Septiembre
UNA semana después de que Salvo Matranga le hubiera entregado la letra de los quinientos paoli, enviada desde Londres por barco, el comendador Filiberto Praticò lo hizo llamar y, con aire grave, le comunicó que el título era falso.
—¿Cómo va a ser falso? ¿Estáis de broma?
—¡Falso, es falso!—vociferó el director de la agencia palermitana del Banco Regio de los Reales Dominios del otro Lado del Faro, ahora ya Banco de las Dos Sicilias—. ¡Se lo juro por la santísima Virgen!
—¡Pero no es posible! ¡Me dijo una persona de honor que era verdadero!
El comendador Praticò, un hombre enjuto, calvo, de rostro gris adornado con imponentes patillas, mostró una expresión ofendida.
—¡No os fiais de mí, don Salvo!
—No, yo…
—Y sabéis que siempre he sido fiel a la familia del señor barón y…—añadió, bajando imperceptiblemente la voz—a la Sociedad, que vos aquí representáis con tanta dignidad.
—¿Y no podéis hacer nada, comendador? Es un asunto que me interesa mucho…
El comendador sacudió la cabeza, suspiró, sacó del chaleco un pañuelo de lino y se secó la amplia frente.
—Me pedís lo imposible. Según el Real Decreto número 249, yo tendría que entregar el título a la tesorería de su majestad, acompañado por un informe en el cual—y aquí volvió nuevamente a un tono susurrante—figuraría vuestro nombre…
Salvo se puso rígido. El comendador levantó los brazos, alarmado.
—Por supuesto, yo no haré nada de todo esto, por la amistad que nos liga… Podéis estar seguro.
El título fue a parar a un cajón. La conversación había terminado. Un sobresalto de honor obligó a Salvo a levantarse de golpe, a asumir una postura orgullosa y arrogante, a limitar los saludos y el agradecimiento que el banquero sin duda esperaba a un imperceptible gesto de asentimiento.
Cuando se quedó solo, el comendador lanzó un enorme suspiro de alivio. Sacó el título papal del cajón, acarició el revólver, que, por suerte, no había necesitado, abrió una puertecilla invisible, disimulada como estaba por la tapicería floreada de su despacho, y con una inclinación deferente dio paso a don Caló.
—Lo he oído todo—dijo el jefe de la Sociedad de los Hombres del barón de Villagrazia—. Ti purtasti bonu, cummendaturi.36
—Demasiado bueno, don Caló… ¿No queréis sentaros? Puedo ofreceros un granizado, leche de almendra… Me acaban de mandar de Messina una pignolata 37que resucita a los muertos…
—El dinero—ordenó seco don Caló, rechazando la invitación.
El comendador abrió otro cajón y sacó un fajo de billetes. Se disponía a contarlos, cuando don Caló lo detuvo, con un gesto imperioso.
—¿Cuánto es?
—Setecientos cincuenta tornesi, al cambio más favorable.
—Está bien. Dámelos.
Con un suspiro resignado, el comendador entregó el botín al hombre de respeto, que se lo metió en el bolsillo y salió, sin mirarlo siquiera.
Más tarde, a media mañana, mientras Salvo Matranga, con el corazón lleno de pensamientos amargos, supervisaba la vendimia en la finca Aricò, vigilando desde su caballo blanco que las familias de campesinos no se apropiaran ni siquiera del más mísero grano de la acreditada uva del barón, Peppe Scianca lo alcanzó y le comunicó que don Caló quería verlo.
—Termino el trabajo y me reúno con vosotros donde ya sabéis.
—Ha dicho inmediatamente.
—¿Pasa algo?—se inquietó Salvo.
—Algo malo—confirmó, grave, Peppe.
Visto que Peppe iba a pie, Salvo desmontó, ató el caballo a un palo y se dispuso a seguir al compadre de la Sociedad. Se encaminaron hacia Villagrazia, que se encontraba a pocas leguas. Por el camino, se les unieron Cicciu Petracca, Tore y el Siccu. Mostraban caras serias y llevaban los fusiles al hombro. No se dijeron una palabra en todo el trayecto. Lo escoltaron hasta la alquería, donde, dieciocho meses antes, había sido afiliado. Don Caló esperaba, sentado con los brazos cruzados, con una jarra y un vaso medio lleno de vino sobre la mesa.
—Ven, ven, Salvu, siéntate aquí conmigo, hijo…
Salvo obedeció. Don Caló chascó los dedos. Peppe Scianca cogió un envoltorio de una bolsa posada en el suelo y se lo entregó a don Caló. Este empujó el envoltorio hacia Salvo.
