Palermo, septiembre de 1866
FUSILAMIENTOS, incendios, explosiones, el llanto, el hedor de los cadáveres. Salvo sale todas las noches. Peina los barrios, entra en los palacios, sube a las barricadas. Cusumanno y Buscemi, fieles, caritativos, mortales, están a su lado.
No ha habido traición en la Sociedad de Salvo Matragna. Ha sido él quien ha diseminado a los hombres sobre orillas opuestas. Un pacto que no puede ser disuelto liga a la Sociedad. El vencedor hará subir al vencido a su propio carro. Nadie podrá decir, gane quien gane, que la Sociedad ha tomado la decisión equivocada. La Sociedad está en ambas partes, como debe ser. La Sociedad está atrincherada en el palacio de gobierno y espera los refuerzos de Florencia, y la Sociedad está en las barricadas junto a su pueblo.
Lu populu si jeva rivutannu
ma si rivutirà tuttu lu Regnu
aspittamu ’stu jornu e (cu sa quannu?)
vinnitta si farrà sangu ppi sangu!78
Entran en las casas de los subversivos, dan pan, vino, aceite, queso, azúcar, harina y fruta robados de la casa del barón. Viejos campesinos les besan las manos. Jóvenes impacientes piden afiliarse. Salvo Matragna tiene para todos una palabra amable, para todos una esperanza. De vez en cuando se encuentra con un enemigo que ha perdido el contacto con su compañía, con un burgués que está buscando refugio con los legitimistas. Salvo y los suyos los degüellan como a cabritos. Los nobles legitimistas se estremecen de indignación. Propagan rumores de canibalismo: mañana, en el mercado de la Vucciria, venderán vísceras de piamontés, hígado de miserable; es una mentira colosal, pero una mentira útil. Se debe sentir terror ante la ira del pueblo. Se le debe aplastar la cabeza al pueblo iracundo. En la casa de un zapatero tienen a un teniente de carabineros. Está herido, no saben qué hacer con él. Salvo se reclina sobre su cabecera. Es un muchacho del norte, tiembla de miedo. Salvo se muestra afable, gentil.
—¿Qué me puedes decir de la mujer del romano, una señora inglesa, que está de nuestra parte?
El teniente no ha oído hablar de ella. Salvo asiente. Da instrucciones. El teniente es arrastrado hasta la calle. Lo clavan en la puerta de una iglesia, le arrancan los ojos. No le dan el golpe de gracia. Muere después de tres horas. Dejan el cuerpo sin sepultura, que sirva de advertencia para los despreciables. Se debe sentir terror ante la ira del pueblo. Se debe llegar a un acuerdo con un pueblo iracundo.
Cada noche una misión, cada noche una victoria y una derrota. Salvo busca a lady Violet, pero ella es invisible, engullida por el tumultuoso vientre de Palermo. La llaman la Inglesa, vuela como un ángel sobre las barricadas, asiste a los miserables, cuida de los heridos, proporciona salvoconductos a los desesperados. Está con la revuelta y está con la paz. Lady Violet también sabe que es justo estar en los dos bandos. Pero es un juego peligroso. Si no consigue encontrarla, será su fin.
Los días y las noches se suceden. Salvo mata y alivia, llora, masacra y cura. Las cañoneras desembarcan en el puerto. Una última carga de los subversivos a la cárcel es reprimida con numerosas pérdidas. Las cañoneras abren fuego. Palermo es una montaña de escombros. La comisión de los subversivos propone una tregua.
La tregua es rechazada. Las cañoneras continúan su ofensiva. Desde los escombros se eleva el hedor de la descomposición. En la Vucciria lloran las cabezas decapitadas del pueblo de Palermo. Los muchachos del campo recuperan tierras vinícolas, corrales y granjas. Salvo ordena a Marsala y Villagrazia cambiar de bandera. Las cañoneras atacan sin piedad. Los jefes se rinden, invocando la clemencia de los piamonteses. Comienzan las redadas. Salvo y los suyos se unen a los rastreadores. Para reconocerse usan la escarapela regia y los símbolos convencionales. Los prisioneros de Salvo son llevados en silencio hasta la periferia, donde los liberan. Salvo recorre las calles buscando a lady Violet, pero lady Violet es una sombra, lady Violet ya no está.
