente, la Marsellesa.
Sí, cantad, cantad…
Esa noche, llegando en compañía de Stansfeld a la casa de Mazzini, en el número 2 de Ouslow Terrace, en Brompton, vio salir, vestido como un diplomático de primera clase, ni más ni menos que a Vittorelli. Antes de que pudiera recuperarse de la sorpresa, el otro lo tomó por el brazo, alejándolo de la compañía.
—No haga ruido, barón. Se lo explicaré todo mañana. Ahora nosotros dos somos aliados. Ah, a propósito, si se le presenta la ocasión…, he contado hasta quince jilgueros volando por el estudio de Mazzini… Yo también amo los pájaros, pero, por favor, comunique que ventilar un poco de vez en cuando no estaría mal…