—Ábrelo—ordenó.
Salvo apartó el papel arrugado y sucio. Vio los tornesi y comprendió. El título papal. Había intentado negociarlo sin informar de ello al barón padre ni a don Caló. Lo había hecho porque aquel título era un asunto entre el barón hijo y él. Cosa de amistad entre hombres, es decir, cosa sagrada. ¿Y cómo se había enterado, entonces, don Caló? Había sido el comendador, claro. Había hecho mal en fiarse de aquel bastardo. Le habían engañado dos veces. El título era auténtico. Y él era hombre muerto. Había sobrevalorado su fuerza, su papel en la Sociedad. Había jugado la partida en la parte equivocada. Y había perdido.
—Es triste cuando entre padre e hijo hay discordia—comenzó su salmodia don Caló—. Y tú—suspiró, apuntando con el dedo a Salvo, que, a su pesar, bajó la cabeza—, tú ya sabes que para mí eres como un hijo.
—Me he equivocado—replicó, levantando orgullosamente la cabeza—. Ahora procesadme.
—¿Proceso? ¡Quiere un proceso!—rio don Caló. Su mirada abarcó a los otros cuatro hombres. También ellos se echaron a reír, una risa forzada, una risa de obediencia y no de convicción.
Por tanto, pensó Salvo, sintiendo renacer una débil esperanza, por tanto, no me son hostiles. También él los miró a los ojos. Poco a poco, durante el último año, aquellos cuatro chicos, que habían vivido toda su vida a la sombra de don Caló, se habían convertido en sus amigos y cómplices. Se los había trabajado con habilidad exquisita, se había ganado su confianza, había comprendido que estaban insatisfechos con sus miserables existencias, que aspiraban a algo mejor. Y él había soplado sobre las brasas, alimentando el fuego. Ahora, quizá…
—¡No habrá ningún proceso—estalló don Caló, golpeando la mesa con el puño—, porque ya se ha dictado sentencia!
Uno por uno, los cuatro jóvenes asintieron y esquivaron la mirada de Salvo. No, con ellos no había que contar…
—Está bien. Haced lo que tengáis que hacer y hacedlo deprisa.
—Nun c’è prescia—manifestó don Caló—, è chistu ‘u problema de vuàutri picciotti…, ’a prescia. 38Mira, Salvu, yo te comprendo. Tú querías echar una mano al futuro barón.
—Así es, don Caló. Su padre lo ha desheredado. Y pasa hambre en Londres. No es justo. Porque es sangre de su sangre…
—¡Ay, ay, ay!—Don Caló sonrió—. ’A prescia…, el barón es sensato y mira al futuro. Todos los viejos somos sabios y miramos al futuro. El joven barón cree que mira al futuro y no ve a un palmo de su nariz. Comu a tia, Salvuzzu, comu a tia…39
Salvo iba a responder, pero don Caló lo frenó con una mirada terrible.
—Tú—continuó con energía—, tú te has ido a vivir a Palermo en una hermosa casa, mientras que nosotros aquí tenemos apego a nuestras humildes casas. Tú frecuentas a las mujeres de teatro y te vistes como un señorito… y puede que eso sea el futuro, y puede que no… Solo el tiempo puede decirlo… Yo todavía sueño mucho, pero ya tengo mis años. Un día tendré que pasar la autoridad, y pensaba que ese día te la pasaría a ti… Por eso te bastaba con esperar un poco, y ese futuro era tuyo. Y, sin embargo, tú…
Una vez más, Salvo intentó replicar y una vez más don Caló se lo impidió.
—La prisa, ¿lo ves? ¿Qué te dije? ¿Y acabar conmigo, no, figghiu? El futuro…, puede que el futuro sea de una manera y puede que sea de otra… Puede que mañana Dios nuestro señor llame a casa del barón padre, y que el hijo se convierta en el señor… Y puede que el hijo muera en Londres y que nunca vuelva aquí. Pero ¿quién lo sabe? ¡Solamente el Padre Eterno! Puede que mañana tenga que agradecerte que hayas sido fiel a Michele Liberato, y puede que no… Pero tú me has ofendido y has ofendido a la Sociedad, porque ese dinero era y es del barón padre y, por tanto, de la Sociedad, en la parte que a la Sociedad le corresponde. Por eso, figghiu, he pensado en esta sentencia…
Don Caló se levantó, hizo un gesto a Salvo para que lo imitara, lo cogió entre sus brazos y lo besó tres veces en las mejillas. Después, cuando se apartó de él, los cuatro jóvenes rodearon a Salvo.
