Otoño 1855
LORENZO recorría con paso decidido el parque de Kensington, abierto al público tras la Exposición Universal del 51. Un pálido sol trataba de abrirse camino a través de la neblina de media mañana. Señoras elegantes acompañadas por las niñeras se entretenían en los bancos alrededor de la gran fuente del Italian Garden. Al fondo, hacia los commons, cuya incuria secular contrastaba con el refinamiento del parque, los cocheros esperaban junto a los coches. Un jovencito vestido como un pequeño lord se divertía alimentando con manzanas verdes a un imponente alazán de tiro. En Viena no había gustado el tono de su último despacho.
«Incomprensiblemente, aunque os había advertido con tiempo de las intenciones del regicida Pianori, se le ha permitido actuar», había escrito Lorenzo.
¡Dios santo, había visto con sus propios ojos al zapatero de Faenza practicar el tiro con pistola en Wembley, acompañado de Mazzini! Y había comunicado oportunamente la fecha de la partida y la de la probable llegada a París del asesino. ¿Por qué Viena no había informado al emperador francés? ¿Por qué Pianori no había sido detenido?
Von Aschenbach había respondido con un frío telegrama cifrado: «No es competencia vuestra expresar evaluaciones de carácter político, reservadas a las altas autoridades. Manteneos, más bien, preparado para actuar lo antes posible del modo más resolutivo posible. Viena está madurando la idea de proceder a la definitiva liquidación del asunto conocido por vos».
Por tanto, los austriacos se habían quedado conscientemente mirando hacia otro lado. Las altas autoridades, al parecer, querían a Napoleón muerto, igual que Mazzini. Sin embargo, Pianori había fallado el golpe, había sido capturado, juzgado y ejecutado en un abrir y cerrar de ojos. Europa tembló, pero luego se pasó el temblor. Detalles, según las altas autoridades. Sin embargo, al mismo tiempo, le anunciaban una acción inminente. ¿Proyectaban quizá pedirle la cabeza de Mazzini? ¿Cómo se comportaría en ese caso? Matar a Mazzini… Apenas unos días antes, había ayudado el Maestro a rellenar con bolitas de opio una levita destinada a Felice Orsini. Debían servir para dormir a los guardias y favorecer su fuga del castillo de Mantua. La salvación de Orsini era una prioridad para el Maestro, que nunca abandonaba a sus propios hombres.
Matar a Mazzini… No quiero pensar en ello, se dijo, no ahora. Miró a su alrededor, llegó a un banco aislado, protegido por un frondoso grupo de árboles de tronco alto, sacó del bolsillo un encendedor y quemó el despacho de Von Aschenbach. Observó las cenizas que se dispersaban planeando ligeras sobre una alfombra de hojas muertas. Desde que la red telegráfica se había extendido por todo el norte de Italia, las comunicaciones se habían hecho mucho más ágiles, y era mayor el riesgo de que fueran interceptados: ¿cómo excluir la posibilidad de que en las oficinas postales hubiera infiltrados espías de los conspiradores? Por el momento, empleaban el cifrado austriaco. Lorenzo firmaba como Elizabeth. La identidad femenina era un homenaje a Mazzini, que usaba esa estratagema, ampliamente conocida por otra parte, desde hacía años. Una pelota rodó hasta sus pies. Lorenzo la recogió y alzó la mirada. Una niña de ojos oscuros lo miraba, entre asustada y esperanzada. Le devolvió la pelota. Ella le dio las gracias con una reverencia y echó a correr. Lorenzo la siguió con la mirada. Vio que fue a refugiarse entre los pliegues del sari amarillo de una muchacha india. Reconoció a Tabitha, la niñera de Violet. Se levantó de golpe, dio la vuelta al banco, cruzó los árboles para llegar al paseo principal y se encontró de frente con su amor perdido.
—¡Lorenzo…, cuánto me alegra verte! Hace tanto que…
Sí, cuánto tiempo que no estábamos juntos a solas, pero es como la primera vez, habría querido decirle. Estoy nervioso como entonces, y no puedo olvidar.
—Violet…—murmuró, insinuando una reverencia.
—¡Cuántas formalidades!—rio ella. Su risa profunda, desde el fondo de la garganta, acrecentó la turbación de Lorenzo.
