Guildford (Surrey), diciembre
ESTA escena de patrones y operarios que danzan juntos la giga al compás de los violines irlandeses no le gustaría al señor Engels, y mucho menos al doctor Marx, piensa lady Violet, dando sorbos al excelente champán, regalo de fin de año de Carlyle. Con una serie de espectaculares artículos en el Times, su amigo reaccionario ha defendido el experimento de Guildford, demostrando incluso a los más escépticos que una fábrica de sello humanitario no solo puede funcionar, sino que, además, puede enriquecer a sus propietarios.
—Además de constituir, querido Joseph, un útil dique de contención contra las locuras de los socialistas.
Carlyle brinda con Mazzini, como siempre vestido de negro, pero esta noche insólitamente afable. Se ha recuperado con rapidez de la desilusión italiana. Y como siempre, se ha puesto manos a la obra. Hasta ha tocado a la guitarra un par de cancioncillas populares, que los muchachos de la escuela y las hijas de los mineros pobres, nuevos proletarios del Surrey, han ilustrado con sus toscos movimientos de danza.
Lady Violet incluso ha inaugurado, un mes antes, un ambulatorio. Resultado: el contagio de tuberculosis se ha reducido drásticamente en toda la zona. La sana alimentación y los horarios de trabajo humanos han hecho el resto, y la multitud de todos los que buscan un trabajo digno en la fundición crece cada día más. Qué pena, suspira lady Violet, que todos los beneficios se hayan ido con el marsala del Baglio, desde el momento en que su majestad el rey Borbón confiscó los terrenos y la empresa en Sicilia; y Violet tuvo que intervenir poniendo fondos de su propio bolsillo para sanear las pérdidas. Otro semestre así y lady Violet se verá obligada a echar mano del capital para seguir adelante. Y quizá, si no sucede algo, dentro de dos meses los trabajos de ampliación de las carpas tendrán que detenerse.
—¡Música!
El violinista ataca Finnegan’s Wake. Janet Corrigan se suelta la roja cabellera y se lanza al centro de la improvisada pista, con revoloteo de faldas. La Bruja aprieta fuerte la mano de Michele Liberato. No se separa del barón desde que él, tras haber vuelto ileso de la desastrosa expedición siciliana, le ha dicho que Tierra está vivo, está bien, piensa siempre en ella. La Bruja se hace repetir por enésima vez las palabras exactas pronunciadas por su hombre… La Bruja enamorada, la Bruja llena de esperanza…
—¡Pipas, tabaco y ponche de whisky!
Los irlandeses se ríen de la muerte. Todos beben y cantan a la salud de Tim, que al final de la historia resurgirá pidiendo la última copa, o quizá la primera de su nueva vida.
Mario se acerca a Mazzini y a Carlyle. Desde que ha vuelto a ser pobre, de repente se le ha reavivado con fuerza el gusto por la lucha. Pobre Mario, piensa Violet, ¡tan afectuoso y tan dominado por el ardor revolucionario! Atormenta a Mazzini reclamando una nueva expedición. Italia, de golpe, está en la cima de todos sus pensamientos, pobre Mario, que quiere volver a recuperar lo que es suyo, pobre Mario, tan descontado y transparente. Sin embargo, lady Violet no puede evitar pensar que los tiempos están cambiando. El cansado agotamiento se desvanece poco a poco, la idea de una recuperación de la esperanza se abre camino en su interior, vuelve a revivir incluso el amor físico, y quizá, después de todo, la vida puede recuperar todavía el sabor de otros tiempos.
Lorenzo debe haber sentido algo. A menudo lady Violet se ha preguntado por qué se elige a un hombre y no a otro, por qué la química de nuestros sentidos nos dirige hacia un abrazo y no hacia otro, por qué ella se ha enamorado, y siente volver a amar, a un hombre quizás equivocado, mientras que el justo se encontraba al alcance de su mano, y si hubiera querido, con un solo gesto… Janet Corrigan hace de ello una cuestión de pasión, de corazones abrasados, de sudor que se hiela, de zumbidos en las orejas y cambios de ánimo. La Bruja cree que todo tiene que ver con la armonía de los números. Si es así, alguien como Lorenzo debe ser completamente inarmónico, piensa lady Violet, y al pensarlo se avergüenza un poco, pero también disfruta un poco, porque en el fondo, ser deseada, ser condesa, como una princesa antigua, es también un placer.
—Pasad veloces los vasos, que el diablo os lleve, ¿de verdad creíais que Tim estaba muerto?
Un estallido de risas y unas violentas palmas saludan la resurrección de Tim Finnegan, el Despertado. Janet se abraza a un joven operario, que intenta contenerse. Pero ella lo agarra de un brazo y lo obliga a bailar. El violinista comienza a tocar Johnny I Hardly Knew Ye, una canción contra la guerra, y a todos les embarga la tristeza. Janet empuja al apuesto joven. Lorenzo intercepta la vaga sonrisa de Violet, y comprende que no se la dedica a él. Indiferente al estado de ánimo de la compañía, se acerca a Mazzini, que debate amablemente con Carlyle. El Maestro le está diciendo a su amigo que Garibaldi está furioso.
—Víctor Manuel ha cedido su Niza a Francia.
—¡Ah, vosotros, italianos!—ríe Carlyle—. Seréis el único país en el mundo cuyo héroe nacional haya nacido en el extranjero.
—Hecho que no quedará sin consecuencias, estad seguro.
—¿Forma también parte de las… consecuencias el intento, del que os acusa el Times, de asesinar al rey Víctor Manuel?
Mazzini esboza una de sus ambiguas sonrisas. Las palabras que pronuncia, subrayadas por el rasposo silbido de su profunda voz de fumador, justifican el terror que este hombre logra infundir a tantos.
—Un asesinato del todo inútil nunca ha sido cosa mía, ni será cosa mía jamás, amigo mío.
Matar al rey, en resumen, no sirve, y por eso esta misión no está incluida en el calendario del conspirador.
Una potente voz entona Wexford Carol, y todos, pero no Mazzini, hacen la señal de la cruz. El Maestro ve a Lorenzo.
—¡Ah!, estáis aquí… ¿Cómo habéis encontrado a vuestro viejo enemigo Vittorelli?
—Bah—responde sorprendido Lorenzo—, ya os he contado nuestros encuentros en Turín. Habéis sido vos quien me habéis mandado con él…
—Claro, claro…, lo olvidaba…
Mazzini lo mira fijamente, irónico.
Lorenzo palidece y escapa de la mirada del Maestro. Mazzini le pone una mano sobre el hombro y suspira, como diciendo: «nuestro destino es ineludible, mi valiente», y después le da la espalda, volviendo a su discusión con Carlyle.
Lorenzo se sacude, querría enfrentarse a él, pedirle cuentas de sus palabras. Pero un toque suave lo roza. La Bruja está junto a él. Sus ojos destellan con un brillo que parece triste, de reprimenda, pero también de comprensión.
—¡Basta!—protesta Janet Corrigan—. ¿Qué es este velatorio? ¿Estamos en una fiesta o en un funeral?
Los músicos atacan una melodía alegre, que hace pensar en campanas de fiesta y en mañanas de primavera. Los corazones se llenan de una precaria, quizás insensata, felicidad. Se vuelven a formar las parejas, se reanuda la danza.
Carlyle coge del brazo a Mazzini.
—Es verdad que como bailarines, vosotros, los italianos, no tenéis rival. Como revolucionarios, excluidos los presentes, dejáis bastante que desear…
—Dentro de seis meses—rebate gélido Mazzini—, ¡estaremos en Sicilia!