Permaneció una semana en la alquería, vigilado y atendido amorosamente por los cuatro compadres. Cuando la herida cicatrizó, le retiraron las vendas. En lugar de la mano izquierda había un muñón renegrido. Peppe Scianca, que al igual que los otros, no se atrevía a mirarlo a la cara, le dijo que, por orden de don Caló, había sido relegado a guardián de los cerdos del barón; que su casa de Palermo se convertía en bien de la Sociedad; que volvería a dormir en la vieja cabaña de su familia; que se le prohibía dirigir la palabra a don Caló hasta nueva orden; por último, que si le ocurriera algo al comendador, que tan leal se había mostrado con la Sociedad y con el barón, respondería él mismo en persona. Salvo Matranga se dio cuenta de que no se puede comer un higo chumbo sin pelarlo antes. Y antes de aprender a pelarlo, tienen que sangrar las manos. Era como si se hubiese tragado el fruto con toda la cáscara. Todavía tenía que aprender. Pero don Caló había cometido un grave error. Lo había dejado vivir. Lo había hecho por cálculo y por conveniencia. Porque podría exhibirlo como prueba de su generosidad y de su amplitud de miras si un día cambiaban las tornas, cuando el joven barón ocupara el puesto del padre. Salvo se juró que volvería a subir la montaña. Paso a paso, volvería a la cima. Volvería, sí, pero más fuerte y más sabio. Y entonces, solo entonces, saborearía la dulcísima pulpa de la venganza.
Unos días después, al terminar su trabajo con los cerdos, se procuró papel, pluma y tinta, y escribió una amarga carta a Michele Liberato. Al tiempo que le confesaba su fracaso, se declaraba en deuda con él por setecientos cincuenta tornesi y juraba que pagaría hasta el último céntimo. O pagaría con la vida.
***
Si hubiese vivido, el niño se habría llamado Giuseppe, como Mazzini y Ganesh, como el dios hindú del comienzo. Pero no habría comienzo alguno para aquella pequeña criatura venida al mundo cianótica y reseca, y arrancada al mundo desde la primera bocanada de aire que sus pulmones malformados no habían conseguido expulsar. Lady Violet había rechazado los sacramentos y el funeral religioso. Pese a que todavía no se había recuperado del parto ni de la desgracia, quiso asistir al entierro. Pálida y mal peinada, con un gabán desaliñadamente echado sobre un vestido blanco, permanecía inmóvil, apoyada en Janet, ante la fosa excavada por los sepultureros del cementerio de Brompton, que esperaban, para proceder, la señal convenida. Por voluntad de los padres, un féretro de madera albergaba el cuerpecito destinado al fuego. Una comunidad afligida se apretujaba alrededor del ataúd. Allí había chicos de la escuela, mudos y alineados con las caras pálidas y los ojos humedecidos; había exiliados, conspiradores y gente del pueblo que guardaba vivo en el corazón el recuerdo de la generosidad de lady Violet y que deseaban que, algún día, la sonrisa volviese a sus mustios labios. Estaban Thomas Carlyle y su círculo, y los eslavos, los polacos y los irlandeses. Solo faltaban lady Ada y Mazzini. La hija de Byron estaba ya tan enferma que no podía levantarse de la cama; el Maestro, oficialmente indispuesto, pero cercano—había asegurado—en espíritu. Claro, en espíritu, había dicho sarcástico Lorenzo.
—Mazzini es capaz de llorar por el dolor de la humanidad en su conjunto, pero no sabe cómo afrontar el de un solo hombre y el de una sola mujer. De todos modos, os ha enviado una carta.
Lady Violet no quiso leerla.
Esther entonaba a media voz una cantilena judía. Y Lorenzo, al abrazar a su mujer, maldecía su corazón inerte. ¿Por qué ni siquiera el espectáculo desgarrador de aquel dolor lograba conmoverlo? ¿Podía negarse a sí mismo que había experimentado un instintivo y sutil sentimiento de revancha cuando supo lo del niño? Podía negar que se había dicho: ahí tienes, Violet, has elegido al hombre equivocado, conmigo no te habría pasado… ¿Era de verdad tan monstruoso su espíritu? Se dio cuenta de que alguien lo observaba. Era lord Chatam. Elegantísimo, como siempre, y con el aspecto vagamente aburrido, el lord aspiró una bocanada de su pipa corta y lo miró con su mirada fría y penetrante. Como si hubiera leído dentro de él. Lorenzo se sintió desnudo y bajó la cabeza. Lord Chatam se le acercó.