—Es solo el respeto debido a una señora…
—Ven—respondió Violet, mientras una sombra de tristeza le empañaba aquellos preciosos ojos—, demos un paseo juntos.
—Voy ya tarde, me esperan en la sede del partido.
—También yo querría ir—respondió pensativa lady Violet—, pero una madre tiene ciertos deberes. Te acompaño, al menos, hasta la verja, ¿quieres?
Violet lo cogió del brazo. Lorenzo se dejaba guiar, rígido, vigilante, desesperadamente decidido a no ceder a la oleada de sentimientos.
—He oído decir que las aguas alrededor del Maestro están revueltas—dijo lady Violet.
—Estamos todos contra todos, Violet. La reunión de hoy podría ser decisiva, en un sentido u otro.
—Quisiera que llevases también mi opinión, y la de los míos.
—Así lo haré.
—No es momento de ceder al desánimo ni de buscar atajos. Hay que seguir adelante, sin titubeos, deberá seguirse el camino indicado por el Maestro. Estamos de acuerdo, espero…
—Totalmente.
Llegaron a la verja. El sol parecía haber ganado su batalla contra la niebla, y la temperatura se hacía minuto a minuto más indulgente. Por un instante se miraron.
—¿Eres feliz?—se atrevió Lorenzo, preguntándose de dónde había sacado el coraje para formular semejante pregunta.
Lady Violet no contestó.
—Vete, vete, o llegarás tarde.
Lorenzo llegó a pie a la sede del Partido de Acción, dos locales desnudos en la zona de Earls Court. Una cincuentena de italianos dispersos, así los veía Lorenzo, voceaban y discutían envueltos en densas volutas de humo estancado.
El clima estaba encendido. La brecha entre moderados y radicales no podía recomponerse. Se podía intuir por la disposición de las facciones. Los moderados, más numerosos y fuertes, habían puesto contra la pared a los radicales. Mazzini, taciturno y encorvado, estaba sentado en un rincón, casi físicamente protegido por sus pocos leales. Está a disgusto, notó Lorenzo al cruzar su mirada con la del Maestro, que correspondió a su saludo con un gesto airado.
Un delegado véneto estaba acabando de exponer el pensamiento de Manin.
—Nosotros decimos basta a la teoría del puñal, basta al asesinato y al terror como base del programa político de la Italia unida. ¡La continua actividad conspiradora de Mazzini está atrayendo sobre nuestra causa el descrédito del mundo entero! ¡Su complicidad en el atentado de Pianori es tan evidente que ni siquiera sus amigos ingleses lo defienden ya! ¡Es hora de cambiar de vía! ¡Si queremos ganar, debemos encontrar una solución diferente!
—¿Y cuál sería esa solución?—gritó un mazziniano sin mancha y sin miedo—. ¿La de Cavour? ¿Cavour, que ha enviado quince mil soldados a morir de cólera en Crimea para poder luego sentarse a la mesa de negociaciones y quedarse con una parte de Italia?
—¡No una parte, Italia entera!—apostilló otro radical.
—¡Para tener Italia entera yo me aliaría incluso con el diablo!—saltó un moderado.
—¡Tú eres un enemigo de la causa!
—¡Mazzini es el verdadero enemigo de la causa!
Estaban a punto de llegar a las manos. Los radicales se volvieron a Mazzini: que interviniera, que calmase o que inflamase, ¡pero que tomara la palabra, demonio! Mazzini hizo un gesto de negarse, con la mirada cada vez más velada de tristeza e impotencia. Un delegado napolitano citó el nombre del último descendiente de Murat, el napoleónico fusilado en Pizzo Calabro en 1815 por haber tratado de liberar el Sur.
—Los franceses mismos no podrán oponerse, si es uno de ellos quien coge las riendas del destino de Italia.
Un coro de comentarios ahogó la propuesta. Del frente radical surgieron gritos de «¡Viva la República!». Los moderados, a su vez, estaban divididos entre los filopiamonteses y los partidarios de Murat. Sin decir una palabra, Mazzini se levantó y abandonó la reunión. Se va como el culpable, o como el Cristo, se dijo Lorenzo, y la terrible soledad del Maestro le encogió el corazón. En ese preciso instante decidió que sus manos nunca se mancharían con la sangre de Mazzini. Continuaría traicionándolo, y tal vez por su causa acabaría en manos del verdugo, pero matarlo, nunca.