Turín, marzo 1857

FELICE Orsini entra en la leyenda. Huye del castillo de Mantua descolgándose del adarve con una cuerda demasiado corta. Salta diez metros y se rompe una pierna. Olvidándose del dolor, se arrastra con heroico esfuerzo y con la ayuda de misteriosos amigos, cuyas identidades nunca serán reveladas, huye hasta las fronteras del Lombardo-Veneto. Desde allí, en coche, a caballo, en barco, en tren, a pie, alcanza la salvación. El mundo se ríe del gigante austriaco burlado. Retratos del héroe en actitud de tribuno se cuelgan de los postes del gas en las calles más elegantes del centro de Londres. Sus conferencias en el Paul’s Café están atestadas de señoras enjoyadas y suspirantes. Alto, adusto, atractivo, Orsini arenga a las democráticas masas ostentando la pierna dañada: la herida, en realidad, está ya bien curada, pero un poco de efecto escénico no viene mal.

Destaca a su lado un viejo conocido: Simon-François Bernard. El ortofonista se ha convertido en su inseparable compañero. Fue Bernard quien lo convenció de escribir un libro de memorias que está consiguiendo un gran éxito. Bernard fue quien lo incitó a romper con Mazzini.

Mezclado con la multitud que llena el Viking’s Terrace, Lorenzo asiste a una especie de parricidio ritual. Orsini emplea palabras incendiarias contra su antiguo maestro. Mazzini, hombre vil e inepto; Mazzini, incapaz de organizar nada más que una cadena de penosos fracasos; Mazzini, arrogante y reaccionario; Mazzini, responsable moral de toda clase de torpezas. Orsini se propone como jefe espiritual de la Revolución italiana. Quizás incluso le tienta la anarquía.

El Maestro no replica, no rebate, sufre en silencio y sigue recogiendo fondos para la causa. El Maestro tiene algo en mente, pero, como siempre, lo guardará para sí.

Lorenzo informa diligentemente a Turín. Pablo Vittorelli, recién ascendido al grado de teniente coronel, recoge preocupado las nuevas a Cavour.

—No bastaba Mazzini, excelencia. Ahora también debemos guardarnos las espaldas de este otro fanático.

—Fanático… dentro de ciertos límites…

Cavour, con una de sus habituales sonrisas indescifrables, le entrega al oficial un documento. Vittorelli lee, y no da crédito a sus propios ojos. Es una carta de Orsini. Ofrece lealtad incondicional a su majestad, pide contactos y financiación para la causa de la «Italia una y Víctor Manuel», asegura que, con su colaboración, el peligro republicano será erradicado.

El incendiario se hace bombero. Inverosímil. O bien, embustero.

—Enviémosle un poco de dinero —dispone Cavour, con gesto condescendiente y vagamente histérico.

—¿Y no podría ser… peligroso? Después de todo, sigue siendo un enemigo, un revolucionario.

—Orsini mina la autoridad de Mazzini, y, como se dice, monsú le colonel…, el enemigo de mi enemigo es mi amigo…

Vittorelli se resigna, poco convencido. A veces piensa que Cavour está hecho de una pasta diferente de la de otros seres humanos. Una pasta no tan diferente de la de Mazzini. Pero ciertos recovecos de la ingeniosa mente del primer ministro ¿no podrían resultar tan retorcidos que bordeen la estupidez?

En cualquier caso, incluso sin haber recibido orden explícita, advertirá a su agente que se mantenga alerta. Vigilar, informar, anticipar, si es posible. Los fundamentos del oficio que no deben olvidarse nunca, a ningún precio.