Milán, junio
EL día antes de salir rumbo a Venecia, Lorenzo vio llorar a Mazzini. Acunaba en los brazos, como a un niño enfermo, a un joven gato que agonizaba, con los ojos rojos por la septicemia, y suspiraba, carraspeando con la garganta irritada por el humo y el sufrimiento. No se había conmovido tan profundamente ni siquiera dos meses antes, cuando, después de once años de exilio, había podido abrazar otra vez a su madre.
—El hecho es, Lorenzo, que los hombres sabemos dar una explicación al dolor, darle una razón, aceptarlo. En los animales es diferente. Para ellos, el dolor es incomprensible. Por eso no pueden tolerarlo. Y todo esto, aun formando parte de los planes de Dios, es injusto.
Después de mucha insistencia, el Maestro había autorizado su petición de unirse a Manin. Lorenzo salió de la entrevista presa de una gran confusión. Mazzini estaba llorando por un gato y estaba dispuesto a enviar a la muerte a miles de jóvenes. Mazzini aprobaba al fin la misión veneciana y le confiaba cartas comprometedoras para Daniele Manin, le recomendaba evitar el peligro pero le exhortaba, en caso de captura, a seguir el ejemplo del Ruffini, quien se había cortado la garganta en la cárcel para no convertirse en delator. Mazzini juzgaba las vidas—humanas y animales—sobre la base de criterios incomprensibles para la mayoría. Era fraternal, ecuménico y comprensivo y, al mismo tiempo, decidido y sanguinario.
Lorenzo se metió en el bolsillo los dos pasaportes, que, junto con las cartas, le garantizarían—eso esperaba—la benevolencia de los austriacos, sus jefes. Volver a ver Venecia era una urgencia dolorosa. Estaba dispuesto a todo. Tras la muerte del Trevisano, los contactos con Viena se habían interrumpido. Lorenzo se sentía libre para tomar iniciativas. Y, en su corazón, creía, creía sinceramente, que podría impedir la inevitable masacre.
Por la noche, Griffin McCoy le pidió que lo llevara con él. Griffin era un periodista estadounidense, enviado a Milán por una cadena de periódicos de la costa oriental con la misión de relatar la apasionante revolución patriótica italiana. Era alto, rubio, atlético y optimista. Apreciaba a Mazzini, pero veneraba a Garibaldi, en su opinión, un auténtico mito encarnado.
—Un gran hombre. Un verdadero Davy Crockett. En Boston, mis lectores enloquecerán por él. Y, además, es un compañero.
—¿No debería ser una noticia reservada?
—Para vosotros, europeos, tal vez, pero para nosotros, en Estados Unidos, las cosas funcionan de manera diferente. Si no eres un compañero, es difícil que te conviertas en presidente.
—¿Y Mazzini? ¿Cómo ven tus lectores a Mazzini?
—Como George Washington, como Benjamin Franklin… El hombre que construirá Italia con la cabeza mientras sus muchachos se baten para construirla con el corazón.
La idea de forzar el bloqueo austriaco representaba para el aventurero estadounidense una oportunidad extraordinaria de conocer a Manin, un revolucionario todavía más radical que Mazzini. Aquel hombre era capaz de minar el campanario y ahogar la ciudad entera en el canal, antes que devolvérsela a los imperiales.
Lorenzo se había opuesto con todas sus fuerzas. El plan del periodista era en sí mismo tosco y temerario, y no había ninguna certeza de éxito: los austriacos podían desconfiar de sus credenciales, o algún patriota diligente podía investigarlo con celo y encontrar las pruebas de la traición. O podía acabar en medio de una escaramuza entre ejércitos y llevarse una bala perdida. Un periodista entrometido y además extranjero era la última compañía que deseaba.
—No es una buena idea. El bloqueo es impenetrable.
—¿Y cómo vas a pasarlo, entonces?
—Con un poco de suerte, Griffin.
—Que a nosotros los estadounidenses nunca nos falta.
—¡Esto no es un juego, maldito cabezota! En Venecia estoy condenado a muerte. Si nos pillan juntos, termino en el paredón por traidor, y tú por espía.
—¡Tonterías! Tengo pasaporte norteamericano, puedo ir por todas partes.
—Tienes demasiada confianza en los soldados del emperador.
—No, yo confío en Estados Unidos. Y, con todo, puedo serte útil.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué manera?
—Te haré pasar por mi asistente.
—¡Vamos, Griffin! No puede funcionar.
—¿Por qué? Eres tan alto como yo, rubio como yo, también tienes los ojos claros como un hombre del Nuevo Mundo. Solo tienes que recortarte esa barba tan larga y hablar lo menos posible. Tu acento es demasiado fuerte, podría ser sospechoso. De lo demás me ocupo yo.
—Ni hablar—cortó Lorenzo, seco.