Londres, primavera 1854
LA casa de Rosie Wexingham, el burdel más famoso de Londres, ocupa un edificio discreto, dos pisos anónimos a pocos pasos de Old Bailey. Frecuentado, parece, por muchos jueces y abogados: casa y putía, comu dicemu nuàutri…42 Recibe a los visitantes un criado negro, en librea. Michele Liberato presenta la tarjeta con su nombre cifrado (las reglas de la casa son muy estrictas), y el negro, con una reverencia, le invita a sentarse. En el salón central hay un piano que, a veces, tocan conocidos concertistas. En las paredes, cuadros mitológicos con temas lujuriosos. Del salón, por medio de una amplia escalera, se accede a la planta noble, llamada de las Habitaciones del Consuelo. La Habitación Roja para los amantes regulares; la Gris para los amores homosexuales; la Negra para las prácticas de bondage y sumisión suave; la Violeta para los amores heterosexuales en grupo; la Marrón para los amores homosexuales en grupo; la Blanca para las orgías de tema variable que incluyen travestidos, hermafroditas y otras bromas de la naturaleza: freaks, los llaman allí. Otra escalera más pequeña conduce al sótano. Dungeon, lo llaman allí. En tal lugar se reúnen los seguidores del Divino Marqués, los apasionados de las perversiones cruentas, los amantes de los orinales, los fetichistas del vómito. Rosie Wexingham luce un dominó negro que le deja al descubierto la espalda y, mediante un rombo de piel escarlata que se levanta, permite acceder a su considerable trasero. Quien la hubiese visto apenas unos años antes, cuando era una niña sucia y macilenta que robaba conejos por los callejones de Hackney, no la reconocería fácilmente en la sofisticada puta de hoy.
—¡Cuánto tiempo sin veros, sir!
—Sacad ya de la cama a ese depravado socio mío, por favor…
—Sois demasiado severo con el esquire…, uno de mis mejores clientes.
—¡Ea, vamos! Tengo cierta prisa.
—Me acaba de llegar una maravillosa mulata de las Indias occidentales. Piel de terciopelo, boca de sueño, trasero elástico y suave…, absolutamente limpia y dispuesta a todo. ¿Estáis seguro de no querer dedicarle un momento?
—Absolutamente seguro.
—Como queráis. En cinco minutos el esquire estará aquí.
Ojeroso, con el paso débil, al aliento acre… Mario Tozzi es un asco. Opio, decide Michele Liberato, y quizá también ajenjo.
—¡Michele! ¿Cómo te va?
—Para desbloquear el último envío de marsala he tenido que pagar treinta guineas al inspector de la aduana.
—¡Vete al cuerno, Miche’! Luego dicen que los corruptos somos nosotros, los italianos.
—El problema es otro, Mario. He pagado de mi propio bolsillo las treinta guineas…
Mario desvía la mirada y se centra en un Zeus en forma de toro blanco que persigue a una procaz Europa.
—¿Y sabes por qué he tenido que pagarlas yo, Mario?—continúa, implacable, Michele—. Porque tú, las treinta guineas que habías cogido de la caja común, te las has pulido con estas pelanduscas…
—Michele, yo…
—La sociedad está disuelta, Mario.
—Pero ¿te has vuelto loco?
—Al contrario. Estoy harto de seguirte el juego. Ya no puedo más. El trabajo recae por entero sobre mis espaldas, y yo no tengo ganas de seguir adelante en estas condiciones.
—¡Disolver la sociedad! ¿Y adónde irás sin mi dinero?
—Tengo lo suficiente como para pagarte inversiones iniciales y liquidar tu parte al precio máximo de mercado.
—Estás de broma…
—Soy siciliano, no lo olvides. ¡Y los sicilianos solo tienen una palabra!
La amenaza parece surtir efecto. Mario vuelve rápidamente en sí. Promete que cambiará de actitud. Se compromete, si no a dejarlas del todo, a reducir sus visitas al burdel. Jura que estará más presente en el trabajo.
Michele Liberato le deja hablar, impasible. Interviene un segundo antes de que las protestas se vuelvan lloriqueo.
—De acuerdo. Quiero darte una oportunidad. Y otra cosa más: arréglate. Violet merece algo mejor.
—¿Qué tiene que ver Violet? Yo quiero a mi mujer. Si ella fuese menos… Pero yo sin mujeres no puedo estar.
—Todos pueden. Basta con quererlo.
—¡Muy rápido hablas, tú! Desde que hacemos vino pareces un condenado monje.
—No entiendo qué problema hay con Violet.
—¡Yo te lo explico! Está otra vez embarazada… Pero digo yo…, pasa la mitad del tiempo con la niña…, la otra mitad con la niñera india y los comités revolucionarios, el Partido de Acción, la Sociedad para el Préstamo, la Sociedad de Amigos de los Italianos, la Sociedad de no sé qué mierda… Y ahora también esta otra criatura en camino. ¿Y para mí qué queda, eh? Para mis necesidades de hombre ¿qué coño queda?
Michele Liberato se pregunta si no sería mejor deshacer de una vez aquella sociedad.
—Un hombre que se deja gobernar por la polla no es un hombre—concluye, despectivo.
