Brookwood, Surrey - Londres, septiembre de 1866

—GRACIAS.

Son las primeras palabras de Lorenzo, en el vagón que desde Surrey lo lleva a Londres. Tierra de Nadie esboza una sonrisa. La Bruja toma la mano de Lorenzo y la siente fría, inerte. ¿Se puede vivir en contra del propio deseo de morir? ¿Se puede ceder así a la desarmonía? Tierra rebusca en el bolso de viaje y le da a su amigo un pasaporte. Lorenzo asiente y se mete el documento en el bolsillo sin dignarse siquiera a echarle un ojo. Tierra busca en vano la mínima muestra de interés en su expresión ausente.

 

—Ha sido Mazzini quien te ha encontrado—explica.

El servicio secreto del Maestro, al que nada se le escapa. Mazzini y después Carlyle, que ha pagado de su propio bolsillo los tres meses de hospitalización en el hospital de Brookwood: la costosa y angustiosa desintoxicación que ha reconstruido la mente atormentada por las pesadillas. Ratas, esqueletos y fantasmas se han desvanecido.

—¿Por qué?—pregunta finalmente Lorenzo, afónico, resignado.

—Mazzini te quiere en Venecia.

—¿En Venecia? ¿Qué sucede en Venecia?

—Qué ha sucedido, querrás decir…

El tren recorre indiferente los campos, ya teñidos por los colores del otoño. Lorenzo siente un escalofrío bajo la capa demasiado larga para su espeluznante delgadez. Esporádicos temblores es todo lo que le ha quedado de los últimos dos años. Los temblores y ese doloroso y desenfrenado deseo de opio que no lo abandonará nunca más.

¿Qué está diciendo Tierra?

Austria y Prusia están en guerra. Austria le ofrece a Italia darle Venecia a cambio de la neutralidad. Víctor Manuel rechaza con desdén la oferta y le declara la guerra a Austria. Quiere su lugar en la historia, el tirano, y no le importa cuánta sangre cueste la conquista. El ejército italiano está bien armado y adiestrado, y el deseo de anexionar Venecia a la madre patria debería desencadenar en el combate instintos animales.

—Sí, pero hay generales, ¡por suerte del enemigo!—enfatiza sarcástico Tierra.

Los generales La Marmora y Cialdini, y después, como si no fuera suficiente, el almirante Persano. Veteranos de cien derrotas, maestros insuperables de la intriga. Perdimos a Custoza, la flota ha sido destruida en Lissa, los campos vénetos siguen sin vida, los italianos luchan como leones, sí, pero los del bando imperial. Solo el viejo Garibaldi, destruido por la artritis, sabe todavía cómo se combate. Masacra al enemigo en Bezzeca y se abre camino hacia el Trentino austriaco. Avanza imparable. Está a un paso de Viena cuando su majestad lo llama al orden.

—Ha respondido con un telegrama: ¡obedezco! ¡Y la guerra se ha terminado! ¡Toma!

El tren entra en Paddington. Lorenzo se pasa una mano por el cabello. Algún que otro mechón se le queda entre los dedos. El médico lo había previsto: caída del cabello, debilidad en los dientes, dificultad de digestión, predisposición a las infecciones. Con el opio no se juega.

—¿Qué estás intentando decirme, Tierra?—murmura al final Lorenzo, sacudiéndose la modorra.

—Estás volviendo a casa—se ríe el otro—. ¿No lo has entendido todavía? Mira ese bendito pasaporte, Lorenzo…

Lorenzo le echa un vistazo al documento. Está su nombre, su verdadero nombre, y el sello del Reino de Italia.

—Al Maestro siempre se le han dado bien las falsificaciones.

—El pasaporte es verdadero. Venecia es italiana. ¡Eres un hombre libre!

Lorenzo se queda helado.

—Ya me han hecho esta broma antes—dice hablando para sí, igual no lo entenderían, y aunque lo entendieran, en este punto…

—No es una broma. Venecia es italiana.

—Pero si hemos perdido la guerra…

—¿Y qué? ¡Nos la ha regalado Napoleón! Venga, vuelve a casa, amigo mío. Te espera una montaña de trabajo, allí…

—Vuelve con Violet—añade lentamente la Bruja.