Sicilia-Calabria, agosto

EL muchacho de guardia en el palacio de lady Violet vio llegar a dos hombres harapientos, cubiertos de sangre, los ojos llenos de miedo. Pensó que serían borbónicos que habían escapado a la justa cólera de los nuevos patronos y cargó la escopeta.

—Via, sciò, nun è postu ppi vuàutri, chistu!66

El más alto y mejor vestido exhibió una escarapela tricolor.

—Soy el abogado Gangemi. ¡Debo ver al barón enseguida!

—’U baruni nun c’è cchiù. Chista è ’a casa d’a signura ’nglisi e di so’ maritu—dijo el chaval, más respetuoso—. Ora dormunu. Si vuliti, putiti tràsiri e aspittari ccà.67

—¡Pero es cuestión de vida o muerte!

Se pusieron a protestar con un tono cada vez más alterado hasta que el vocerío despertó a Violet del sopor de la tarde.

—Estamos aquí para obtener justicia, señora—dijeron cuando al fin, después de haber sido lavados, aseados y vestidos de pies a cabeza, fueron admitidos en presencia de la señora.

—¿Los borbónicos os han avasallado?—preguntó confusa lady Violet.

—Los borbónicos no tienen nada que ver—respondió el abogado.

—¡Pues, hablad entonces!

Por primera vez, lady Violet oyó hablar de un pueblo llamado Bronte. Se encontraba en los alrededores de Catania, en otra Sicilia, en otro mundo. En Bronte, Garibaldi había sido acogido como el Mesías de los judíos. En Bronte, campesinos y nobles juntos habían combatido y derramado sangre por la libertad. Se esperaban del nuevo líder la restitución de las haciendas, las tierras del latifundio usurpadas por los Borbones. Esas tierras que para las pobres gentes significaban trabajo, pan, el fin de la miseria, la esperanza de un futuro. Pero Garibaldi estaba lejos. Garibaldi no sabía, o estaba mal informado. Los camisas rojas habían venido y habían pasado, y las haciendas se habían mantenido en las mismas manos. Así, había explotado una revuelta. Una revuelta violenta, extrema. Bronte estaba en guerra; el teatro, quemado; la biblioteca, devastada.

—¡Los locos han tomado el control, señora!

Había habido asesinatos, niños degollados junto a sus madres, ricos descuartizados, curas crucificados en el portón de la iglesia. Un oficial inteligente había pactado una tregua. El orden había vuelto. Después había llegado Nino Bixio.

—Una furia de Dios—afirmó el abogado Gangemi—. Sus ojos despedían llamaradas. Blasfemaba contra Dios y los santos en cada frase. Los verdaderos culpables ya habían huido cuando él llegó. Ha cogido a los primeros que se ha encontrado, gente que no tenía nada que ver, o moderados que habían intentado poner paz, y después de un juicio sumario los ha condenado a muerte y los ha fusilado.

—Y otros cien pobres cristianos están ahora en prisión—intervino el otro—, sin ninguna culpa. Nosotros mismos hemos escapado de milagro. Garibaldi tiene que saberlo.

—¡Es una cuestión de justicia!

Lady Violet despertó a Mario de un sueño sudoroso y pesado y le puso al corriente de lo sucedido.

—Ah, Bronte…—murmuró él, sin ninguna sorpresa.

—¿Qué sabes de esta historia?

—Es una cuestión de propiedades.

Es una cuestión de propiedad, claro. Lady Violet escuchó a Mario con una incredulidad creciente. La infame cuestión de las haciendas involucraba el feudo que había sido donado por el rey Borbón al almirante Nelson en 1799, como agradecimiento a la ayuda prestada por los ingleses para reprimir las movilizaciones napoleónicas en el Sur.

—¿Comprendes? Ahora estos revolucionarios…, no todos, digamos los comunistas…, quieren que estas haciendas se conviertan en propiedad común. Y los ingleses, tus paisanos, no quieren ceder. Está claro, ¿quién renuncia a su propiedad? Además, porque, entre otras cosas, está el pistacho…

El famoso pistacho de Bronte. Producto excelente de la magnífica tierra de Sicilia. Pistacho, es decir, ganancias, beneficio, conveniencia, que los herederos de Nelson no estaban dispuestos, bajo ningún concepto, a ceder a una masa de harapientos campesinos.

—Por eso, el cónsul inglés ha hablado con Garibaldi, y Garibaldi ha mandado a Bixio. ¿Está claro ahora?

Mientras contaba la historia, Mario reía, cada vez más complacido. La empresa de Bixio, a sus ojos, era una obra maestra de estrategia política.

