Palermo, septiembre de 1866
Sentu friscura d’ariu
lu celu è picurinu:
’nca c’è spiranza, populi,
la burrasca è vicinu!77
Dos días antes de la fecha establecida para la Nueva Víspera, Salvo Matragna acompaña a lady Violet y a los niños al puerto. Ha sido convenido que los niños sean enviados, por seguridad, a Londres. Los acompañará Tabitha. En el momento de embarcarse, los gemelos abrazan a Salvo con emoción llamándole «tío». Cristina Devi, que con catorce años comienza a rivalizar en belleza con su madre, le estrecha la mano, regalándole un destello de sus ojos soñadores. Salvo los ve marcharse con la muerte en el corazón, ahogado por el arrepentimiento por la vida que podría haber sido y ya nunca será. Desde hace dos años lady Violet y su marido no se hablan. Violet abre cada tarde el palacio a los hijos de la calle, los cubre de regalos, les enseña a leer y a escribir. Por la noche, marido y mujer cenan sentados en los dos extremos de una larga mesa, fingiendo armonía delante de los niños. Mario es una leyenda entre las putas de Palermo. Salvo ha visto a lady Violet consumirse día tras día en una inercia llena de hostilidad y furia. Mientras vuelven caminando al palacio, nota algunas pequeñas arrugas sobre su rostro purísimo y la encuentra todavía más deseable, y se pregunta si una puñalada en el corazón de su inútil marido no podría…
—¿Por qué no estás con los rebeldes, Salvo?
La pregunta le coge por sorpresa. Después se da cuenta de que ella lo ha tuteado y se sonroja.
—Porque yo estoy con el Gobierno—responde, incierto.
—El Gobierno del hambre, de la miseria, de la opresión… ¿Estás con esa gente, Salvo?
—Nosotros no tenemos esos problemas.
—¿Nosotros, quiénes?
—Yo, el barón, el señor Mario…, vos, lady Violet… ¿De qué os lamentáis?
—Y para ti los demás no existen, ¿verdad? ¡No cuentan para nada! Los niños que mandáis a morir a las minas de azufre a los siete años, esos que nacen, crecen y envejecen en medio de las cabras, y las niñas que las madres venden por miserias a los nobles…, y los campesinos que levantan la cabeza, y la mañana después se la encuentran separada del resto de su cuerpo… Todo esto no cuenta, ¿verdad?
—Es fácil hablar cuando se ha nacido rodeado de riqueza, como vos. Pero en Sicilia…
—Sicilia, Sicilia… Vosotros también sois italianos. Una gran desilusión, amigo mío, créeme, la desilusión más grande de mi vida.
Las palabras de Violet excavan, descienden hasta lo más profundo, liberan penumbras, desencadenan explosiones de exaltación. Salvo corre a Marsala y se reúne con sus lugartenientes.
El 15 de septiembre, cien muchachos armados, guiados por el barón Michele Pasciuta di Ribera, entran cantando en Palermo. La guardia cívica y la prefectura, tomadas por sorpresa, se rinden a los insurgentes sin disparar una bala. En las calles de la ciudad se erigen improvisadamente barricadas. Curas, abogados, campesinos; barones, médicos, burgueses y mazzinianos; carreteros, desertores y pastores; maleantes, pobres, viejos borbones y garibaldinos. Esta vez están todos de acuerdo. La comisión secreta se ha pronunciado. Palermo se ha sublevado. Los campos son insurgentes. La muerte de Corrao solo ha ralentizado esta enésima locura siciliana, no la ha cancelado.
Los objetivos son confusos: democracia, separatismo, restauración, Garibaldi dictador, que vuelva el rey, abolición de la tasa de recolección, autonomía de la isla, no al reclutamiento obligatorio, viva Mazzini. Todo por poder tirar al mar a los odiados piamonteses. Sicilia está cansada de sufrir. Sicilia tiene hambre de sangre, grita venganza, sed de libertad.
