Londres, mayo
A lord Chatam no le gustaba Dante Gabriel Rossetti. El joven pintor había permanecido indiferente ante la magnificencia del palacio. Había arqueado una ceja ante las más finas estampas japonesas del periodo Edo, a su juicio demasiado redundantes, y hasta se permitió un comentario desdeñoso sobre las columnas de mármol instaladas en el vestíbulo. Y, como si no fuera bastante, corría el rumor de que el joven Rossetti incluso componía versos: vocación, a ojos del noble, de todo punto impropia. Y menos todavía le gustaba a lord Chatam su acompañante, la potranca de Cosgrave. Sus aires de sufragista y la franqueza de su lenguaje molestaban al lord. Su insistencia por obtener la firma al pie de quién sabe qué petición era francamente irritante. Si por lo menos hubiera entre aquellos dos alguna tensión erótica…, pero nada. La jovencita encarnaba ese peligroso tipo de mujer acostumbrada a elegir al hombre, incluso a dominarlo. El género mantis religiosa o hembra de escorpión, para entendernos. El pintor y aspirante a poeta, al menos, no parecía en absoluto el prototipo del sumiso. Además, con grave desprecio de las conveniencias, lady Violet se empeñaba en llamarlo «Chatam», omitiendo el título: su condición de hija de un noble, en principio, se lo habría permitido; su sexo se lo prohibía categóricamente.
—Bueno, Chatam, ¿firmáis o no esta petición?
—Temo no haber comprendido del todo los términos de la cuestión.
—Se trata de una niña de doce años. Rosie Wexingham. Ha sido condenada a muerte, ¿oís?, a muerte, ¡por el robo de un conejo!
—Debía ser un animal bien gordo, my lady…
—Bromead, bromead. Pero llegará un día en que, también a vos, nuestras leyes se os mostrarán en toda su crueldad, y estaréis de acuerdo con mis posiciones.
—A mí las leyes me parecen estupendas, my lady. Me limito a ignorarlas.
—Entonces, a vuestro modo, sois también un revolucionario…
Lord Chatam finalmente cedió. Con gesto de hastío firmó la petición. Era la única forma de hacer callar a aquella mujer impetuosa y concentrarse en el asunto que le interesaba: un retrato. Pero Dante Gabriel Rossetti vacilaba.
—Me será imposible borrar la curva cruel de vuestros labios, lord Chatam.
—Nadie pide que lo hagáis. Más aún, os hago una sugerencia: remarcadla.
—¿Queréis que todos digan que sois un hombre cruel?
—Nunca ha sido un misterio.
Pero también para lady Violet había allí algo que le interesaba vivamente. Un secreto que compartía con Dante Gabriel y que había inducido al pintor, en última instancia, a aceptar la invitación del lord, después de reiteradas negativas. Cuando un sirviente llevó la bandeja con el oporto, la chica dejó caer la pregunta, con aparente indiferencia.
—Me han dicho que tenéis una nueva protégée.
—Los rumores vuelan en Londres…
A una señal del lord, introdujeron en la sala a la Bruja.
La muchacha lanzó una ojeada y se cruzó con la mirada del pintor y el estupor de lady Violet. Así es que aquella era la criatura semisalvaje de quien le había hablado Lorenzo. Mucho más hermosa que como se la había descrito. ¿Habían sido amantes, ella y Lorenzo? ¿Violet tenía celos? No tenía noticias de Lorenzo desde que había partido con Mazzini para liberar Italia. A veces pensaba en él con cariño, a veces con cierta nostalgia. Pero nunca le latía con fuerza el corazón. Tampoco en aquel momento.
La Bruja llevaba un vestido rojo, tenía el cabello recogido en un moño en la nuca; el pelo, rojo; la tez, diáfana. Parecía una inglesita, una inglesita formal, concluyó para sí lady Violet. El último juguete de lord Chatam, después de todo, no debía pasarlo mal, pensó Dante Gabriel Rossetti entre tanto; se diría casi que su gracia misteriosa había conseguido amansar, si no domesticar, a la bestia.
—Toca algo, querida—ordenó el lord.
La Bruja abandonó la sala con una reverencia para regresar poco después, con una flauta. Miró una vez más a los presentes, se llevó el instrumento a la boca, esperó un gesto imperceptible de lord Chatam y comenzó a tocar. Lady Violet no daba crédito a sus oídos. Pero ¿qué clase de música era aquella? De los italianos, que, ya se sabe, son grandes músicos, se esperaba la melodía de Bellini, la fuerza rompedora de Donizetti, la alegría transgresora de Rossini, la majestuosidad de Verdi, pero, en su lugar…, armonías discordantes, desafinaciones evidentes, un batiburrillo de notas incomprensible y extravagante. Se habría contentado también con una simple canción popular tocada con serenidad; por otra parte, seguía tratándose de una… Ya, pero ¿quién era en realidad aquella Bruja? Lorenzo le había contado que la había salvado de un cura exaltado. Después había reaparecido entre los «hijos» del obsceno Lussardi y ahora… ¡Y no fingía! Dominaba el instrumento con perfección, las notas, consideradas por separado, estaban bien ejecutadas, limpias, no arrastradas. Era el conjunto lo que inquietaba por dentro. Contenía algo malsano, algo diabólico y, al mismo tiempo, se intuía una estructura consciente. Lord Chatam saboreaba la música con los ojos cerrados y la expresión inusualmente serena. En cuanto a Dante Gabriel, estaba arrebatado por la Bruja. La interpretación terminó. Dante Gabriel aplaudió frenético. El lord se recobró de su letargo y ordenó a la muchacha que se fuera.
—Creo que os retrataré, lord Chatam—dijo el pintor, decidido—, pero podría costaros muy caro.
—El dinero es la menor de mis preocupaciones, mi querido y joven amigo.
—No es de dinero de lo que estoy hablando, my lord.