EL vehículo abandonó los barrios céntricos bajo la lluvia y se adentró en la calle mal conservada que llevaba al barrio italiano de Hatton Garden. Lady Violet estaba exaltada. Arrebolada por el rubor de pasiones que iluminaba su rostro moreno, parecía aún más deseable a los ojos de Lorenzo.

—Quien no ha vivido en Londres no puede imaginar qué son la miseria y el sufrimiento. Nos enorgullecemos de nuestra sólida democracia, pero la miseria llama a nuestra puerta. Y fingimos no verla. El señor Carlyle y su círculo…, ¡excelentes personas, por Dios! Pero parece que nunca han leído al señor Dickens. Sin embargo, M… No he conocido, y creo que nunca conoceré, a otro hombre como él. Su esfuerzo por mejorar las condiciones de vida del pueblo, educarlo, darle un alma, ¿comprendes, Lorenzo? Un alma.

—Hablas de él como una enamorada.

Lady Violet se rio.

—Sé distinguir la admiración del deseo, amigo mío—respondió rozándole una mano como al azar—. Y, además, al señor M no le faltan pretendientes.

Lorenzo se estremeció con aquel contacto. Violet. Tan hermosa. Tan llena de vida e imaginación. Tan apasionada y entusiasta.

Alta como una inglesa, pero morena y con ojos profundos de aire oriental. Se chismorreaba que era fruto de una relación entre lord Cosgrave y una princesa india. Lord Cosgrave, en efecto, había estado al mando de una guarnición de cipayos en Madrás, y el parecido entre lady Violet y aquella anguila reseca de la madre se limitaba al apellido común. Pero el tema era tabú en los círculos que cuentan. Por lo demás, conociendo el carácter rebelde y desafiante de la joven, Lorenzo no dudaba de que si le mencionaba el asunto, ella no ahorraría explicaciones. Y quizá se habría proclamado orgullosa de su mestizaje. Además, ya se había manifestado repetidamente en favor de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Se exhibía en pantalones de hombre y fumaba en público. Había participado, con ropa masculina, en una autopsia, desafiando la prohibición que impedía a las mujeres acercarse a las artes médicas.

—Los chicos están encantados con las familias que los acogen. Y yo me alegro mucho por ellos. Boca de Liebre progresa continuamente en inglés, y el Mestrino es un verdadero talento con los colores. El señor Rossetti sostiene que si fuera solo un poco más ordenado podrían meterlo en su taller, a bottega, como decís los italianos. Ese repulsivo comerciante de carne humana, Lussardi, está aún huido, y sospecho que nuestros valerosos agentes del Yard no tienen demasiadas ganas de echarle el guante. Después de todo, según mi padre, educar al pueblo significa dañar la economía. ¿Y vos no decís nada, Lorenzo?

—Escucho el encanto de vuestra voz, Violet.

—Si no fuerais un revolucionario serio y coherente, diría que me estáis cortejando como un galán cualquiera.

Si supiera quién soy realmente—pensó Lorenzo ensombreciéndose—, si pudiera intuirlo siquiera…

Un ruido fuerte, como de disturbios callejeros, lo sacó de sus oscuros pensamientos. A la entrada de la calle Greville, un policía de uniforme detuvo la carroza. Había un tumulto delante de la escuela de los italianos. La policía había acordonado la zona. No se podía pasar.

Lady Violet se asomó a la ventanilla y ordenó al policía que se quitase de en medio. Este la reconoció y se apartó, advirtiéndole que no se hacía responsable de lo que pudiera suceder.

El carruaje avanzó hasta el edificio donde tenía su sede la escuela. Lorenzo y lady Violet bajaron del coche. Un grupo de unos cincuenta individuos lanzaban gritos amenazadores en dirección a la escuela. Curas y mujeres despeinadas, italianos e inglesas chillaban: «¡Fuera Mazzini!», «¡Devolvednos a nuestros hijos!», «¡Pan, Cristo y trabajo!». Otro grupo menos numeroso, de tal vez diez, quince personas, de espaldas al portón cerrado de la escuela, hacía frente a los manifestantes. Lorenzo reconoció al joven pintor Rossetti y otros rostros amigos. Los policías trataban de impedir que los dos grupos entraran en contacto. Todos gritaban. La confusión era enorme.

—No es prudente quedarse aquí, Violet. Va a haber violencia.

—Nunca tratéis de darme consejos ni, mucho menos, órdenes, Lorenzo. O dejaremos de ser amigos.

Lady Violet se lanzó contra los manifestantes. Lorenzo la siguió suspirando. Se abrieron paso a empujones y codazos, rebasaron el cordón de policías y llegaron al portón. Lorenzo pidió información a un joven italiano y explicó a lady Violet que la manifestación había nacido de una protesta de los párrocos.

—Nos acusan de dar a los niños una educación atea. Dicen que hemos secuestrado a sus hijos, que les impedimos asistir a escuelas católicas.

—¡Tonterías! —exclamó lady Violet—. Está preparado. Les han pagado para que creen confusión. El problema es económico. Las escuelas católicas son una estafa. Los curas cobran de los dueños de las fábricas, fingen inscribir a los niños y los mandan a trabajar a las fábricas. Desde que existe nuestra escuela, los curas pierden ingresos y los dueños de las fábricas pierden mano de obra barata y se enfurecen. Eso es lo que pasa.

—Totalmente de acuerdo—afirmó Lorenzo—, pero, al parecer, los policías no tienen ninguna intención de intervenir…

Lady Violet iba replicar y quizás a lanzarse de cabeza contra los manifestantes cuando se abrió el portón y en el umbral apareció Mazzini. A la vista de aquel hombre de modesta estatura, seco, encerrado en un austero traje oscuro, se hizo, de repente, un gran silencio. Mazzini contempló la escena con mirada irónica y con paso tranquilo se dirigió al oficial de policía de más graduación.

Aquella noche, en el Old Avon Club, lord Cosgrave oyó de boca de un anciano par, veterano como él de las campañas indias, mientras se tomaba un whisky en su compañía, lo mismo que le habían contado de viva voz los lacayos, unas horas antes.

—Es algo inconcebible lo que ha ocurrido hoy en la escuela popular. Se ha visto al señor Mazzini ordenar…, ya comprendes, amigo mío…, ordenar a un oficial de policía que desalojase la plaza. ¡Y el oficial le ha obedecido! Mazzini delante, la policía inglesa detrás y los curas que se vuelven a casa con las manos vacías. ¡Inaudito, inaudito!

Lord Cosgrave convino, con frases de circunstancia, en el creciente peligro de los revolucionarios y en la inconcebible benevolencia que la corona parecía dispensarles. No pudo, sin embargo, contener una sonrisita recordando la frase con la que Mazzini, resuelta la situación, había comentado el desalojo de la plaza, frase que le había referido Violet.

«¡No iban a tocarnos los cojones donde mandamos nosotros!», había dicho Mazzini encendiéndose un cigarro, mientras curas y figurantes pagados por los empresarios se batían en retirada.