—Os comprendo. A mí también me parece que la sepultura es una práctica desagradable. La idea del banquete de gusanos me horroriza. Por otro lado, lady Violet hubiera preferido la cremación, ¿sabéis? Por sus orígenes. Por desgracia, nuestras estúpidas leyes no permiten…
Lorenzo se alejó unos pasos, aspiró a pleno pulmón, como si le faltase el aire. Se encontró cara a cara con Michele Liberato, que andaba de grupo en grupo, pidiendo noticias de su padre. Lorenzo se encogió de hombros: no sabía nada de él. El futuro barón se dirigió a toda velocidad hacia donde esperaban los coches.
Tierra de Nadie se afanaba en torno a la Bruja, que desde que se enteró de la muerte del recién nacido se había encerrado en sí misma. Y ahora daba la espalda a la ceremonia, con los puños apretados y levantando la mirada al cielo de vez en cuando, casi como un desafío o una amenaza. Hay algo que los números no pueden explicar, ni siquiera las máquinas maravillosas de Babbage y lady Ada. Es el misterio del cabrito que una mañana no va a buscar la leche de su madre y se queda inmóvil cuando ella lo requiere con el hocico, y no mueve la cola para espantar las moscas y los tábanos, y no abre los ojos para devolver la mirada amorosa, el balido ansioso. Es el arco dibujado por el vientre de la burra a la que rodean perros vagabundos que clavan los colmillos en las partes blandas del cuello y de las patas. Se apresuran antes de ser rechazados por la explosión de gas que ya olfatean en el tumulto de bacterias, mientras alrededor se expande el olor dulzón del cuerpo inerte. Y si existe una armonía y si el número es la base de ella, la muerte es el cero, el más perfecto de los números, pero también el más neutro, el indescifrable. Pero ¿qué clase de armonía es la que apaga al cabrito y hace reventar a la burra? ¿Qué armonía puede tolerar el sacrificio del niño Giuseppe sin explotar, ella misma, desde dentro?
La Bruja sentía que toda la sabiduría, toda la fuerza, todo el equilibrio que había tan laboriosamente ganado en los últimos años se tambaleaban. Se sintió incapaz no ya de encontrar las respuestas, de afrontar el misterio, sino de aceptarlo. Por eso, cuando se encontró ante el rostro puro y amado de Tierra de Nadie, con una rabia que no creía que poseyera, lo estrechó entre sus brazos, luego se soltó, y con las manos, frenética, le dijo:
—No más muerte, no más guerra, quiero un hijo tuyo, lo quiero ahora.
El tiempo pasaba. Los sepultureros se ponían nerviosos. ¿Bajamos el féretro, sí o no? Pero lady Violet los detenía con un rápido gesto. Aún no. No antes de la llegada del padre. Pero ¿iba a llegar alguna vez Mario? Michele Liberato había ido a buscarlo mientras, borracho como una cuba, intentaba derribar a patadas la puerta de dos putas de Hackney, que se negaban a abrirle.
—Pero ¿te has vuelto loco?
—Estoy destrozado, Miche’.
Michele Liberato había demostrado ser un verdadero amigo. Con pocas palabras lo convenció de recuperar su puesto en el «gran carnaval de la existencia», de cumplir con su deber de hombre y de padre, de no ceder al dolor. Lo metió en el carruaje y lo llevó a la carrera a Brompton. Cuando llegaron era casi el crepúsculo. Carlyle estaba tratando de persuadir a los empleados para que no abandonaran pala, picos y cadáver y se volvieran a casa: un soberano y un puñado de guineas obraron el milagro y la ceremonia comenzó.
Michele Liberato se pasó una mano por el pelo, que comenzaba a caérsele. En el bolsillo conservaba la amarga carta de Sicilia de Salvo Matranga. No era el momento de hablar de eso con Mario. No era el momento de decirle que la sociedad, recién nacida, ya estaba también muerta. Las sombras de la noche se iban adueñando de la escena. La triste comitiva estaba a punto de separarse cuando una carroza cerrada, con blasones nobiliarios, se paró en el centro de la plaza. Un lacayo de librea abrió la puerta. Bajó un viejo que cojeaba. Era lord Cosgrave. Carlyle fue a su encuentro, con aires orgullosos.
—¡Por fin te has decidido, viejo testarudo!
El lord lo ignoró y se dirigió decidido hacia su hija. Cuando llegó a ella, se arrodilló y se descubrió la cabeza.
—Perdóname—dijo.
Lady Violet le pasó los dedos por el cabello canoso y lo ayudó a levantarse. Se abrazaron. Sin que la vieran, la Bruja se deslizó junto a lord Chatam y le cogió de la mano.