Un capitán desembarcado del Rosalino Pilo, ebrio de vino o quizá de sangre, hace fusilar sin juicio a ochenta prisioneros. Se corre la voz de que entre ellos se encontraba una mujer de la aristocracia. Salvo se precipita a verificarlo. El capitán le corta el paso. Salvo le apunta con el revólver a la sien. El capitán se retira. Salvo rebusca entre los cadáveres, agita los cuerpos descompuestos, se sumerge en la sangre todavía fresca que dibuja garabatos sin sentido sobre rostros desconocidos. Lady Violet no está entre los muertos. Salvo se aparta con el capitán. Cuando está seguro de que nadie le ve, lo degüella. Limpia la cuchilla en la chaqueta. Los arrestos se suceden. Se constituye a toda prisa una corte marcial. Michele Liberato y Mario Tozzi son invitados como observadores para vigilar la regularidad de los juicios. La corte es convocada sobre una planicie frente al puerto. Quince desgraciados esperan resignados el predecible resultado de la farsa. El mayor que preside el colegio juguetea con un collar de esmeraldas. Salvo reconoce la joya. La ha visto en el cuello de lady Violet. El juicio dura un santiamén. Los fusilamientos, todavía menos. Por la noche Salvo se presenta ante el mayor. Alaba su determinación, le ofrece una bebida; una, dos, tres botellas del mejor marsala se vacían. Salvo le dice que cierta señora, muy bella y discreta, ha asistido al juicio y ha quedado muy impresionada con su aspecto. Propone un encuentro privado. ¿Cuándo? Ahora mismo, enseguida, mañana podría ser demasiado tarde. El mayor se levanta con esfuerzo, eructa, lo sigue esperanzado y caliente por las callejuelas detrás de la Vucciria. Cuando se encuentran lejos de los ruidos de la noche, le pone el cuchillo sobre la garganta y comienza a hacer presión lentamente.
—El collar.
—Te lo doy, no me mates, ¡te lo ruego!
—No me importa una mierda tu collar. Quiero saber de dónde lo has sacado.
—Una mujer…, la hemos capturado esta mañana.
—¿Y entonces?
—Me ha dado el collar y la he dejado marchar.
—¿Dónde?
—En el puerto…
—Gracias.
Salvo ajusticia al mayor y corre al puerto. Muchachos de confianza lo saludan. Muchachos con experiencia le guían hasta un viejo contrabandista. Salvo no tiene necesidad de gastar saliva. Todos en Palermo saben que busca a la Inglesa. Todos están dispuestos a dar la vida por el nuevo líder de la Mafia.
—Se marchó—le revela, seco, el contrabandista—. Está a salvo.
Salvo vuelve al palacio, más calmado pero igualmente melancólico.
Habría querido salvarla con un gesto heroico, ofrecer su pecho por ella, habría querido…
Quizás es mejor así.
El barón le da de beber y de fumar. Mario Tozzi habla de nuevos proyectos, de abrir una sede en Venecia, de recuperar la idea de un taller de vestidos de novia. Lady Violet es ignorada, olvidada. El barón es afectuoso como no lo ha sido nunca.
—¡Tengo grandes planes para nosotros, Salvuzzu! La mente y el brazo, qué buena pareja, ¿eh?
Duerme con un sueño de plomo, sin imágenes, sin memoria. Al amanecer vienen a arrestarlo. La acusación: insurrección, afiliación al grupo criminal denominado Mafia, homicidio de un oficial del Regio Ejército.
Mientras se lo llevan, se cruza con el barón. Michele Liberato finge no conocerlo y sigue como si nada sobre su carroza. Ha sido él quien lo ha denunciado. Esa extraña idea de «diseminar» las fuerzas era un riesgo que podía comprometerlo, y el barón ha tenido que tomar medidas. Y además, Salvo comenzaba a hacerle sombra. Hay que ponerle en su sitio. Enseguida le recomendará al delegado de Florencia no forzar demasiado la mano. Algún que otro año de prisión será suficiente para bajarle la cresta.
Esa noche, desde las habitaciones de la vicaría, se eleva alto y triste un canto.
Ju di tutti canusciu la mancanza:
cu ha vinti tarì vulissi ’n’unza;
ogni omu si nutrisci di spiranza
e assuppa, assuppa, megghiu di ’na sponza.
’U Quarantottu fu la cuntradanza
lu ’ncugna e scugna, lu conza e lu sconza
Sigilia dissi: arrìsicu la panza;
quannu si sburdi ’na cosa, si conza.
A lu Sissanta Sigilia chi accanza?
Li cani grossi mancianu la sponza.79