—¡Han masacrado a inocentes, Mario!

—¿Inocentes? Tampoco tanto. Y además, Violet, Bixio y los suyos lo han hecho también por nosotros.

—What do you mean?

—¡Pues claro! Si no los paramos, los comunistas se harán con tu casa, este palacio, y tal vez incluso la fundición.

Lady Violet sintió que le invadía una fría cólera.

—Quiero hablar con Garibaldi.

—¡Pero si te acabo de decir que ha sido él quien ha mandado a Bixio a Bronte!

—Quiero hablar con él igualmente.

—Se ha marchado. Se ha ido a liberar Nápoles.

—¡Y tú lo sabías! Y no me has dicho nada… ¡Habíamos quedado en marcharnos con él!

Mario bajó la cabeza. La obcecada determinación de Violet de seguir a Garibaldi hasta Roma era patética. Garibaldi no llegaría nunca a Roma. No esta vez. Y si lo hubiese intentado, la pinza creada entre Cavour y los franceses lo habría hecho pedazos. Mario había dejado que Violet soñase, pero, en lo que le concernía a él, la guerra había terminado. Palermo era la estabilidad, los negocios se recuperaban. Palermo era su nueva casa. Al menos por el momento.

—So what? Cat got your tongue, darling?

—Mira, ya le he mandado un telegrama a Tabitha para que traiga a los niños y se reúna con nosotros.

—¿Has hecho eso?

—Es la cosa más sensata, mi amor. Aquí nosotros podríamos…

Lady Violet corrió a sus habitaciones. Preparó un equipaje mínimo, comprobó su pasaporte inglés, se cortó el cabello con furiosos tijeretazos, se puso ropa de corte masculino y se preparó para llegar al puerto, dispuesta a pagar hasta la última libra por un viaje hacia el continente.

Encontró a Mario derrumbado en una silla, pálido, incrédulo. Cuando la vio atravesar el vestíbulo, se sobresaltó. ¿Se iba de verdad?

—Violet…

Ella dudó, embargada de repente por el pánico.

En otra época, por seguir una idea, no había dudado en abandonar a su padre. También entonces la había atormentado la duda, pero se había decidido. ¿Y ahora? ¿Por qué dudaba ahora? Porque ya no estás sola, Violet. Porque hay quien pagará cada pequeño gesto tuyo. Mario. Había amado a aquel hombre, después se había convertido en un extraño, y de nuevo había vuelto a amarlo. Pero ¿le amaba a él, la persona, el padre de sus hijos, el cuerpo que el deseo la empujaba a explorar, o amaba aquello que Mario había representado a sus ojos? ¿Lo amaba cuando compartía su energía por la empresa o solo ahora? ¿Era el suyo, entonces, un amor reflejado, egoísta, parcial, el amor vano de Narciso?

Los niños. Los imaginó desembarcando en Palermo; imaginó la desilusión en sus rostros confiados: mamá no está, se ha ido tras un general vestido de rojo, lo ha elegido a él, se ve que este señor cuenta más que sus hijos… Maldijo su condición de mujer. Pensó en la ironía impalpable con que Tabitha había liquidado su dedicación a la causa.

«Un día os daréis cuenta de que sois una mujer y una madre.»

Y la causa… ¿Podía considerarla suya después de lo de Bronte?

La maleta resbaló de su mano, cayó al suelo con un golpe sordo. Lady Violet acogió, pasiva, el abrazo de Mario.

 

 

 

Los niños llegaron una semana más tarde.

En esos mismos días de agosto, un general español que vestía el uniforme de los Borbones se presentó en la cárcel de Reggio y convocó a una entrevista a los sesenta condenados a cadena perpetua que estaban detenidos allí. El general fue conciso y convincente: el rey les otorgaba a todos la gracia, a condición de que aceptaran entrar en el nuevo ejército «irregular» que debía conducir a la «guerrilla» contra los piamonteses.

—Sin uniforme, paga doble, y podéis quedaros con lo que logréis con vuestras armas, sin tener que compartirlo con nadie.

—Pero ¿qué tenemos que hacer?—preguntó un viejo bandolero tuerto y gotoso al que llamaban el Calabrotto, pero también el Apestoso, a causa del olor nauseabundo que despedía.

—Lo que habéis hecho siempre: robar, matar y violar a las mujeres—explicó el general—. ¿Entonces? ¿Quién se viene conmigo?

—¡Viva el rey!

Una poderosa y colectiva explosión de entusiasmo ahogó sus últimas palabras.