Sicilia, abril

EL delegado borbónico ocupó su lugar tras el escritorio y comenzó a estudiar minuciosamente los documentos. Barón de Sant’Anna. Persona segura. Pasaporte sellado. Habría incluso que pedirle perdón por haberle hecho perder el tiempo. Por otra parte, dadas las circunstancias…

Lady Violet Cosgrave, gran señora de Londres, de piel un poco oscura para ser inglesa, y con esos ojos un poco orientales, ojos que llevan a la perdición…

—La madre de mylady era una princesa india—dejó caer el barón, casi como si le hubiese leído el pensamiento. El delegado selló el pasaporte sin detenerse.

Item. La mujer pelirroja. Miss Janet Corrigan, inglesa de Irlanda y aquí, entre la melena, y ese olor, ese perfume penetrante que solo las mujeres pelirrojas pueden desprender, aquí no hay truco y no hay engaño. Dama de compañía. Pasaporte sellado.

Item. Los dos dandis. Esq. Latimore y Esq. Morrison. Comerciantes de la City.

—Mis amigos están interesados en ciertas propiedades en la zona del Marsala—explicó el barón.

El delegado selló también estos últimos pasaportes, preguntándose quién se beneficiaba de quién. Quizá todos juntos, apasionadamente, o quizás el barón, feliz él, le había echado el ojo a esas mujeres y el negocio de Marsala era una completa farsa… Con tal de que no se montase ningún lío, que líos ya había de sobra con los que causaban los bandidos y los miserables hambrientos.

—Podéis marcharos, señores. Pero os lo ruego, prestad atención. Son momentos difíciles. Corre el rumor de que el famoso bandido Giuseppe Garibaldi piensa desembarcar en la isla para sembrar el desorden y la revolución.

—No olvidéis que los señores son mis invitados—le recordó el barón.

Y el delegado, con una humilde inclinación, admitió haber exagerado.

En cuanto salieron del edificio de la delegación, incluso antes de montarse en la carroza, lady Violet quiso darle al barón las quinientas libras esterlinas que, al partir, le había entregado Mazzini. Estas se sumaban a las setecientas donadas por los amigos ingleses. Dinero que servía para financiar la nueva expedición a Sicilia.

—Cogedlas vos, barón. Si sucediese cualquier cosa, durante el viaje…

—Señora, el viaje por Palermo será breve y sin peligro. Esta es mi tierra.

De todas formas el barón ordenó a uno de los cuatro hombres oscuros, fornidos y taciturnos que no se separaban jamás de su lado que cargara la bolsa de dinero en la carroza.

—Tengo solo un consejo para vosotros dos—añadió girándose hacia Latimore y Morrison—, que no olvidéis haceros los ingleses hasta que yo os diga.

Menos de una hora después, en la finca de Sant’Anna, Michele Liberato podía volver a abrazar a Salvo Matranga. Sant’ Anna mostraba sus tierras a lady Violet, Janet y Mario Tozzi. Y contaba cómo, haciéndose pasar por un reaccionario, devoto del trono y del altar, había conseguido engañar a los sorci, es decir, a los reaccionarios, organizando un ejército de trescientos fidelísimos campesinos dispuestos a acoger con los brazos abiertos a Garibaldi. Lady Violet y Mario admiraban extasiados la magnificencia de los muros de piedra, las enormes palas de las chumberas, el juego de luces y sombras del sol, y las nubes que hacían únicas, pensaba el barón, las tierras de Sicilia. Única en sus contrastes que no admitían términos medios. Una Sicilia que te obliga a elegir, de una vez por todas, una elección para toda la vida, de qué parte estar. Una Sicilia tan profundamente italiana como para ser la quintaesencia de la misma Italia y, al mismo tiempo, tan lejana de la mezquindad de las aldeas de montaña, puerta de Oriente, puerta del mundo… Al mirar a los dos esposos que estaban cogidos de la mano, lo invadía una lánguida ternura, mientras intentaba robar miradas secretas de la escultural irlandesa, tan sola, tan apasionada, quizá, quién sabe, tan dispuesta.

—Rosa fresca aulentissima ch’ apari inver’ la state65—recitó, cogiéndole mano.