Una columna improvisada se dirige a la vicaría. Asaltar las cárceles; desencadenar a los prisioneros, políticos y comunes sin distinciones; crear una fuerza de resistencia; poner a Florencia, la nueva capital, ante los hechos ya consumados; después, negociar. Pero la vicaría resiste. La mayoría de las tropas están atrincheradas en los cuarteles. Esta vez están todos de acuerdo. Hasta la Mafia. Esta vez están todos de acuerdo. Pero no Michele Liberato. Informado por un lacónico mensaje del barón, el general mayor Gabriele Camozzi, comandante de la plaza y veterano garibaldino, ha reforzado a tiempo las cárceles de la vicaría y, lo que es más importante, antes ha conseguido informar al Gobierno de Florencia.
Cuando llega la orden de cortar los cables del telégrafo es ya demasiado tarde. Diez, cien pobres se lanzan contra las puertas, las tiran abajo a golpe de hacha, arrancan los cables, se los meten en el bolsillo: serán útiles para estrangular al enemigo y a los guardias, hijos de perra, asesinos, violadores de mujeres. Pero ya es demasiado tarde. No queda más que la calle. Todos de acuerdo, hasta la Mafia. De todos los barones, solo Michele Liberato se ha mantenido fiel al Gobierno. Sus hombres, los hombres de Salvo, con él. No todos. Alguno lo ha traicionado y ahora está con la revuelta. Cuando Salvo le cuenta que en Marsala y Villagrazia han pasado al otro bando, Michele Liberato arde de la rabia.
—Con los que tenemos nos sobra. Y son los mejores—lo tranquiliza Salvo.
—¿Tú lo garantizas?
—Como he hecho siempre.
Cuarenta muchachos fieles vigilan el palacio de Michele Liberato; otros cuarenta protegen a Mario Tozzi. Tienen provisiones como para aguantar meses de asedio, cuchillas, cañoneras y carabinas para la ofensiva. Tienen el arma más potente: la desesperación. Es un viaje sin retorno. O aquí o allí. Si la revuelta es aplacada, tendrán en sus manos Sicilia. Si la revuelta tiene éxito, lo habrán perdido todo.
Pero la revuelta no puede triunfar.
Michele Liberato sabe ver más allá. Los demás barones le odian. Los negocios van viento en popa; su familia es protegida y respetada. Que la Mafia, por el momento, esté de la otra parte no es un problema. Salvo Matragna y sus mejores hombres se mantendrán fieles. Michele Liberato es una columna de hierro. En lo que a él se refiere, la revuelta puede durar meses. Y si por casualidad en la trifulca matasen por descuido a algún rival, sería hasta conveniente. Los muchachos menos conocidos van de un lado a otro entre las barricadas y el palacio. Narran asesinatos, cuentan fusilamientos en masa, informan sobre saqueos y violencia. Toda Palermo está con ellos, está con los otros.
Incluso lady Violet.
—¡Ha escapado! ¡Se ha unido a la revuelta!
Mario se retuerce las manos.
—¡Está loca! ¡Es capaz de hacerse matar! Tenemos que encontrarla, Michele.
—Ve tranquilo—le dice con tono helado Michele Liberato—, pero que ni se te pase por la cabeza emplear a uno solo de los hombres que defienden los palacios.
—¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo solo? Ahí afuera está el infierno…
Los muchachos miran a Mario fijamente, alguno escupe en señal de desprecio. Si fuera un hombre, iría a recuperar a su mujer. Es más, si fuera un hombre, ella no habría ni soñado con moverse. Si fuera un hombre… Pero ese romano es hombre de putas más que de cojones. Ese romano es un hombre de nada.
Salvo se queda aparte, en apariencia desinteresado. Mario cruza una mirada sarcástica. El barón descorcha una botella de marsala añejo.
Más tarde, Salvo convoca a Cusumanno y Buscemi, dos muchachos que se dejarían quemar vivos por él. Se presentan en el portón vestidos de negro, con el fusil en la funda a bandolera, los puñales en la cintura, un par de bombas a la Orsini y grandes sacas llenas de víveres. No hay necesidad de palabras entre ellos. Tras un gesto de Salvo, se aventuran en la noche.