Hay una cara nueva en la reunión mensual del Council of the Society of Friends of Italy. Setenta figuras de la vida pública, eminentes según algunos, y según otros bajo demimonde londinense, que se reúnen para ofrecer apoyo concreto a la causa y conspiran a la luz del sol en un local del número 10 de Southampton Street, en el Strand. La cara nueva pertenece al doctor Simon-François Bernard. Es un francés originario de Carcasona, delgado y de ojos penetrantes, con cabellos negros y finos que deja caer sobre los hombros estrechos y asimétricos. Viste de negro, como Mazzini, pero sus discursos incendiarios olvidan cuidadosamente citar al Maestro. Lorenzo sabe que Bernard desprecia a Mazzini. Lo considera, ni más ni menos, un sacerdote exaltado. Tierra de Nadie, que parece estar fascinado por el frío francés, se lo presenta como «el famoso Bernard, le Clubbiste». Y le explica que, durante los días del 48 parisino, Bernard animaba los clubes jacobinos exhortando a la revolución más radical, definitiva, absoluta.
—Un heredero de Saint-Just, por tanto—soltó, aséptico, Lorenzo.
—Oh—bromea Bernard—, yo nunca habría cometido los trágicos errores del Arcángel del 89… La virtud en el poder me parece una aberración. El poder, siendo por su misma naturaleza anárquico, solo podrá combatirse eficazmente con una idéntica y contrapuesta dosis de anarquía. Por otro lado, me limito a ofrecer mi contribución a las causas nobles de nuestro tiempo… y a ejercer la profesión de médico y ortofonista.
—¿Ortofonista?
—Enseña a hablar a los mudos—interviene Tierra, con evidente interés.
—A menudo—confirma Bernard—el mutismo hunde sus raíces en un desorden psíquico. Mis estudios en esta materia están bastante avanzados. Y a veces, ciertamente no siempre, con resultados sorprendentes.
La idea que Tierra de Nadie ha incubado es que el fatídico doctor Bernard pueda devolver la palabra a la Bruja. Lorenzo los acompaña en el viaje de la esperanza.
Dos señoritas demasiado maquilladas los reciben en el número 28 de Cornhill, donde, en un lóbrego edificio que apesta a carne de matadero, tiene su sede la consulta del doctor. Bernard, que aparece detrás de un biombo con el dibujo del Fujiyama cubierto de nieve, las presenta como Susie y Doris, «mis asistentes, enfermeras y amigas». Las chicas se ríen. Lorenzo siente un agudo malestar. Si no se encontrasen en un lugar de ciencia, se diría, sin duda, que se trataba de prostitutas. Por otro lado, ¿no es quizá Bernard un teórico del exceso? ¿No considera a los revolucionarios una tropa de orgullosos moralistas? El doctor lleva una bata blanca y blande un curioso instrumento, una especie de arco con dos auriculares metálicos en los extremos.
—Sirve para medir la intensidad del aparato auditivo—explica, acercándose a la Bruja.
Ella retrocede. Bernard, con aire de suficiencia, le coge una mano.
Al tocarla el hombre, el rostro de la Bruja se deforma en una mueca de dolor intenso. De su garganta inerte brota un grito silencioso. Las chicas se echan a reír. Bernard estalla.
—¿Queréis o no queréis que se cure esta pobre loca?
Tierra arranca el instrumento de las manos del doctor, que se retrae, ofendido. Lorenzo intenta restablecer la calma. La Bruja ha desaparecido. Tierra se precipita a la calle. Allí está ella, corriendo, con la cabeza entre las manos. Tierra la alcanza, la abraza. La Bruja se suelta. Llega Lorenzo. Poco a poco la joven se tranquiliza. Pero no quiere decir nada.
Esa noche, la Bruja sale silenciosa de casa. Llega a pie a la estación de Paddington, compra un billete de segunda clase para Sheffield y, al día siguiente, tras alquilar una carroza, se presenta en Red House. El doctor Bernard es una manifestación del mal. Es el mal presente. Y lord Chatam está volviendo al mal de otros tiempos. Los números están alterados. Su mente está alterada. Una orquesta malsana la ensordece con sus ritmos incomprensibles.
Clarence, el viejo mayordomo, tiene los ojos húmedos mientras le explica que el señor se ha ido a un viaje sin meta.
La Bruja sabe que miente. Implora al mayordomo que la deje entrar. Lord Chatam está enfermo, y solo yo puedo curarlo. Clarence es inflexible.
—Decidle que siempre seré su Bruja—gesticula entonces, frenética.
—Perdonadme, señora; sabed que yo no comprendo vuestro lenguaje.
Hace que le den papel y pluma. Escribe esas pocas palabras mientras las lágrimas le brotan, irrefrenables pero vanas. Vuelve al coche. Clarence cierra despacio el portón de Red House.
Lord Chatam ha asistido a la escena desde la ventana de su habitación. Vuelve a la cama, donde una chica atada y amordazada se agita, gimiendo. Ordena al chico que empuñe el látigo y la golpee «con mucha severidad, al menos cinco veces». Luego se acomoda en su poltrona, enciende una pipa de opio y se prepara para disfrutar de la escena.
Demasiado tarde, Bruja. Es demasiado tarde. Hay árboles torcidos que ninguna fuerza podrá enderezar jamás.